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Daniel Trokic y Lisa Kornelius se dirigían hacia Mårslet por pequeñas y sinuosas carreteras llenas de nieve a través de los campos vestidos de invierno con Mute Math y su «Chaos» sonando a escaso volumen en el equipo del coche. El comisario había escogido aquella música en atención a Lisa, que al parecer detestaba el resto de sus gustos, pero había llegado a decir algo casi bonito sobre el grupo de Nueva Orleans. Prácticamente había admitido que le gustaba. «Es soportable», había suspirado al oír aquel rock enérgico y acelerado de sólida percusión.

Lo que había más allá de las ventanillas del coche suponía un agudo contraste con la ciudad y su día a día. Nada más pasar el túmulo de Jelshøj, el punto natural de mayor altura de Århus, tomaron conciencia de que habían dejado atrás la gran ciudad y Trokic reparó en lo poco que se parecía Mårslet al gueto donde se había criado. Aquel pueblo era uno de los distritos con mayores ingresos de media por unidad familiar de todo el municipio, algo que no se debía a opulencia alguna, sino a la total ausencia de viviendas sociales. Era un lugar donde aún prevalecía lo bucólico y presentaba la mejor cara del país.

Y no es que tuviese intención alguna de intercambiar domicilio con ninguno de sus cuatro mil habitantes, no. Aunque el Oddergrisen, el trenecito local de color naranja que llevaba al centro de Århus, apenas invertía veinte minutos en hacer el recorrido, él necesitaba un poco de caos, de ruido, de variedad étnica, social y cultural. Allí, en cambio, no existían los contrastes.

Sin embargo, el pueblo se había dejado llevar por el pánico. Lugareños en un estado que iba de la inquietud al terror se habían pasado la mañana atronando los oídos de Agersund por teléfono para reclamar noticias sobre el caso, los padres se negaban a permitir que sus hijos abandonaran sus casas mientras no se localizara al asesino, y un anciano que se había autoproclamado portavoz de los vecinos le había echado en cara al alcalde toda la «chusma que florecía por el país».

Llegaron a la dirección de los padres de Lukas. A pesar de la música, Lisa casi se había quedado dormida en el breve trayecto después de una dura noche delante del vídeo con cuyos resultados tendría que ponerse a trabajar lo antes posible. Llevaba las largas y finas piernas encogidas encima del asiento, y su rostro de rasgos marcados parecía sereno. Su aspecto, con el pelo eternamente cambiante —en esos momentos rubio a rayas violetas—, su altura y su falta de formas nunca le había atraído, pero por un instante Trokic la encontró casi guapa. Lisa tenía un carácter muy sensible y a él le costaba entender qué había impulsado a una criatura como ella a ingresar en la policía, y no sólo eso, sino a adentrarse además en un rincón tan lóbrego como el trabajo con la pornografía infantil y la pedofilia, al que se había enfrentado en el pasado. ¿Acaso pretendía explorar los límites de la decadencia y la maldad humanas? Eso habría sido como intentar encontrar un punto de apoyo en medio de arenas movedizas, filosofó. Aunque, si había abandonado su anterior destino, tal vez hubiera dado con sus propios límites. O quizá hubiese comprendido que esos límites estaban en constante movimiento. Eso ya era peor.

—Bueno, arriba, señorita Kornelius.

Se disponía a bajar del coche cuando empezó a vibrarle el móvil en el bolsillo de los vaqueros. El número de Torben Bach apareció en la pantalla.

—Dentro de un rato te mando un informe provisional de la autopsia —le anunció el forense—. Acabo de hablar con el radiólogo y le he echado un vistazo a los escáneres. Hay una antigua fractura transversal ya soldada en el brazo derecho.

—Que en cristiano quiere decir…

—Que ha estado roto. Y el tipo de fractura indica que podría haberse tratado de un golpe directo contra el brazo. Habría que investigar más a fondo cómo ocurrió. También he hablado con el laboratorio y dicen que el porcentaje de carboxihemoglobina estaba en torno a veintisiete.

—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó Trokic.

—Es un síntoma de intoxicación. Un poco más supondría la inconsciencia. También hemos analizado las primeras muestras del niño y no hay ni rastro de semen. Esperamos una respuesta definitiva de los de Genética.

Se produjo un silencio mientras el comisario digería los nuevos datos. Todo seguía apuntando a que no se trataba de una agresión sexual.

