25

La sala de reuniones estaba prácticamente al completo. Trokic, que se sentía muy raro, se preguntó si la tisana de la bruja tendría otras propiedades aparte de su efecto curativo. Algunos de sus compañeros parecían algo alicaídos y supuso que habrían salido la noche anterior. ¿Debería haber desconectado él también tomando una cerveza con los demás? Lo había pensado, pero le pareció que era tomarse demasiadas molestias para una sola cerveza. Y más no podían ser si había que ir a trabajar al día siguiente. Además, siempre acababan enzarzados en larguísimas discusiones sobre el sitio adonde ir. Había ciertos locales de la noche århusiana donde prefería no poner un pie. Algunos eran muy agradables en verano, pero en cuanto había que meterse dentro se convertían en lugares compactos y resudados con una música infernal de la que ni el alcohol lo salvaba a uno.

Salir implicaba, además, ciertos riesgos, como, por ejemplo, toparse con viejas amigas que, al parecer, creían tener cuentas pendientes con él. Surgían situaciones de lo más espinosas cuando insistían en discutir esto y aquello cada vez que lo veían. Había advertido que algo en él activaba el sensor de análisis de ciertas mujeres. Era como si no pudieran dejar de convertir en un problema su necesidad de ser él mismo. El caso era que hasta las más autónomas e inteligentes acababan transformándose a la velocidad de un gamo en individuas posesivas que exigían toda su atención. Lo que más le intimidaba era cuando empezaban a diseccionar su pasado y extraer conclusiones acerca de sus años en Croacia durante la guerra y su consiguiente falta de capacidad para comprometerse. Por lo general, el comisario era demasiado educado para comentarles que estaba convencido de que las ganas de comprometerse ya le entrarían cuando apareciera la mujer indicada.

En su calidad de responsable de los peritos, Kurt Tønnies fue el primero en ponerse a tiro. En primera instancia, no había novedades acerca del sedal y la nieve derretida tampoco había aportado ninguna prueba nueva. Según Jasper Taurup, habían interrogado a un puñado de pescadores sin mayor fortuna, aunque uno de ellos les había indicado que creía que un tal Søren Wenke usaba el hilo en cuestión. Sin embargo, Wenke había resultado ser el propietario de la casa donde vivía temporalmente Sidsel Simonsen y en esos momentos se encontraba de viaje por Nueva Zelanda. El pescador los había remitido a otros dos hombres, pero ambos disponían de coartadas a prueba de bombas para la hora a la que se pensaba que se había cometido el crimen. Incluso habían mostrado sus bobinas completas, con lo que quedaba descartado que el hilo utilizado por el asesino fuese perdido o robado. Aún restaba la posibilidad de que alguien relacionado con los pescadores en cuestión se hubiese llevado «prestado» el sedal, pero esa pista tampoco había conducido a ningún resultado. Lukas había desaparecido en un momento en el que casi todo el mundo estaba en el trabajo y podía dar cuenta de sus movimientos.

—Pero también tenemos la composición de las fibras que encontramos en el chico —continuó Kurt—. Hoy he recibido un fax de Copenhague y creen que se trata de hilo de lana. Hemos hablado con todas las mercerías de la zona, pero en principio sin resultado. Es muy extraño, porque no parece una lana muy corriente y hemos revisado todas las marcas. De todas formas, varias señoras aficionadas a tricotar nos han dicho que podría ser de la que se usa para hacer, por ejemplo, un gorro o una bufanda.

—Mierda —se lamentó Trokic—. ¿De verdad que no podían precisar más? Es muy importante.

—No hay por qué cabrearse —rezongó Jan, el ayudante de Kurt—. Nos estamos dejando el culo en esto.

—Sí, ya lo sé.

El comisario recorrió con la mirada a los presentes. Sus rostros no mostraban un ápice de entusiasmo. ¿Estaban bloqueados y desilusionados? ¿O sería por la hora? Domingo por la tarde, ya deberían estar con la mujer en el sofá, enganchados a alguna joya nacional de los seriales televisivos.

