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Sidsel se cubrió la nariz con la bufanda de cuadros rojos para que el aliento le calentase el rostro. Aunque pasaba de la medianoche, la luna brillaba tan baja y tan clara que parecía de día. Hacia el este se veía Marte como una brillante gema roja. La escarcha lo había recubierto todo de una costra dura que se deshacía crujiente a medida que avanzaba por el sendero. Se había bebido tres copas de vino antes de salir, pero el frío la había despejado. Había ido hasta el centro del pueblo dando una vuelta, para variar, y tras rodear la iglesia se disponía a regresar por el camino más corto.

Percibió el olor a humo desde bastante lejos como un invitado inesperado en el aire puro y limpio. Apretó el paso de inmediato y al cabo de un momento prácticamente corría. Nada más llegar a casa de su vecina, Annie Wolters, comprobó sin resuello que había fuego en el cobertizo. Echó un vistazo a su alrededor, vacilante. Había luz en la vieja casa roja. ¿Annie se habría dado cuenta y estaría alertando a los bomberos? Corrió por el caminito lleno de nieve e intentó valorar el alcance de las llamas. ¿Podían extenderse hasta la casa? Apenas soplaba viento, pero las chispas saltaban alegremente en todas direcciones. La luz del incendio y la de la luna se habían aliado y proyectaban débiles sombras sobre los muros.

De repente la vio junto al retorcido ciruelo que crecía a unos diez metros del cobertizo. Por un instante le pareció que Annie sólo se había sentado a descansar a la luz de la luna. O se había dado por vencida. Tragó saliva y echó a correr hacia ella con un escalofrío de miedo. Nada encajaba. La anciana tenía el vestido de flores subido hasta las caderas. No, lo que estaba era quemado, comprendió. Lo mismo que gran parte de la piel de la cara, que había desaparecido dejando al descubierto el globo ocular. Grandes cantidades de líquido chorreaban de la zona afectada. Las llamas también habían hecho mella en los finos cabellos entre blancos y azulados, de los que no quedaban más que unos mechones chamuscados a la izquierda de la coronilla.

Sidsel oía sus propios gemidos como si fueran los de un animal maltratado que gañía a lo lejos. Con el corazón desbocado, se metió la mano en el bolsillo y sacó su teléfono. Marcó apresuradamente el 112. Con una voz descontrolada que le costaba reconocer como suya, hizo una breve descripción de la situación. Después localizó con mano trémula el número del comisario Trokic en el móvil.

—Trokic —se oyó decir en un tono algo farragoso, casi un murmullo. Como si acabaran de arrancarla de un profundo sueño.

En ese mismo instante sintió en la pierna el contacto de una mano. La anciana seguía con vida. Un sonido pastoso que no podía calificarse de palabra salió de entre sus labios abrasados.

—¡Oh, Dios! Socorro —suplicó Sidsel débilmente.

—¿Qué ocurre? —preguntó él casi a gritos, a todas luces despabilado.

—Estoy en el jardín de mi vecina y ha tenido un accidente espantoso. Una señora mayor.

La voz del otro lado de la línea se tornó autoritaria.

—¿Qué le ha pasado exactamente, Sidsel? ¿Has pedido una ambulancia?

—Sí, he llamado al 112 y vienen para acá. Está toda quemada, es horrible.

—¿Quemada cómo?

—El cobertizo. Oh, Dios, todavía está ardiendo. Y hay un olor horroroso. Se va a morir, con este frío.

Las palabras salían de sus labios sin orden ni concierto.

—Tardo menos de diez minutos. Quédate con ella e intenta tocar sólo lo estrictamente necesario.

Antes de que la joven alcanzara a contestarle, él ya había colgado, dejándola de nuevo sumida en el silencio. Sidsel contempló lo que quedaba de los labios de la anciana. Estaban azulados y vibraban levemente. Era evidente que seguía viva a pesar de las heridas.

De pronto se sobrecogió. Acababa de comprender que cabía la posibilidad de que el incendio no se hubiera producido de manera natural. Podía ser intencionado. Si era así, el culpable no podía andar muy lejos. Pero ¿por qué? ¿Y por qué se había acercado Annie tanto a las llamas? A Sidsel le temblaba todo el cuerpo y tenía un tic en la mejilla. Se sentía paralizada. Pero el jardín estaba desierto. Lo único que se oía era el chasquido de las ramas de un manzano bajo el peso de la nieve y el motor de un coche que atravesaba el pueblo a lo lejos. A su alrededor, la nieve estaba llena de hondas pisadas. Se parecían a las que había en su jardín, aunque en otras zonas donde la capa de nieve no tenía tanto espesor eran más claras. Una zapatilla de deporte, a su juicio. ¿Habrían entrado también a merodear en su jardín? La idea la enfureció y por un momento desterró el miedo. Se quitó el abrigo y cubrió con él el cuerpo de la anciana intentando arroparla lo mejor posible.

—No se me muera. Tiene que contarme cómo ha ocurrido —le susurró al oído.

Su voz resonó por el jardín con una fuerza que la asustó y temió que el desagradable olor de la carne quemada la hiciera vomitar.

Pero los ojos de Annie estaban clavados en un punto a lo lejos. No daba muestras de haberla reconocido y su mirada era fría, como si ya mirase hacia el más allá. Sus pestañeos cada vez se espaciaban más.

Sidsel se estremeció. El calor que había acumulado durante la caminata la había abandonado. ¿Cuánto tiempo más podría resistir con un suéter fino a quince grados bajo cero? Entonces sintió las lágrimas que le bañaban las mejillas y el extremo de su bufanda cayó sobre el rostro de Annie. Lloraba de miedo y frustración porque no oía llegar ninguna ambulancia. Había dejado clara la gravedad de la situación y la urgencia de que la viera un médico. Además, ella misma corría peligro en el jardín si el agresor de Annie decidía regresar. Tal vez sólo se hubiera tomado un descanso mientras iba a buscar algo. Aquel vecindario estaba desierto.

Al cabo de cinco minutos un Toyota gris se detuvo en seco en la carretera y un hombretón enorme de pelo cano al que no había visto en su vida bajó de un salto.

—Soy David Olesen —se presentó—, el policía local. Me ha avisado el comisario Daniel Trokic. Viene hacia aquí.

Se inclinó sobre Annie y le tomó el pulso.

—Esto no pinta nada bien. Me cago en la leche, no podemos hacer nada hasta que llegue la ambulancia.

El comisario en persona apareció transcurridos unos instantes. Sidsel tenía las mandíbulas apretadas para no echarse a llorar, pero cuando Trokic le pasó un brazo por los hombros, no pudo contenerse más.

—¿Puedo hacer algo para ayudar? —preguntó al fin.

—Sí, puedes entrar a hacer un buen barril de café. Va a ser una noche muy larga.