—Ah, y Christiane te manda recuerdos —añadió Bach en un tono no exento de desaprobación.

Muchos años atrás, el azar había querido que el forense se presentara un día en jefatura acompañado de su hija, quien por inciertas razones convirtió al comisario en blanco de su amor adolescente. Trokic, que jamás llegó a tomar en serio a aquella chiquilla flacucha, rechazó con determinación sus declaraciones de amor y le devolvió sus muchas cartas. ¿Cómo interpretar ahora aquel saludo? Esperaba de todo corazón que lo hubiera superado.

Al fin fuera del coche, Trokic contempló la granja por vez primera. El aire era cortante y hacía tintinear entre las copas de los árboles millares de ramitas cristalizadas. Skellegården parecía una vieja casa de labor de principios del siglo pasado y el comisario supuso que habrían fraccionado las tierras en las parcelas circundantes. Todo lo que quedaba en pie era la casa principal y una antigua cuadra que hacía las veces de vivienda aneja. La finca, con sus cerca de dos mil metros cuadrados de terreno, daba cobijo a cuatro arrendatarios, tres de ellos en el edificio principal y el cuarto en las dependencias de la vieja cuadra.

La casa estaba pintada de un tono amarillo oscuro irregular y tenía grandes ventanas moradas. La pintura se había desconchado en varios puntos, sobre todo en el zócalo negro, y el barniz de la puerta de madera colgaba hecho jirones. También el tejado de fibrocemento estaba pidiendo a gritos un buen cambio.

Lukas había vivido en el primer piso con sus padres y su hermano pequeño. ¿Por qué conformarse con aquel lugar destartalado en lugar de comprar una casa? Era evidente que no figuraban entre los asalariados mejor pagados del mercado laboral, pero no dejaba de resultar extraño. Como si la pareja nunca hubiera logrado ir más allá de su primera vivienda de juventud.

A Trokic le costaba imaginar a Jytte Mørk echando de su casa, en un arrebato de dolor e impotencia, a los dos policías que le habían comunicado la terrible noticia. La mujer que se encontraba sentada frente a él era menuda y con aspecto de hormiga. Estaba a medio camino entre los cuarenta y los cincuenta y tenía un rostro de rasgos marcados y finos hinchado por las muchas horas de llanto. Sus cabellos rojizos salpicados de canas, algo más oscuros que los de Lukas, no parecían haber visto un cepillo ni de lejos en los últimos dos días. A intervalos regulares, sus ojos pálidos con leves rastros de maquillaje quedaban clavados en algún objeto de la habitación y se velaban, como si por su interior pasara una película. Sus movimientos eran lentos y acartonados. Por primera vez, Trokic notó que algo le roía las entrañas y por un instante pudo sentir el dolor de aquella mujer en toda su intensidad.

Junto a ella estaba Karsten Mørk, mudo y de brazos cruzados. Parecía hermético y el comisario se preguntó si se debería al miedo a desmoronarse o si su presencia allí despertaría en él otro tipo de inquietud. Sentía un creciente malestar ante la idea de sospechar de los padres. Lo más probable era que ambos llevaran toda la noche en vela imaginando los hechos una y otra vez. El hijo que se ponía el abrigo, decía adiós con la mano al educador, bajaba por el sendero junto al colegio y torcía hacia la calle. ¿Qué había ocurrido luego? ¿Cuántas escenas atroces habían repetido para sus adentros, siempre con el mismo terrible desenlace, durante las últimas veinticuatro horas?

Procedió a explicarles en un lenguaje sencillo los resultados de la autopsia haciendo especial hincapié en que todo parecía indicar que Lukas no había sufrido abuso sexual alguno. Jytte Mørk volvió a echarse a llorar a hipidos silenciosos, boqueó en busca de aire, estrujó el pantalón del chándal que llevaba puesto y apretó los ojos con fuerza, como si deseara que el mundo entero desapareciese. Lisa le tendió un Kleenex de un paquete que llevaba en el bolsillo.

—Háblennos de Lukas —comenzó el policía—. ¿Es posible que se fuera con alguien de manera voluntaria?

Los padres intercambiaron una mirada como si fuesen a encontrar la respuesta en los ojos del otro.