—¿Alguna novedad más? —preguntó.

Lisa Kornelius levantó la mano.

—Creo que a lo mejor tengo una buena noticia. He recibido una llamada de mi amigo Morten Birk referente a la foto de la panadería.

Trokic empezó a concebir una esperanza.

—Sí, ¿y qué te ha dicho? Creía que había tirado la toalla.

—Yo también, pero me ha preguntado si me parecía bien que le enseñara la imagen a un tipo del Ministerio de Defensa británico con el que había trabajado una vez. Le he dicho que sí.

—¿Y?

—Bueno, pues por lo visto ese tipo usa unas técnicas completamente distintas. Está hasta arriba de trabajo, pero cree que dentro de poco podrá darnos una foto mucho mejor, algo que nos servirá para identificar al hombre del otro lado de la calle.

—Muy bien, vamos a repasar lo que tenemos —dijo el comisario dirigiéndose a todos los allí reunidos—. Lukas salió del colegio a las quince treinta. Después bajó por Hørretvej al menos hasta el cruce con Obstrupsvej, a unos cien metros del punto de partida. Según un nuevo testimonio, es muy posible que allí subiera a un coche verde o azul. Lo siguiente que sabemos es que se le vio delante de la panadería de la zona comercial del pueblo poco antes de las cuatro y media. Lo que hizo en ese espacio de tiempo, cerca de una hora, no lo sabemos, pero estamos seguros de que hacia las cuatro y media estaba con vida delante de la panadería. La cuestión es si la persona que aparece en el vídeo de la cámara de seguridad puede ser la misma que se lo llevó en el coche. Y si le seguiría.

—¿Hemos descartado a los padres? —preguntó Jasper Taurup—. ¿Soy el único que piensa que a lo mejor la primera vez que salieron a buscarle le encontraron, no sé, pegándole fuego a algo, y que el célebre carácter del padre pudo con él?

—Sabiendo lo que sabemos ahora, la verdad es que no lo creo —contestó Trokic—. Recuerda que a las diecisiete treinta ya estaban pidiendo ayuda a los vecinos para buscarlo, es imposible que el padre llegara del trabajo antes de las dieciséis cuarenta y cinco. Eso les da tres cuartos de hora para matarlo y borrar todas las huellas antes de presentarse más o menos impasibles delante de los vecinos.

—¿Y el del póquer? —preguntó Asgersund.

—No hay nada —respondió Jasper Taurup.

Tenía pinta de llevar algún tiempo subsistiendo a base de comida basura y los numerosos cráteres dejados por el acné resaltaban más que de costumbre en su rostro macilento. Además, una evidente expresión de insatisfacción se le había incrustado en la musculatura de la cara.

—¿Nada? ¿Podrías ser un poco más preciso? —insistió Trokic.

—Por casualidad conozco a uno que va allí a jugar —explicó el inspector—. Dice que el garito es relativamente conocido. Hay partida tres o cuatro veces a la semana. Sobre todo, póquer. Algunas noches es sólo para iniciados, o sea, profesionales. El resto del tiempo juegan al Hold’Em, al Omaha o incluso al póquer chino para desplumarse unos a otros, básicamente por diversión.

—No tengo ni idea de qué es eso, ¿es ilegal?

—Difícil de decir. La cuestión de si el póquer es azar o no continúa debatiéndose en los tribunales. De todas formas, la principal fuente de ingresos de estos tipos son los ricachos que pretenden jugar a las cartas, pero no tienen ni pajolera idea. Acaban dejándose un montón de pasta. También se mueve un poco de hachís, pero por lo que he llegado a entender no son más que menudencias. Y luego, una vez al año, hacen una excursión colectiva a Las Vegas para asistir al campeonato anual de póquer.

—¿Qué me dices de Karsten Mørk, el padre de Lukas?

—Grandes deudas de juego.

