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Bent Kornelius vivía en uno de los últimos bloques de viviendas en dirección norte. Algo más allá, Trokic alcanzó a distinguir el Bazar Vest, adonde solía ir a comprar cuando necesitaba algo especial. Él había crecido no muy lejos de allí y a veces se decía que el único cambio era un poco de maquillaje en forma de fachadas renovadas. Bueno, eso y las ingentes cantidades de parabólicas que asomaban de casi todos los balcones como enormes ojos grises apuntando hacia el este, de donde captaban todo, desde Al-Jazeera hasta la televisión danesa pasando por la última película porno de alguno de los muchos canales de Viasat.
Por debajo de la fachada la realidad era otra, él lo sabía mejor que nadie. En los últimos años la delincuencia en la zona había descendido notablemente y las numerosas iniciativas emprendidas habían cosechado un sinfín de alabanzas, pero en el último trimestre había vuelto a aumentar. Más agitación, más robos en viviendas, incendios intencionados y, sobre todo, más disturbios estaban asolando el barrio. Por eso habían decidido una vez más redoblar los esfuerzos para estrechar la colaboración entre el ayuntamiento, la policía y las asociaciones vecinales. Por lo que respectaba a la policía, eso se había traducido en la creación de una nueva comisaría local dotada con unos efectivos de veinticinco agentes que, como la antigua policía de proximidad, tendría su sede en City Vest.
Trokic tenía varios compañeros que estaban más que hartos de Gellerup y la falta de respeto, en forma de insultos y pedradas, con que allí se los recibía, aunque él nunca había tenido ningún encuentro que le hiciera ver a los vecinos ni peores ni mejores que los del resto de Århus. De lo que no estaba muy seguro era de si se debía a que él sabía manejarlos mejor porque llevaba el barrio en las venas, porque muchos compañeros que no eran de origen danés también tenían problemas por allí.
El comisario retirado acababa de cumplir los setenta y cinco, según le había dicho Lisa por teléfono, pero el hombre que salió a abrirle no parecía pasar de los sesenta. Tenía el pelo fuerte y negro con algunos toques de gris, las orejas grandes y unos ojos claros detrás de unas gafas de montura ligera, y llevaba unos vaqueros y una camisa azul que con ese cuerpo tan bien cuidado le sentaban como un guante. Trokic supuso que iría a correr alrededor del lago de Brabrand o algo por el estilo para mantenerse en forma. Su anfitrión le invitó a entrar en su cálido hogar con una cordial sonrisa y un firme apretón de manos.
—Tienes cara de necesitar un zumo de naranja recién exprimido. Imagino que a estas horas ya llevarás bebidos varios litros de café. ¿Qué me dices?
—Me encantaría —reconoció Trokic, a quien el dolor de cabeza continuaba palpitándole débilmente en algún rincón del cerebro.
—Ve a sentarte al salón, te lo llevo en seguida. Y disfruta de las vistas.
Trokic pasó a un salón grande con dos paredes tapizadas de estanterías atestadas de libros, archivadores y pulcros rimeros de revistas. En un rincón había un sofá verde sobre el que se veían dos reproducciones de obras de Andy Warhol, una con una lata de sopa de tomate y la otra con un gato rojo sobre fondo blanco. Por el suelo de parqué había un sinfín de alfombrillas. Persas, indias, orientales. La sensación cromática que producía el conjunto era abrumadora y por un momento le hizo pensar en sus paredes, pintadas de color antracita con un ligero reflejo verde porque la ausencia de colores ejercía un efecto sedante sobre él. Se acercó a la ventana a echar un vistazo, pero se encontró con un desolado panorama de antenas y un paisaje de hormigón recubierto de nieve. Su anfitrión apareció llevando una bandeja con dos vasos de zumo y un cuenco lleno de bombones de menta.
—Bonitas vistas, ¿eh?
Se echó a reír.
—Me ha parecido entender que querías hablar del caso Riise de Mårslet, ¿verdad? —continuó mientras dejaba la bandeja en la mesita del sofá—. Anda que no ha llovido desde entonces… ¿Cuánto hace? ¿Cerca de treinta y cuatro años? Santo Dios, cómo se me ha escapado el tiempo.
—Esperaba que recordaras algo que no figurara en el informe. Y me interesa conocer tu opinión personal sobre el caso.
Se sentaron en el sofá y Bent Kornelius se colocó un cojín en la espalda.
—Tuvimos algunos problemas con la investigación pericial. Nos costaba creer que se hubiera ahogado allí. Además, el frío era terrible, lo que hacía aún más difícil imaginárselo. Sí, y el nivel del agua del arroyo era bajísimo.
—Tengo entendido que estuvisteis muy pendientes de los padres.