—No se iría con desconocidos —respondió el padre—, estoy seguro. Era un poquito… difícil llegar a él, ya lo decían cuando iba a la guardería. Le costaba abrirse a la gente. No me imagino que pudiera irse con nadie por propia voluntad. Tuvieron que secuestrarle con un coche. Dormirle. Como a la niña de Bélgica…

Enmudeció bruscamente, como si acabara de darse cuenta de su error, pero la horrenda escena ya se había abierto paso hasta el cerebro de su mujer, que, espantada, se llevó una mano a la boca. La mirada del padre saltaba de un lado a otro por la casa cerrada; la pared, la pesada estantería de roble llena de colecciones de libros de los años setenta, la mesa de cristal y, por último, un punto próximo al pecho de Trokic.

El comisario hizo una anotación para que no se le olvidara preguntarles si habían visto algún vehículo sospechoso poco después de que Lukas saliera de la ludoteca.

—Dicen que era de carácter reservado. ¿Solía pasar mucho tiempo solo?

—No, no se trataba de eso —contestó Karsten Mørk—. Era más bien como si necesitara sopesar bien a la gente antes de dejar que se le acercara. Desde luego, no era asocial, si es lo que está pensando. Era un niño muy alegre. Se interesaba mucho por todo. Siempre comentábamos que era mucho más despierto que nosotros. A veces hasta precoz, me atrevería a decir.

—Y el día que desapareció, ¿cuándo lo vieron por última vez?

—Hacia las ocho de la mañana, justo antes de que se fuera al colegio. Bueno, fue Jytte la que le vio salir, yo ya me había marchado a trabajar.

—¿Y no está muy oscuro a esas horas?

—No, ya empieza a haber luz y, además, hay farolas por todos los caminos de la zona. A él no le daba ningún miedo ir paseando al colegio y, la verdad, a nosotros nunca nos pareció inseguro que fuese solo. Aunque ahora…

Se le quebró la voz y desvió la mirada hacia la ventana.

—¿Y por qué no iba en bicicleta? —preguntó Trokic tras una breve pausa.

—Normalmente montaba en bici fuera del horario escolar… —intervino la madre—, pero no me hacía gracia que montase por Obstrupvej por las mañanas. No todo el mundo conduce con el mismo cuidado.

—Aún no hemos encontrado el lugar donde se… quemó.

A Trokic le costaba decir aquella palabra.

—Cuando se inició la búsqueda, le dijeron ustedes al policía local que su hijo no tenía teléfono móvil, pero que llevaba una cartera con un dibujo de una mariquita por detrás. Tampoco ha aparecido, y por lo visto también falta el gorro azul que llevaba puesto. ¿Es correcto?

—Sí.

—¿Y no hay alguna otra cosa que soliera llevar encima? Ya saben… ¿una gameboy, por ejemplo? Aparte de un par de piedras y unos clips, no tenía nada en los bolsillos del abrigo.

Los padres sacudieron la cabeza al unísono.

El comisario se resistía a lanzar las demás conclusiones del examen del forense.

—Durante la autopsia se descubrieron varios cardenales en el brazo de Lukas producidos, al parecer, varios días antes —comenzó—. ¿Saben cómo se los hizo?

Los padres intercambiaron otra mirada y por un instante reinó el silencio. Trokic oyó un tren que pasaba y supuso que las vías del regional no debían de pasar muy lejos de allí. Al fin, el padre tomó la palabra. En su calva cabeza empezaban a formarse unas gotas de sudor.

—No. Tal vez jugando al fútbol algún compañero tirara de él. A veces tenía moratones.

El comisario frunció el ceño, vacilante.

—Hace falta algo más que un niño para dejar ese tipo de marcas —se decidió a objetar—. Estamos casi seguros de que le agarró un adulto. Parece que alguien le cogió del brazo con mucha fuerza.

—Pues no hemos sido nosotros —aseguró el padre extendiendo unos brazos vigorosos en un gesto de rechazo.

—Hemos visto que se rompió el brazo —prosiguió Trokic—. Hará menos de dos años. En su historial pone que se cayó. ¿Dónde ocurrió?

—En la escalera de la parte delantera de la casa. Es de piedra y resbaló porque había nieve en los escalones; cayó mal. Pero ¿por qué tenemos que contestar a todas estas preguntas?

Enterró el rostro en sus enormes manos y dejó escapar un sollozo. La madre le puso una mano en la pierna con aspecto de estar seriamente indispuesta. Había perdido cualquier asomo de color, tenía la mirada errática y los labios, muy finos, le temblaban.

