CAPITULO XI
Cuando Dave salió de casa de Frank para bajar a la ciudad con Gwen French, se sintió triste de momento. Especialmente cuando la puerta se cerró mientras ellos atravesaban el patio. Aquello le pareció un final. Le pareció en realidad un símbolo de todos los finales. Por un momento su rectángulo amarillo había estado irradiando sobre ellos y al instante el rayo se había cortado de pronto y la llave sonó en el silencio: cierre. Deseaba no haber puesto en práctica aquel truco sobre los Bancos. Mientras recorría el patio envuelto en la nieve espesa deseaba haber hecho alguna otra cosa, y se sentía triste, mientras que al mismo tiempo una sensación de triunfo egoísta flameaba en él por haber irritado a Frank guardando su dinero en el «Secoad National Bank».
Pero aquellos sentimientos, la tristeza y el triunfo, sólo duraron hasta que se deslizó en el asiento del «Chevrolet» junto a la mujer, junto a Gwen French. Entonces los olvidó inmediatamente.
Hacía frío en el coche cuando ella puso en marcha el motor, inclinándose un poco hacia delante para alcanzar la llave, y la nieve había empezado a obscurecer los cristales. Puso en movimiento los limpiaparabrisas.
—Es un abrigo muy hermoso ese — dijo él.
—Sí, ¿ verdad? — contestó Gwen French un poco sorprendida. Se pasó lee mano por el amplio cuello de piel al que dio unas palmaditas —. Hace muchísimo tiempo que lo tengo.
El tono de seducción parecía por lo visto haberse embotado totalmente en ella. Enfiló la calle. Arrancó a muy pequeña velocidad.
—Me gusta mucho la manera que tiene usted de peinarse
—dijo Dave, haciendo el tono seductor mucho más insistente.
—No tiene gran estilo — dijo ella. Vaciló un segundo —. Me apuesto que las calles están hoy más resbaladizas que nunca
—dijo mirando hacia fuera.
—No importa que tenga estilo o no — insistió Dave, esforzándose en que su tono sonara estrictamente confidencial —. Lo que importa es que siente bien.
—Creo que será mejor irnos por la parte de arriba — dijo ella; se notaba que era una conductora prudente —. La cuestión del peinado es una lata. Por eso yo no me preocupo de hacer nada. Si no fuera porque tengo que hacer concesiones al claustro de profesores, me habría cortado el cabello hace mucho tiempo.
Por delante de ellos, en la primera calle iluminada, la nieve aparecía blanca sobre el pavimento. Sólo se veían algunas huellas de coches. Dave trataba de pensar en alguna otra cosa. Bajo la luz de los faros la nieve, que caía espesamente, formaba una cortina viva y ondulante.
—¿No es delicioso? —exclamó ella.
—Sí — confirmó él.
Eran copos grandes, espesos y pesados, verdaderos remolinos de copos.
—También tiene usted unos ojos muy hermosos — dijo Dave.
Esta vez ella captó la intención. Se volvió para mirarle.
—Son verdes — explicó —. Pero no muy verdes. Un verde desvaído. Y mi nariz está torcida. Y mi rostro es irregular. Y mis hombros son demasiado altos y demasiados huesudos. Y mis piernas demasiado largas. Usualmente, cuando los hombres me hacen cumplidos, sólo hacen cumplidos a mi cerebro. Si es que hacen alguno.
—Quizá no les dé usted muchas oportunidades —replicó Dave.
—En esta ciudad, desde luego que no.
—¿Y si estuvieran en esta ciudad pero no fueran de esta ciudad?
Ella volvió de nuevo a mirarle.
—Estarían de todos modos en la ciudad.
Dave se sintió de pronto aliviado.
—Bueno, de todas maneras su abrigo es hermoso — dijo riéndose.
Mientras hubo una esperanza, una duda, se había sentido incómodo y nervioso. Ahora que sabía que no había nada de eso se sentía mejor. Delante de ellos podía ver ahora las luces de la calle alineadas junto a las aceras, colina arriba hacia la plaza, a través de la nieve. Dentro del coche hacía ya un poco más de calor.
Gwen French se había vuelto nuevamente para mirarle y sonreía.
—Las maestras de escuela tienen que ser muy cuidadosas en su ciudad natal — dijo, y era evidente que de verdad le tenía simpatía, probablemente porque él se había reído, pensó Dave, pero también notó un trémolo extrañamente indefinible de algo que, a falta de una palabra mejor, él podría llamar falsedad, una sutil falsedad, en todo lo que ella decía.
—Desde luego cuando estoy fuera de la ciudad, como en Nueva York, por ejemplo, es completamente diferente — siguió diciendo —. Entonces soy yo mi propio jefe.