—Eran unas personas muy cerradas. No querían contarnos nada de Eigil, cosa que a nosotros nos parecía muy extraña. ¿Quién no querría llegar hasta el fondo en un caso como ése? Unos cabrones bien fríos, en mi opinión. Estuvimos haciendo preguntas a los vecinos y en el colegio donde trabajaba el padre, pero era como si fuesen figuras de cartón piedra, no sé si me entiendes. Nadie supo decirnos nada concreto de ellos, nadie los conocía demasiado. No se mezclaban con la gente. El padre hacía su trabajo en el colegio y fuera de eso no se los veía más. He oído que después se marcharon del país.
—¿Sabes adónde fueron?
Hizo un gesto negativo.
Trokic bebió un poco de zumo. Era agradable tomar algo que no fuera café. Él era incapaz de cuidarse tanto.
—¿Sabes si el niño tenía una hermana que se llamaba Jonna?
—Sí. Por aquel entonces tenía seis años. Jamás decía nada. No la oí abrir la boca una sola vez.
—Pero ¿por qué recayeron las sospechas sobre los padres? No era nada evidente, ¿no?
—Un hombre llamó para denunciarlos, dijo que ellos eran los responsables. Por eso investigamos la situación, pero la verdad es que no encontramos nada de que acusarlos. A la hora en que murió el chico, el padre estaba trabajando y la madre, en el dentista, me parece recordar.
—En el informe no pone nada de esa denuncia. ¿Sabes qué fue del tipo que llamó?
—Sí, se llamaba Gabriel Jensen. Lo recuerdo porque no paraba de decir que le habían llamado así por Gabriel Marselis, que por lo visto fue propietario de casi toda la zona allá por el siglo XVII. Además, no era un testigo del todo fiable, resultó que le habían condenado por exhibirse delante de unos menores. Por eso también le investigamos, aunque no encontramos nada. Después, cuando varios compañeros del chico dijeron que Eigil había estado hablando de la muerte, lo archivamos como suicidio.
—¿Qué edad tenía Gabriel entonces?
—Casi treinta, creo recordar. Quién sabe, tal vez aún siga en el pueblo.
Si Eigil no se hubiese dejado la vida en el arroyo, ahora tendría pocos años más que él, calculó Trokic. Toda una vida repleta de posibilidades, penas y alegrías tirada a la basura a los once años, una edad a la que ni siquiera habría conocido el amor de verdad. ¿Qué podía haber sido tan grave como para impulsarle a acabar con su corta existencia? Su anfitrión le arrancó de sus cavilaciones.
—Pero no habrías venido a preguntarme por ese asunto si no tuviera algo que ver con un caso nuevo, ¿verdad? ¿Es por el niño de Mårslet?
—Sí —confirmó Trokic.
—Pero a éste le han estrangulado, ¿no? ¿Puedes entrar en detalles? Voy a buscar un cenicero, tienes cara de necesitar un cigarro.
Durante los siguientes quince minutos, Trokic le expuso el caso a Bent Kornelius mientras se fumaba el decimocuarto cigarrillo del día. El único integrante de su público le escuchaba atentamente. Luego dejó sobre la mesa la foto de la panadería. Era la versión que Lisa había tratado de mejorar y aún no era más que una silueta imprecisa al fondo.
—Hemos conseguido esta imagen gracias a la cámara de seguridad de la panadería. Estamos intentando averiguar quién puede ser.
Bent Kornelius cogió la fotografía y la estudió con la misma concentración que un corrector pondría en un contrato millonario.
—Sí, es imposible ver de quién se trata. Te preguntas si podría ser Gabriel, ¿verdad?
Trokic asintió.
—Si tengo que ser sincero, el tal Gabriel me parecía un tipo desagradable, desaliñado, malhablado y poco colaborador, pero le creía. Algo me decía que se comportaba así porque no sabía hacerlo mejor y que en realidad le tenía cariño a Eigil. Yo creo que Gabriel era inofensivo. Bueno, y además llevo veinticinco años sin verle —añadió Kornelius a modo de disculpa—. Aunque la foto fuera más clara, no me atrevería a asegurar que es él. Pero merece la pena investigarlo.
Trokic estaba a punto de salir por la puerta cuando Bent Kornelius le detuvo poniéndole una mano en el brazo.
—Acabo de acordarme de una cosa. Por aquel entonces había en el pueblo una especie de bruja, no sé si aún vivirá. Un personaje muy gracioso.
—¿Magdalena?
—Sí.
—Fue ella quien encontró al chico. Trabajaba como guía y vivía cerca del arroyo. Yo creo que conocía bien a Eigil. Tal vez pueda contarte algo más. Tuvimos una charla con ella, pero no recuerdo los detalles demasiado bien.
Trokic asintió. En el portal hacía frío y sintió que el calor que había logrado acumular en casa del policía se le escapaba como si su cuerpo fuera un embalaje mal cerrado. Se subió la cremallera de la cazadora.
—Sé quién es. Voy a verla ahora mismo.
—Cuídate, comisario —se despidió Kornelius cuando se estrecharon la mano.