—Una parte de la investigación consiste en aclarar todo lo concerniente a Lukas —les explicó Trokic—. Eso implica formularles este tipo de preguntas. Espero que sepan comprenderlo y que sus respuestas sean lo más sinceras posible.

Karsten Mørk parecía a punto de morder a alguien, pero se contuvo.

—Hemos encontrado restos de fibra amarilla en el cuello de Lukas —continuó Lisa—. Es cachemira, lana y poliamida. Él no llevaba puesto nada de ese color cuando le encontramos. ¿Recuerdan si llevaba algo amarillo por la mañana?

—No —contestó el padre con voz pastosa—. No tiene nada amarillo. No le gustaba el amarillo. Sólo quería ir de azul.

El comisario rumió unos momentos la información, pasó la página de su libreta y cambió el rumbo de la conversación.

—De acuerdo. Necesitamos un listado de todos los conocidos de Lukas para intercambiar unas palabras con todos ellos, desde parientes a profesores y padres de sus amiguitos. También vamos a tener que hablar con sus vecinos. ¿Tienen trato con ellos?

—No exactamente —respondió Karsten Mørk.

Trokic advirtió que el padre rehuía su mirada. Tal vez no fuera el culpable de la muerte de su hijo, pero bien podría estar mintiendo acerca del agarrón del brazo. Cruzó una mirada con Lisa y trató de interpretar el brillo inescrutable de sus ojos. A ella se le daba bien hablar con la gente. Mejor que a él, no tenía reparo alguno en admitirlo. Dios sabía que el cuerpo andaba sobrado de gente que no sabía escuchar. Tenían policías que desde el primer momento no se molestaban en ocultar su animadversión, sus prejuicios ni su antipatía, cosa que, por supuesto, para los interrogados suponía un bloqueo, cuando no una provocación. Agentes que se dedicaban a soñar despiertos en lugar de tomar notas, prestar atención al lenguaje corporal o dedicar tiempo a ver más allá de lo que les estaban contando. Pero, hasta cuando era él quien llevaba la voz cantante, la gente parecía sentirse más a gusto si le acompañaba Lisa.

—¿Qué quiere decir «no exactamente»? ¿Hablan con ellos o no? —insistió Trokic.

—Nos saludamos y hablamos un poco de vez en cuando —acudió en su auxilio Jytte—, pero aparte de eso no tenemos nada en común con ellos. Jonna y sus hijos, en el anejo… la cuadra, como seguimos llamándola… no se relacionan mucho con los demás. Bueno, la hija sí, Julie, que jugaba con Lukas. Luego está la pareja de al lado, pero están pasando unos meses en Noruega, una sustitución. Y, para terminar, Johnny Poker en el piso de abajo. Cobra una pensión de invalidez y no habla demasiado, pero por su casa pasan muchos tipos.

—¿Qué quiere decir con tipos? —se interesó Lisa.

—Juegan a las cartas —contestó Jytte—, así que viene toda clase de gente.

Trokic ahogó un suspiro ante la perspectiva de tener que interrogar a toda una banda de sospechosos que se dedicaban a jugar al póquer.

—¿Y Lukas? ¿Solía ir a casa de alguno de ellos? —prosiguió la inspectora.

—Como ya les he dicho, jugaba con Julie en la cuadra. Empezó hará medio año. La niña tiene nueve años y creo que en realidad él habría preferido jugar con sus hermanos, sobre todo con Frederick, el más pequeño. Le interesaba muchísimo.

—¿Iba a jugar a casa de algún otro amigo?

—Alguno había. Le anotaré los nombres.

—Lo comprobaremos todo —le aseguró Lisa.

Trokic recorrió la sala con la mirada mientras Jytte Mørk iba en busca de papel y bolígrafo. Todo estaba arreglado y en orden, pero se echaba algo en falta. Tardó unos momentos en comprender que no había una sola planta. No es que fuera necesario, en realidad lo entendía perfectamente. Él mismo no tenía la menor idea de cuánta agua había que echarle a una de esas cosas verdes y, antes de que Lisa empezara a echarle un ojo, la de su despacho había sobrevivido única y exclusivamente gracias a la estratégica distancia que la separaba de los restos de café y cola.

—¿Podríamos ver su habitación? —preguntó al fin.