48
Mathias Riise estaba en su habitación, sentado al borde de la cama, oyendo a través de la pared el eco del programa matinal que salía del televisor del salón mientras trataba de desterrar los desbocados pensamientos que poblaban su mente. Nikolaj había ido a verle el día anterior y habían encontrado unas páginas muy interesantes donde colgar sus películas. En el espacio virtual los dos parecían impulsados hacia nuevas y rompedoras experiencias, pero en el momento en que su amigo se marchaba volvía a sentir que la angustia se colaba por debajo de la puerta de su cuarto como un gas que inhalaba.
Era una angustia difusa mezclada con deseo que le recorría todo el cuerpo. La red se había convertido en su escondrijo, un puerto franco donde podía tener otra identidad. Dejarse ver. Como ya le habían visto antes, aunque ahora el que decidía era él. Habían cambiado los papeles y él ya no era la víctima.
¿O sí? Alguien estaba al tanto de sus actividades. Ya no habían llegado más cartas y a Mathias le extrañaba. ¿Qué esperaba el que las enviaba? ¿Que lo dejara? Ya no podía, ¿qué le quedaría entonces? ¿En qué se convertiría? Además ¿qué podía hacerle en realidad?
Recordó la primera vez que habían pasado las cosas feas. Fue después de que su padre los dejara y formara otra familia en la otra punta del país porque un análisis de sangre reveló que el hermano pequeño de Mathias, Frederick, no era hijo suyo. Ya esa primera vez usó el fuego en su contra. Si lo haces, todo irá bien. Pero si no lo haces, será terrible. Y era terrible cuando Mathias se negaba y ella le encerraba en el armario antiguo del pasillo y le decía que el fuego se lo llevaría si no hacía lo que le decía. Después le mostraba las inhumanas quemaduras que le marcaban el torso como un enorme paisaje nudoso que le hacía pensar en serpientes e infiernos y le contaba que a ella el fuego casi se la lleva. Por no hacer lo que le decían sus padres. En una ocasión llegó incluso a encender una cerilla muy cerca de la puerta del armario para que oliera el humo a través de las rendijas porque había empezado a chillar en la oscuridad. Y él se meó de miedo en los pantalones.
Con el tiempo, sin embargo, pareció ir perdiendo el interés por él. Se había hecho mayor, había crecido, le había cambiado la voz y, definitivamente, ya no cabía en el armario. Y llegó el turno de que les hiciera las cosas feas a sus hermanos pequeños.
A pesar de todo, la sensación que conservaba con más fuerza en la conciencia no era el miedo, sino la vergüenza. La vergüenza seguida de la rabia. Y la culpa. Porque era él quien había pedido y suplicado una hermanita. Alguien que ocupara su lugar y el de Frederick. Y Julie estaba allí para recordárselo a diario.
Sus manos jugueteaban con el teléfono móvil. Su herramienta. La cámara del director. Cuánto había aprendido a lo largo del último año. Y su estatus en la red había pasado del de un novicio cualquiera al del tipo con el que todos quieren tratar. En su universo propio, él era el rey. Había intentado ser cuidadoso para que no le descubrieran, pero alguien parecía saber la verdad.
Se llevó un buen sobresalto cuando Jonna empezó a sacudir la puerta bruscamente. No le habían enseñado a llamar antes de entrar, ni en el dormitorio ni en el cuarto de baño. Formaba parte del juego. Quería dejarle bien claro que era de su propiedad y hasta en sus cosas más íntimas era ella quien mandaba. Por eso Mathias había aprendido a usar la llave.
—¿Qué quieres? —le gritó a través de la puerta cerrada.
Sólo entonces se percató de que su madre había bajado el volumen del televisor y la casa estaba sumida en un extraño silencio. Por un momento lo único que oyó fueron los ruidos que llegaban del anejo, el débil silbido del viento que entraba por la ventana y el lento crujir del tejado.
—Está aquí la policía. Quieren hablar contigo.
Sintió que le recorría un estremecimiento. Por el tono de su voz sabía que estaba diciendo la verdad, que lo más probable era que estuviesen detrás de ella. ¿Por qué querrían hablar con él? Si ya se lo había dicho todo. Metió rápidamente el móvil debajo de la cama de un empujón y se secó las manos en los pantalones.