—Recibió usted su título de doctor en Filosofía en Columbia, ¿ no es así? — preguntó Dave.
—Sí, hace ya dos años. ¿Por qué sabe usted eso? Y otra cosa que le pregunté antes. ¿ Por qué sabe usted que estoy escribiendo un libro sobre su grupo?
—Me enteré de ambas cosas en la misma fuente. Uno de sus alumnos — sonrió Dave —. Un joven llamado Wally Dennis.
—¡Oh, Wally! Sí —sonrió ella?—. ¿No es un muchacho extraño? Pero creo que es muy inteligente. Ha escrito cosas magníficas en los dos cursos que lleva conmigo. Se niega rotundamente a asistir al colegio como estudiante regular. Dice que ello constituiría una violación de sus principios éticos.
—También me dijo que usted le contó que no estaba interesada por el amor. Que en esa cuestión ya le había enseñado la vida todo lo que pudiera interesarle.
—Es pura verdad. Se lo dije — sonrió Gwen —. Temí que estuviera empezando a interesarse por mí. Pero de todos modos es verdad. No le mentí — añadió rápidamente —. Después de todo, el amor no es más que un intento de escapar de la soledad.
—Parece usted muy enterada — dijo Dave.
—Oh, he tenido mis pequeñas preocupaciones. Si deja usted que su soledad le domine de esa forma ti otra, nunca consigue hacer nada importante.
—¿ Importante en qué sentido?
Pasaron ahora junto a otro cono de luz cuajado de nieve, el tercero.
—No tiene usted más que aprender a mantenerse al margen y controlarlo — sonrió Gwen.
—Ese es un gran consejo. Pero quizá es mucho más fácil de poner en práctica cuando se tiene un hogar y un padre de lo que estar pendiente — dijo Dave con dureza —. Y si se es una mujer.
—No los tendré siempre — repuso Gwen en tono amistoso —. Pero estamos hablando de usted, no de mí. Es usted el que tiene esa soledad que le corroe.
Dave hizo una mueca.
—Sabe usted mucho sobre el amor. Es una pena que no lo haya experimentado nunca.
—Oh, lo he experimentado lo suficiente para saber que he aprendido todo lo que necesitaba aprender sobre eso — dijo Gwen con desenvoltura.
—Me lleva usted ventaja —dijo Dave con acritud. Luego preguntó —: ¿ Qué hay acerca de aquel muchacho con el que estaba usted comprometida? ¿ Estaba usted enamorada de él?
—No creo que eso le importe a usted lo más mínimo — exclamó Gwen echando chispas por los ojos.
Se había vuelto para mirarle fijamente y con indignación.
—Me temo que tiene usted razón — dijo Dave blandamente, sorprendido —. No es cosa en la que pueda meterme.
Muerto en la guerra. Enamorada de un héroe muerto en la guerra, pensó amargamente. Le habría gustado habérselo dicho.
—Por lo visto, se ha enterado usted de muchísimas cosas sobre mí — indicó Gwen.
—Estuvimos hablando de usted — explicó —. Eso fue todo. No hubo nada comprometido ni irrespetuoso. Wally la admira a usted más que a nadie en el mundo.
—Es un muchacho encantador — afirmó Gwen calurosamente —. Yo espero mucho de él. Puede convertirse en un escritor muy bueno, algún día.
Era como si este fuese el cumplido mayor que ella pudiese pronunciar.
Iban subiendo colina arriba, a través de la nieve, mucho más hollada por ruedas de coche ahora, en dirección a la plaza. Había una efusión y generosidad muy auténtica en ella cuando hablaba de Wally Dennis, y Dave no podía dejar de sentir una punzada de celos infantiles.
—Ha de saber usted — continuó ella — que he disfrutado mucho pudiéndole hablar esta noche. No hay mucha gente mayor por aquí con la que se pueda hablar de literatura. Por lo general, todos son jóvenes como Wally. Si alguna vez siente usted deseos de ir a verme a Israel, espero que no dejará de hacerlo: Si quiere hacernos una visita y pasar unos días con nosotros antes de marcharse, tiene usted una invitación con carta blanca.
Gwen dio la vuelta a la esquina de la calle principal y llegó frente a los bares y casas de comercio.
—A propósito, ¿dónde quiere que le deje?
—Aquí mismo está bien — contestó Dave deprimido.
Nunca debería habérselo propuesto. Se sentía un completo estúpido. Ella detuvo el coche en uno de los espacios para aparcar y apagó el motor, luego se echó hacia atrás y volvió la cara hacia él descansando el codo en el respaldo del asiento.
