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El chiquillo observó cómo el coche azul y blanco frenaba bruscamente, patinaba medio metro por el hielo y se detenía a la entrada de la casa de color avellana. Al ver a los dos policías bajar del vehículo al otro lado de la cerca, se le heló el corazón en el pecho y empezó a sentir el frío de la nieve que le rodeaba. Comprendió que, por alguna misteriosa razón, lo habían descubierto todo. Echó un vistazo hacia la entrada del sótano, tan visible ahora, donde estaba encerrada la mujer de pelo largo. Ya había dejado de lanzar aquellos chillidos tan fuertes y desagradables y los dos últimos minutos habían transcurrido en silencio, con el bonito y frío sonido de fondo de las llamas que infaliblemente se aferraban a la vieja madera.

Se sintió recorrido por una oleada de furia. Él no quería matar a Lukas, pero ese mocoso entrometido había estado siguiéndole y metiendo las narices en sus cosas otra vez. La primera había estado a punto de descubrirle cuando quemaba una moto y él había tenido que hacerle una advertencia. No le había costado mucho acabar con aquella mascota tonta y orejuda que Lukas tenía en la ludoteca, pero el crío ni por esas lo había entendido. Como una lapa, le siguió por última vez sin que le viera hasta la casa deshabitada que Frederick había encontrado. Su primera casa. Llevaba meses soñando con algo así. El niño le sorprendió en medio de la fase de mayor exaltación, el momento en que prendían las llamas. Cuando las lenguas de fuego empezaban a chisporrotear y al fin llegaba la paz. Cuando todo, hasta los gritos que parecía llevar dentro, enmudecía.

Presa de un ataque de furia —un instante en que el mundo se tornó de un blanco cegador en su interior mientras las voces de su cabeza gritaban y aullaban— agarró a Lukas y lo tiró al suelo del sótano. Hasta ese momento había existido la posibilidad de dar marcha atrás, de detener el juego, pero el pequeño perdió el equilibrio. Si el golpe no hubiera sido tan preciso… Porque cuando, chillando, el niño le tendió los dedos abrasados, Frederick sintió pánico por primera vez. En el momento en que Lukas huyó del sótano, supo que todo estaba perdido y las voces asumieron el mando. Había que detenerle.

Los dos policías se detuvieron al verle y por un instante el tiempo se detuvo mientras él, con todos los músculos en tensión, intentaba calcular su próximo movimiento. ¿Le dispararían? La idea le hizo sentir el cosquilleo de una carcajada de desdén. Por supuesto que no. No podían dispararle a un menor de edad. A un niño. Por un momento consideró la posibilidad de quedarse quieto y decir que pasaba por allí. En realidad, ¿qué tenían en su contra?

Entonces vio la carpeta que el policía llevaba en la mano y el miedo empezó a adueñarse de él. Le resultaba familiar. Su mente retrocedió hasta su último emplazamiento. La cartera del colegio. ¿La habrían encontrado? De pronto distinguió el pequeño adhesivo de la papelería y comprendió la terrible evidencia. El policía moreno de la cazadora grande al que había visto varias veces en Skellegården estaba allí plantado, con algo en la mano que era de su propiedad. Sus dibujos. De repente sintió que todo lo que había creído hasta ese momento se venía abajo y que su mundo empezaba a desmoronarse como una casa de papel. Tras los contornos aguardaba lo demás. Aquel país interior reducido a ceniza después de años de impotencia dominado por el más terrible, intolerable y doloroso de los vacíos. Y por las voces. Unas lenguas malignas de años de abusos empezaron a resonar en algún punto de su conciencia. Voces que llegaron cuando estaba encerrado en el armario.

Con un grito que se negaba a salir de su garganta, movió con el pie izquierdo el bidón de gasolina que había en el suelo y sintió cómo sus manos se aferraban a su asa de plástico. Aún quedaban cerca de cuatro litros de la gasolina que había ido robando de los coches aparcados en lugares solitarios de la zona y arrastrando fatigosamente hasta el cobertizo de la parte de atrás de la casa. Cuando los dos policías echaron a correr hacia él, se volvió y se encaminó hacia la salida del jardín, los campos y el arroyo.

—Levanta la trampilla del sótano —le aulló el policía moreno a su joven compañero; después le gritó al chiquillo—: ¡Policía! ¡Alto!

Frederick ya veía las frías aguas del arroyo que surcaban el paisaje y en una décima de segundo recordó los chillidos de Lukas sofocados por el afilado hilo de pescar, los ojos de color musgo a punto de salirse de sus órbitas y los brazos que manoteaban intentando encontrar un punto de apoyo en la nada.

Se detuvo. El bidón le retrasaba, pero de pronto comprendió por qué lo había cogido. Observó al policía, que acababa de doblar la esquina de la casa y corría velozmente hacia él; su oponente vaciló un instante como si adivinara sus intenciones.

—¡Alto! —le gritó con un brazo levantado.

Frederick sonrió al tiempo que crecía su determinación. Luego cogió el bidón, lo levantó hasta la altura de su cabeza y se vació el contenido por encima. El impacto al sentir aquel líquido frío y nauseabundo corriéndole por el pelo, el rostro y el abrigo fue total. Pero acertado. Como si fuese lo que necesitaba. El olor le quemaba los ojos y la nariz y amenazaba con hacerle vomitar. Entreveía la cara de pasmo del policía, su boca que se abría y se cerraba a la par que comprendía. Después, las manos de Frederick sacaron el mechero que llevaba en el bolsillo y, en el último y repugnante segundo antes de que lo encendiera y el mundo que le rodeaba desapareciese, la sensación de poder volvió en todo su esplendor. Jamás llegarían a saber toda la verdad.