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Trokic recogió el primer dibujo del montón de papeles. Entre todos los apuntes de coches, monstruos, dragones y soldados, aquél había llamado su atención. El lenguaje de aquellos trazos duros ponía los pelos de punta. Se trataba de una reproducción a lápiz asombrosamente buena de una figurilla que avanzaba por un sembrado o algún tipo de extensión abierta. A la espalda llevaba una descomunal cartera adornada con una mariquita. Le había dibujado siete puntos a medio rellenar y seis patitas. Detrás se veían unos árboles y algo que parecía un río, y a lo lejos había un edificio alargado con muchas ventanas que parecía un colegio. No era un dibujo muy detallado, pero no cabía duda de que contaba una historia. Al fondo del todo había colocado una casa bajo un cielo negro que Trokic reconoció como Muspelheim, donde Sidsel pasaba unos días. El número de ventanas coincidía más o menos y aparecía también uno de los árboles del lado sur. De un punto del cielo caían cristales de nieve procedentes de una nube solitaria.
Se sentó en la cama y rebuscó en el montón de hojas del suelo. Más coches. Mercedes, Maserati, BMW. Una granja con caballos. Una moto. Finalmente, con la garganta seca, levantó otro papel aun sin saber si deseaba ver la continuación. Lo estudió a la luz. Representaba una casa de estructura algo primitiva y era el único dibujo que estaba coloreado. En el centro de una caja cuadrada que había bajo la casa, supuestamente un sótano, ardía desenfrenadamente una hoguera entre naranja y amarilla que escapaba de los límites del papel. Resultaba impresionante entre todos los trazos en blanco y negro. Junto al fuego lloraba un niño. Tenía gruesos lagrimones y unos ojos que se abrían con dureza en su rostro como dos enormes agujeros asustados. La boca era una pequeña línea gris. Sus brazos como palillos se alargaban hasta quedar prácticamente metidos en la hoguera porque la cartera, de nuevo con siete puntos, estaba siendo devorada por las llamas. En la parte de abajo se veía una hilera de hormigas, como si las lágrimas hubieran rodado hasta el suelo y hubiesen cobrado vida. En un extremo del dibujo había un animal que parecía muerto. Trokic entornó los ojos y trató de encontrarles sentido a aquellas líneas. De pronto recordó las palabras del empleado de la ludoteca. El conejo muerto.
Su cerebro trabajaba a toda presión. ¿Habría un sótano en Muspelheim? Si era así, se les había pasado por alto. Pero si la entrada a ese sótano se encontraba en el exterior, podría haber quedado oculta por la nieve. Había empezado a nevar tras la desaparición de Lukas.
El comisario dejó los dibujos sobre la mesa y sintió el zarpazo del invierno en los huesos. ¿Habría seguido Lukas a un niño mayor que él? Tal vez por curiosidad, como parte de un juego. Puede que descubriera lo que se traía entre manos, bajase al sótano y las cosas acabaran muy mal. ¿Una pelea? El caso era que Lukas había logrado escapar. Sin embargo, para Frederick ya era demasiado tarde. El pequeño volvería corriendo a su casa entre gritos y lágrimas. Aunque le hubiera amenazado para que no contara nada, las quemaduras hablarían por sí solas. Sólo una cosa podía evitarlo: el silencio definitivo.
Trokic permaneció inmóvil unos momentos tratando de asumir la espantosa verdad. Tenía que hablar con Frederick. De repente se acordó de Muspelheim y se quedó sin fuerzas. El sótano estaba debajo de la casa, enterrado en la nieve, y Sidsel ignoraba lo que allí había. Sacó el teléfono y trató de ponerse en contacto con ella. Por tres veces aguardó hasta que dejó de dar tono; luego se dio por vencido. De pronto comprendió otra cosa. Si Frederick regresaba se daría cuenta de que había encontrado los dibujos, no le quedaba más remedio que ponerlos a buen recaudo de inmediato. Podían ser una prueba decisiva.
—Hay que tener una charla con Frederick —le dijo a Morten Lind—. Voy a mandar a alguien a buscarle. Si aparece, retenedlo. En su cuarto también hay una bufanda amarilla. Tenemos que protegerla.
Una vez en el coche le dijo a Jasper:
—Llama al oficial de guardia y que mande a dos agentes a buscar a un niño que encaje con la descripción de Frederick. Diles que lo retengan cuando lo encuentren.
—¿Y nosotros? ¿Nos quedamos aquí?
—No, se queda Morten. Nosotros dos vamos a ir a echarle un vistazo a un sótano.