17

La noche que empezaba a caer se cernía sobre la casa junto con la blanca helada haciendo enmudecer los últimos coletazos de tráfico de la carretera. A lo largo de la tarde, Sidsel había dado cuenta de toda una cafetera, medio bollo de pan con paté de aceitunas y tres capítulos de un tratado en inglés sobre las repercusiones del clima en los asentamientos de la Edad de Piedra sumergidos en aguas territoriales danesas. Su tutor, un entusiasta investigador cincuentón, la había convencido para que escribiera acerca de los peligros que amenazaban los asentamientos en lugar de emplear la artillería en describir los restos de alguno de los innumerables naufragios que rodeaban Dinamarca, que había sido su intención original.

Los asentamientos sumergidos de la Edad de Piedra estaban siendo destruidos y las causas eran muchas, desde el fuerte oleaje submarino producido durante tormentas y huracanes hasta la muerte de cangrejos, poliquetos, teredos y zosteras a consecuencia de la contaminación. Y no había suficientes arqueólogos marinos profesionales para estudiar los asentamientos y garantizar su supervivencia antes de que se perdieran. Su tesina incluiría, además, distintas propuestas para solucionar el problema, algo que en aquellos momentos se sentía completamente incapaz de abordar.

Acababa de servirse otro café cuando volvió a oír el pitido del sueño del día anterior. Soltó el libro y se levantó dando un respingo. Sonaba claramente como si procediera de algún rincón de la casa. Un sonido fuerte a intervalos de cinco segundos. Tres veces. Luego calló. Descubrió que el corazón le latía con fuerza. ¿Se habría quedado dormida leyendo sin darse cuenta y lo estaría soñando? ¿O vendría de fuera? Corrió hacia la puerta principal y la abrió, pero no se veía a nadie. El policía moreno de la penetrante mirada azul marino y el nombre extraño con quien había hablado había desaparecido hacía largo rato.

Tras un minuto escudriñando el paisaje invernal en la incipiente oscuridad ya no estaba tan segura. No era la primera vez que tenía aquel sonido metido en la cabeza. Lo habría imaginado, o habría dado alguna cabezada y lo habría soñado. Volvía a nevar copiosamente. Copos de distintos tamaños se deslizaban lentamente por la luz de la escalera danzando de costado antes de tocar tierra. La temperatura había descendido algunos grados más y el arroyo estaba flanqueado por un paisaje casi ártico. Un par de grados menos y podrían invitar a unos cuantos lobos blancos. Había algo infinitamente sencillo en el modo en que la naturaleza se había hecho con el control, algo que sólo sentía cuando el mar se cerraba sobre ella y se quedaba a solas con la vida que había bajo las aguas.

Tras comprobar que fuera todo estaba tranquilo, regresó a la cocina y cambió el café por una copa de vino de la botella empezada que había sobre la encimera.

Después de la visita policial de la mañana no lograba encontrar sosiego en aquel lugar. Se fijaba en todos y cada uno de los sonidos de la casa. Murmullos. Maderas que crujían, el débil aliento de la campana extractora de la cocina.

Por la ventana, en medio de la suave oscuridad, vislumbró una silueta inclinada sobre el monumento con la cabeza gacha y los brazos colgando inertes a los lados. Con el cuello encorvado como un gran pájaro triste. Cuando la figura se volvió hacia la casa como si hubiera presentido su mirada, reconoció la cabeza grande y calva de Karsten Mørk, el padre de Lukas, y se estremeció ante la idea de que la observara.

Algunas horas antes se había acercado hasta allí y había visto que habían dejado gran cantidad de ramos y coronas junto al cordón policial. Había cartas de pésame protegidas de la humedad con plástico y alguien había colocado pequeños soportes con lamparillas de cera encendidas. También se veían algunos ositos de peluche metidos en bolsas de plástico.

Al pensar en el niño sintió un pinchazo en el estómago y por un momento se vio inundada de un mar de recuerdos. Knud, que quería tener hijos. Que la presionaba. Que la limitaba. Y que, cuando al fin se había quedado embarazada tres años atrás, le decía: «No quiero que sigas buceando». Y ella que guardó silencio. Porque no pensaba así. No se atrevía a pensar así. Aunque era peligroso. Sobre todo las inmersiones que había realizado en el Mar Rojo, donde a veces los restos estaban en fila india. Podía haber una serpiente enganchada. Podía haber algún fallo en el equipo. Y la enfermedad de los buzos. En ocasiones resultaba imprevisible y, sin que nadie supiera por qué, uno se ponía enfermo a pesar de haber realizado todas las paradas de seguridad estipuladas y seguido todas las normas. El problema estribaba en que los más interesantes siempre eran los restos nuevos aún por descubrir, que por lo general también eran los más peligrosos porque no estaban documentados. Conocía de oídas y también de primera mano a varios buzos expertos que habían perdido la vida en Elphinstone engañados por la corriente, aunque una vez que morían unos cuantos, parecía que el lugar merecía un poco más de respeto. Ella misma había sido una pionera, pero ahora por primera vez la palabra irresponsable había entrado a formar parte de su vocabulario y lo veía en los ojos de la gente cuando hablaba de inmersiones o de su época en Egipto. ¿Es que piensa seguir cuando nazca el niño?

Al cabo de algún tiempo dejó de sacar el tema y al final terminó por no enseñarles más las fotos submarinas a las visitas. Por último se dio de baja en los dos clubes de buceo de los que era socia. No porque no quisiera seguir pagando la cuota, sino para que dejasen de mandarle unas revistas mensuales o trimestrales que solían estar repletas de imágenes de su país y también del extranjero.

Un día empezó a sangrar. A los tres meses de embarazo había perdido el niño. Sin razón aparente. Volvieron a intentarlo, sin fortuna. Cuando al verano siguiente anunció sus intenciones de acabar la carrera de Arqueología cursando la especialidad de Arqueología Marina, él lo tomó como una renuncia a su relación. Tal vez lo fuera. Jamás dejaría de preguntarse si había expulsado a aquel niño de su cuerpo voluntariamente.

Un movimiento en el monumento a Lukas captó su mirada y la sacó de sus recuerdos. Un segundo hombre acababa de sumarse al primero y parecían mantener una acalorada discusión, porque ambos gesticulaban mucho. De repente, Karsten Mørk se dio la vuelta y regresó a través de los campos. Después de dudarlo un instante, el desconocido echó a correr tras él. Sidsel permaneció inmóvil dándole vueltas al episodio que acababa de presenciar. ¿Por qué pelear o discutir en un lugar llamado a ser un remanso de paz? ¿Debería decírselo al policía que había conocido? Su tarjeta de visita estaba sobre la mesa de la cocina. Daniel Trokic, se llamaba. Tras reflexionar un poco, decidió que si volvía a tropezar con él se lo mencionaría.