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Los meteorólogos habían pronosticado al fin que el tiempo iba a cambiar. Se esperaba un ascenso de las temperaturas y amenazaba con formarse escarcha. Por lo que Trokic pudo ver cuando a la mañana siguiente logró llegar hasta comisaría haciendo maniobras con el coche y jugándose la vida, los cambios ya habían comenzado. A la velocidad del rayo, el hielo lo había recubierto todo de una dura costra que aprisionaba la nieve. Un mágico mundo de cristal, pensó cuando se acomodó en su sillón con vistas a la ciudad.

Las fotos que Lisa le había mostrado la noche anterior se le habían quedado impresas en la retina y le habían hecho comprender por qué había dejado el NITEC. Trabajar día tras día con esas imágenes, inspeccionar cada píxel en busca de delitos en millares de fotografías y, además, tener que aceptar el hecho de que era un fenómeno cada vez más frecuente exigía un enorme sacrificio.

A Trokic no le era del todo ajeno el modo de pensar de los pedófilos y su manera de justificarse. Hasta hacía muy poco, unos daneses habían mantenido un sitio web en el que, en nombre de la libertad de expresión, exponían sus razonamientos. Ellos lo llamaban amor a los niños y se servían de argumentos que hacían referencia a la historia para reimplantar aquel «enriquecimiento cultural».

Acababa de servirse el primer café del día cuando sonó el teléfono. Una voz femenina algo estridente que jadeaba a causa de la agitación le soltó una retahíla de palabras que formaron una serie de frases inconexas.

—Alto, alto, no tan deprisa. ¿Podría decirme de qué se trata, pero desde el principio? —preguntó él dejando la taza.

Se oyó un largo suspiro, pero la voz se tranquilizó.

—Me llamo Hjørdis Vang Jørgensen. Soy de Mårslet. Hemos leído lo de Lukas en el periódico. Ahora mi hijo Stefan dice que cree que tiene algo que ver con unos chicos mayores que están atacando a los niños del pueblo. Me ha enseñado unos vídeos en internet y me ha apuntado dónde encontrarlos. He tenido que verlos yo misma para comprobar que no eran imaginaciones suyas. Se trata de una serie de grabaciones muy cortas hechas con un teléfono móvil en las que sale alguien pegando a niños pequeños.

—¿Puedo hablar directamente con Stefan? —preguntó el comisario.

Transcurrieron unos segundos durante los que se oyó un murmullo al otro lado de la línea y por fin habló una voz juvenil. Trokic volvió a presentarse.

—Necesitamos saber más cosas de esos vídeos que dice tu madre que has encontrado. ¿Quieres contarnos cómo has dado con ellos, por favor?

Tras un breve silencio, la voz dijo, vacilante:

—Conozco algunos sitios en internet… de esos a los que la gente puede subir los vídeos que graba con el móvil…

Trokic rebuscó en su memoria algo que pudiera equivaler al universo del chiquillo, pero no tuvo suerte. Su infancia en una vivienda de protección social había sido dura a su manera, pero ese tipo de exposición tecnológica no entraba dentro de sus posibilidades.

—¿De qué tipo de grabaciones estamos hablando? ¿Violentas?

—No, de todo. Aunque también hay algunas que son violentas.

Sus palabras eran casi inaudibles, prácticamente un lento susurro por el auricular.

—¿Como YouTube? —propuso el comisario.

—Sí, éstas son de otro sitio que se llama videoglobe.net, pero funciona más o menos igual. La gente manda lo que graba con la cámara o con el móvil para que lo vean los demás. Lo que pasa es que un día, hace unos meses, descubrí que alguien del pueblo estaba haciendo películas.

—¿Y por qué crees que son de Mårslet?

—En la tercera película vi un coche con la matrícula danesa y reconocí una cara, un chico que había visto antes.

—¿Y no le dijiste nada a nadie?

—No. Pero cuando oí lo del niño muerto, me acordé de los vídeos.

Al fondo se oían los sollozos de la madre. Trokic intuyó que eso no era todo.

—La verdad es que —murmuró Stefan con una voz que indicaba a las claras que aquello no estaba siendo un plato de su gusto— en el colegio hemos estado hablando de hacer burradas y grabarlas. Al principio no eran más que tonterías porque había uno que había visto JackAss, pero luego…

—¿Qué es eso? —se oyó que preguntaba la madre a lo lejos.

—Una película de unos que hacen unas gamberradas superfuertes —le explicó Stefan.

—Es una serie de la MTV que luego tuvo un par de secuelas en el cine —continuó Trokic sin saber si la señora le oía o no—. Así, en pocas palabras, se trata de unos tipos que hacen unas gamberradas completamente absurdas. Ya han muerto jóvenes de todo el mundo tratando de emularlos. Pero luego, ¿qué, Stefan?

—Pues luego alguien vio lo del happy slapping en la tele —prosiguió Stefan como si de repente necesitara soltar todo lo que llevaba dentro—. A la mayoría le pareció un asco, pero unos cuantos dijeron que era divertido y empezaron a proponer cosas que se podían grabar. No sólo con personas, también con animales. Y… era como si… cuanto más lo hablábamos, menos asqueroso nos parecía. Era… técnico. También pensamos qué había que hacer para colgarlo en internet y que lo viera el mayor número de personas posible.

Trokic sentía deseos de agarrar al niño por el pescuezo a través del teléfono y sacudirlo. El happy slapping le parecía una forma de realizarse extremadamente patológica que no debía pasar desapercibida, una amenaza para los cimientos de la sensación de seguridad colectiva. Una de las bases de la convivencia social era precisamente poder confiar en que la persona que iba en el tren o paseaba por la calle no iba a darse la vuelta de pronto y, sin motivo alguno, empezar a atizarnos en la cabeza, y la única forma de acabar con esas cosas era aplicar castigos ejemplarizantes. Lo peor era que los casos de happy slapping que se estaban viendo habían pasado de bofetones experimentales a agresiones muy violentas e incluso al asesinato.

Se estremeció a pesar de que llevaba un jersey bastante grueso. ¿Habría fotografías de Lukas circulando por internet? Si era así, prefería no verlas. Los arañazos que habían encontrado en el cuello del niño durante la autopsia eran de lo más elocuentes. Demostraban que el pequeño había sufrido y se había resistido, pero tener que ver cómo rayaría en lo insoportable.

—Si has tenido algo que ver con todo esto, espero que a partir de ahora hagas borrón y cuenta nueva —le dijo haciendo esfuerzos por disimular la furia que sentía—. Has hecho bien en llamarnos, pero me da la sensación de que hay algo más que te agobia. ¿Dónde puedo encontrar esos vídeos?

Tras un nuevo suspiro al otro lado de la línea, el chiquillo empezó a hablar.

En algún lugar de Mårslet, Stefan se encerró en su cuarto dando un portazo. No quería que su madre le viese llorar. Desde que había colgado dejando el asunto del vídeo en manos del policía de la voz amable, ella no había parado de acosarle con sus preguntas. Había mandado un anónimo y durante mucho tiempo había mantenido la esperanza de que eso fuera suficiente, pero no había bastado. Habían seguido colgando vídeos crueles en internet. Variaciones y mejoras. Cada vez que aparecía uno nuevo, temía que fuera eso. Un vídeo de Lukas.

De pronto comprendió que las lágrimas que estaba derramando eran de alivio, porque había hecho lo que tenía que hacer y ya nunca volvería a maltratar a la niña de infantil a la que él y Tommy habían pegado y grabado. Ni a ella ni a nadie más.