Trokic asintió. Eso podía explicar la discusión que había visto Sidsel Simonsen: alguien había ido a reclamar su dinero. Y por qué seguían viviendo como sardinas en aquella casa cuando a su edad la mayoría de padres con un empleo fijo ya se habrían mudado a un chalé o al menos a un adosado. Tal vez explicara incluso el poco aguante del padre. Nada como los problemas económicos para poner las cosas al límite en una relación.

—No me ha hecho ninguna gracia tener que andar sonsacándoles información —refunfuñó Taurup—. Son viejos amigos, joder; nos conocemos hace veinte años.

—Puedes estar tranquilo —le aseguró el comisario—, hoy no tengo tiempo para llamar a Hacienda y contarles que hay gente que olvida declarar sus ingresos extras. ¿Y esa deuda de juego? ¿La está pagando o cómo es eso?

—Ni idea. Por desgracia, mis amigos no lo saben todo. A lo mejor podríamos traer a rastras al señor Mørk y preguntárselo a él.

—Lo tengo en la lista de posibilidades —contestó Trokic.

—¿Algún otro sospechoso? —preguntó el comisario jefe Agersund.

Trokic sacudió la cabeza.

—Pero, por supuesto, nos pondremos a buscar el coche al que supuestamente subió Lukas.

—Lo que, en otras palabras, quiere decir que en realidad seguimos sin saber nada —dijo Agersund con el ceño fruncido.

La gente empezó a abandonar la sala y al final quedó únicamente Jacob. Habían transcurrido más de diez años desde que Trokic le conociera cuando el inspector formaba parte de la UNPROFOR, las fuerzas de protección de Naciones Unidas para el mantenimiento de la paz que se encontraban acuarteladas a las afueras de Sisak. Al contrario que en el caso de Trokic, la guerra no parecía haber dejado huella en Jacob, que con su pelo rubio cortado a cepillo y el rostro terso y simétrico no aparentaba un solo día más de los veinticinco años. Con su posición en la zona de Krajina era imposible que la guerra no le hubiera afectado hasta lo más hondo y, a pesar de su postura siempre neutral ante el conflicto entre serbios y croatas, su profundo conocimiento de la segunda patria de Trokic era una de las razones de su estrecha amistad. La otra era Sinka, la prima menor de Trokic.

—Es impresionante todo lo que sabe Jasper de póquer de repente —comentó el comisario.

—Bueno, una noche, hace ya algún tiempo, me contó que quince años atrás había sido uno de los mayores tahúres de Århus —dijo Jacob—. Había empezado a estudiar Exactas, pero por lo visto le aburría bastante y dedicaba gran parte de su tiempo al juego. Ganaba varios miles al año y él sostiene que si el póquer hubiera tenido entonces la popularidad de que goza hoy en día, habría ganado millones.

—¿Te estás quedando conmigo?

—No. Joder, ya sabes que tiene una memoria que no es normal. Fotografía las cosas mentalmente. Yo creo que es un hacha con las cartas. Si renunció a esa carrera fue porque alguien les dio un chivatazo a los de Hacienda y empezaron a fisgar. Pero no pudieron demostrar nada. Para entonces ya estaba hasta las narices de la facultad y había decidido ingresar en la policía. No se atrevía a jugársela con los antecedentes, así que dejó las cartas. Aunque se ve que sigue teniendo contactos en el mundillo.

Guardaron silencio mientras Trokic recogía sus papeles.

—¿Hay algo que quieras contarme? —le preguntó Jacob.

El comisario trató de mirarle a los ojos. En efecto, había algo que no le había contado.

—Ahora mismo no.

—Pues yo creo que sí. Ya sabes que puedo aguantar lo que me echen.

—¿Qué te parece si quedamos para comer rosbif dálmata un día de éstos?

—¿Una versión croata del perro a la cazuela?

—No, joder. Dálmata de Dalmacia. Con un poco de cevapcici para acompañar. ¿Y col? Y un vinito que me he traído de las vacaciones.

—¿Y ajvar[2] no?

—Ah, pero ¿se puede comer sin ajvar?