—Es usted una mujer muy rara. Lo sabe, ¿ verdad? — preguntó Dave en voz baja.
—No tan rara como usted pudiera creer — dijo Gwen French sombríamente —. Ni muchísimo menos.} Oh, Dave! — exclamó. El disfrutó oyendo cómo ella hacía uso de su nombre de aquella manera. Aunque después de todo, ¿qué diferencia había? ¿Por qué diablos tenía que ser una cosa tan importante? —¡ Oh, Dave! Estás enamorado del amor. Te comprendo muy bien. Soy la última persona del mundo a la que pudieras elegir. Me he pasado toda la vida estudiando las vidas de gentes como tú. Además, tengo mis propios problemas.
—Mira — añadió luego con más calma —. En primer lugar, yo no podría confiar en ti; tú eres un artista, un escritor; lo creas o no, y lo serás siempre; puedes tener las mejores intenciones y los mejores propósitos del mundo, pero en el momento en que una cosita insignificante te transtorne, te dejas dominar por un arrebato y te marchas sabe Dios dónde, corriendo, como un torrente. Y en segundo lugar, no es verdad que tú quieras amar; lo que tú quieres es ser amado; vas de un sitio para otro haciendo que todas las mujeres que sean se enamoren de ti; sufres si no se enamoran; y en el momento en que caen rendidas a tus pies, empiezas a buscar otras nuevas.
—No sería una vida tan mala —> dijo Dave acremente —, si fuera verdad.
—Si no lo es, ha sido únicamente porque todas las mujeres que has conocido hasta ahora han sido más inteligentes que tú.
Da ve abrió la puerta del coche.
—Bueno, de todas maneras esto me servirá para que me hagan un gran epitafio — dijo —. Verdadero o no — salió —, como el de Stendhal.
Gwen se inclinó en el asiento para poderle ver fuera.
—No estás enfadado, ¿verdad? —preguntó ansiosamente —. ¿ No estarás enfadado conmigo?
—No. No estoy enfadado.
—La invitación sigue todavía en pie — dijo ella inclinándose para mirarle — si es que quieres aceptarla.
—Quizá quiera — repuso Dave sardónicamente —. Quiero tener la oportunidad de poder hablar con tu padre.
Se apartó unos pasos y hundió sus pies en el montón de nieve que había junto a las casas. El colmado estaba ya cerrado. Casi todo estaba cerrado. Todo excepto los tres bares y los dos billares. Ya sólo quedaban visibles algunas huellas de coches en la nieve profunda, notó entonces. Luego la rabia se apoderó de él.
Mientras estaba allí, no hacía más que pensar fría y furiosamente. Estaba satisfecho de que ella pudiera ser una presa. Podría serlo con toda facilidad. Estaba seguro de eso. Era, por tanto, sólo una cuestión de tiempo lo que se necesitaba. Hizo sus cálculos. Podría tardarse seis meses, un año quizá. Con ella. Había que permanecer a su alrededor el tiempo necesario para convencerla de que era a ella a quien uno amaba exclusivamente. Pero podía conseguirse.
Esa era la dificultad en un tipo como él, viviendo como él lo hacía, en perpetuo movimiento. Uno no se quedaba tiempo suficiente en los sitios para conseguir las verdaderamente difíciles, las desafiantes, aquellas de las que uno podía sentirse orgulloso.
Aquel hambre de amor que estaba en los ojos de ella, aunque ella creyese que oculto, se había vuelto a revelar en la última observación que hizo ansiosamente, la de si él estaba enfadado.
¿Por qué demonios tenía que preocuparse de si él estaba o no enfadado? Aquello ya demostraba que ella estaba insegura, pensó él fríamente. Inseguridad significaba madurez.
Pues bien, aunque eso le costase seis meses. Aunque le costase todo un año. Una especie de entusiasmo salvaje, enloquecidamente indignado, pasó barriéndole. Podría meterse en aquel negocio de los taxis con Frank y trabajar para él en la parada. Aquello significaría gastos. Le costaría los cinco mil quinientos dólares, pero ¿ qué importaba? Al diablo con el dinero. ¿ Cuánta gente en este mundo estaría dispuesta a entregar cinco mil quinientos dólares, todo lo que tuviesen, nada más que por conseguir el amor de una mujer?, se preguntó.
La llovizna de nieve que había estado cayendo durante el día había volado hacia el Oeste, y había empezado realmente a nevar en el mismo momento que se sentaron para la cena. Moviéndose desde el Noroeste a lo largo de la ciudad, la nieve llegaba en grandes racimos de copos, envolviendo al mundo en el acolchado silencio de una lamida ropa blanca. Ya el suelo estaba cubierto por una capa en la que se hundían los zapatos.
