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Trokic le había pedido por teléfono a la administrativa que localizara en los archivos y a través de las autoridades correspondientes todo cuanto pudiera acerca del suicidio de un niño en un arroyo de Mårslet a comienzos de los años setenta, y cuando pasadas las dos regresó a su despacho con la cabeza traspasada por un dolor sin precedentes desde la resaca que siguió a la disolución de Audioslave, se encontró un expediente y un papel impreso sobre la mesa.
Pertrechado con un café y dos analgésicos de la administrativa, se embarcó en la lectura de una tragedia acaecida muchos años atrás.
Un par de líneas le bastaron para darse cuenta de que no era la primera vez que tropezaba con ese apellido. Se llamaba Eigil Riise. ¿Sería posible que el primer niño muerto fuera hermano de Jonna Riise, la vecina de Lukas? Sorprendido, se recostó en el asiento.
Eigil Riise, nacido en 1962, era hijo de Hans y Tove Riise. Habían sido padres muy jóvenes, ya que cuando el pequeño vino al mundo la madre acababa de cumplir diecisiete años y el padre, diecinueve. Vivían algo apartados de Mårslet y no se relacionaban demasiado con la gente del pueblo. Después, el padre empezó a trabajar como maestro y la madre se dedicó a la casa.
El comisario pasó varias páginas hasta llegar al informe policial del 3 de marzo de 1973. Eigil tenía once años recién cumplidos, calculó. Hizo una pausa para beber un sorbo de café mientras pensaba en aquella coincidencia. ¿Sería posible que fuese una casualidad? Si hubieran vivido en puntos distintos del pueblo tal vez lo hubiera creído, pero no, Riise y los Mørk eran vecinos. Continuó leyendo. Una guía forestal que había aprovechado la cálida jornada para hacer senderismo junto al arroyo realizó una llamada de emergencia desde una casa cercana a las dieciséis veintidós informando de que en el agua flotaba lo que parecía ser el cadáver de un niño. Cuando llegó la policía, Eigil estaba muerto. En el curso de la investigación se planteó la incógnita de cómo podía haberse ahogado en un arroyo de tan escasa profundidad. Trokic leyó el nombre del agente que había redactado el informe y se mordió el labio, sorprendido. Luego cogió el teléfono y llamó a Lisa.
—¿Eres familia de un tal Bent Kornelius?
—Por si se te ha olvidado, estoy en Ámsterdam, y me estás llamando al móvil. Pero sí, es primo de mi padre. ¿Por qué?
—Tengo aquí un caso donde aparece su nombre. ¿Sigue aún con nosotros? El nombre no me suena, así, de primeras.
—No, se jubiló allá por 1992, antes de que tú y yo llegáramos a Århus. Era comisario jefe.
—De acuerdo. ¿Vive todavía?
—Las navidades pasadas, desde luego, vivía, porque vino a comer con nosotros el 27. Vive en Gellerup hace una eternidad y está metido en un montón de proyectos locales. Acaba de cumplir setenta y cinco años. Si esperas un momento te puedo localizar su número en la agenda.
—Sí, por favor.
Aprovechó la oportunidad para vaciar el café que quedaba en la taza en la planta de su despacho y limpiar el polvo del alféizar de la ventana con una servilleta. Al cabo de unos minutos la tenía de nuevo al otro lado de la línea.
—Allá va.
Le facilitó un número particular y un móvil y se despidió con un «que lo pases bien». Trokic se quedó mirando el número. Quizá fuera una pérdida de tiempo, pero tenía que averiguar qué ocurría con aquel caso. Tras reflexionar un instante, marcó el teléfono del policía retirado.