Andando a lo largo de ella, sentía punzadas de excitación que aumentaban su regocijo. Grandes copos de nieve resbalaban en su solapa y se derretían húmedamente en su rostro descubierto bajo la gorra de ultramar. Aquello le recordaba a Europa y cómo había nevado de esta forma en Bélgica durante la bolsa mientras iban andando por los bosques. Y los cadáveres que estaban medio cubiertos por la nieve. La sangre fresca que resultaba electrizante cuando se derramaba encima de la nieve, pero que después se ponía obscura.
De pronto se acordó de que una vez había tenido la idea de hacer una novela de guerra. En Francia. Hacía mucho tiempo que no había pensado en aquello. Su novela de guerra iba a ser una novela cómica. Una comedia. Después de la última guerra, todos I09 escritores habían escrito y escrito acerca de los horro— te» de la guerra, hasta que la cosa se había convertido en una tradición literaria. Pero a nadie se le había ocurrido nunca escribir una novela cómica de guerra. Y realmente, si uno lograba divorciar el pensamiento de que se trataba de uno mismo, nada había más cómico en el mundo que la manera como un hombre que ha sido alcanzado se tumba como un fardo y cae. A no ser que alguién esté viendo como otro resbalaba en una cáscara de plátano y se cae y se rompe el brazo. Por otra parte, él sabía por qué los viejos habían escrito de aquella forma. Pretendían conseguir una impresión de horror. No era porque odiasen especialmente la guerra o sintieran tristeza por los hombres y animales que resultaban muertos. Y no era tampoco de una manera muy especial a causa del miedo, ya que todo el mundo tenía miedo de ser acribillado. Lo cómico consistía en el mismo miedo que uno tenía cuando estaba disparando. No, ellos habían escrito de esa forma porque no podían soportar esta indignidad odiada de la muerte personal, de cualquier clase de muerte, que ellos temieron que podrían haber sufrido y eran tan fatuos que no podían resistir el pensamiento. Por eso y porque además estaban sedientos de simpatía. Él lo sabía porque le había pasado tres cuartos de lo mismo. Pero la vanidad típica del infante adopta formas completamente distintas. Una vez que uno mata a un par de personas, la guerra ya no es tan horrible. Quería escribir una jocosa y (deliciosa novela cómica acerca del combate. La raza humana tenía fuerza suficiente para lanzar una mirada que no estuviese empañada por lágrimas azucaradas, y además todo aquello le resultaría nuevo. Ese iba a ser el tema de su novela de guerra, y su propósito, y la razón por la que él quería escribirla. Le gustaría más que nada en el mundo. Les haría encogerse con tal sobresalto y terror ante sí mismos, que en lo sucesivo nunca más el nombre de D. Hirsh podría ser mencionado en medio de una sociedad educada.
Pero no iba a escribirla.
¿Por qué no había de escribirla?
Seguía andando junto a los escaparates.
Ya no estaba borracho, y la piel del rostro se le caía en bolsas bajo los ojos, a causa del licor. Como los dedos cuando se les tiene mucho tiempo en agua.
La Audiencia y su plaza cuadrada estaban en completa obscuridad, excepto las cuatro caras del reloj con sus cifras romanas, luces del urinario público; al otro lado de la plaza podía distinguirse la sombría figura del guardián nocturno haciendo su ronda y apagando las luces de los escaparates.
Pasó junto a la tienda de modas de Dorothy Callter donde estaba un despliegue de ropa interior colocada sobre maniquiés y se paró para mirar.
El conocimiento y certidumbre de la propia fealdad de él, de su carencia de atractivos físicos, en lo que no pensaba nunca más que cuando había estado bebiendo, le inundó como las aguas rabiosas de un río fuera de madre, saltando sobre un delta cenagoso. No puntualizó.
Se detuvo delante del club atlético, frente a la sala de billar, y miró dentro. Era una enorme estancia con grandes ventanales de cristal en la fachada, que recordaban que en tiempos había sido un Banco. La luz de las ventanas arrojaba charquitos amarillentos en las huellas que iban dejando sus pies y en las que otros pares de pies habían dejado antes que él. Dentro, un grupo de hombres, con los tacos en la mano, estaban alrededor de una de las mesas del fondo, inclinándose primero uno y después otro para tirar. Pudo reconocer al alto Bama, por su sombrero. Uno de ellos dijo algo, y todos se rieron cordialmente. Era evidente que llevaban ya mucho tiempo jugando. Desde luego antes de que empezara a nevar, ya que en la nieve sólo había la huella de otros dos pies. Entró, había sido un largo paseo.