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Trokic cruzó la carretera en diagonal y le propinó una patada furiosa a un montón de nieve de color gris. Había llamado para averiguar dónde demonios se había metido la ambulancia medicalizada y le habían informado de que «el plazo de entrega» estimado en la periferia era de entre veinte y treinta minutos en función de las condiciones meteorológicas y el tráfico. Resultado: no habían tenido ninguna posibilidad de mantener con vida a la anciana, gravemente herida, y a las 00:43, hora en que dejó de tener pulso, habían constatado su muerte.

Por si eso fuera poco, varias personas se habían visto obligadas a pisotear la nieve para atenderla, trasladarla al interior de la casa —a una temperatura más sensata— y alejarla del denso humo que salía del cobertizo, que no sólo hacía que costara respirar, sino que además contribuía a aumentar su estado de shock. Eso suponía que era más que probable que hubieran destruido pruebas valiosas, por ejemplo las huellas, y que lo habían contaminado todo con su ADN.

La ambulancia ya se había llevado a la anciana sin vida y los bomberos habían apagado el fuego del cobertizo, o lo que quedaba de él, porque antes de que llegaran, la pequeña construcción había tenido tiempo de arder prácticamente hasta los cimientos. Finalmente, la zona había quedado acordonada y los peritos Kurt y Jan habían asumido el mando.

Sidsel Simonsen había regresado a su casa con el rostro bañado en lágrimas una vez que Trokic se hubo cerciorado de que se encontraba en condiciones de quedarse sola. Ella misma le había asegurado que así era, aunque ahora no resultaba tan evidente. Sin embargo, la casa de Annie iba a estar llena de policías recogiendo pruebas durante varias horas y el comisario se convenció de que la joven no correría peligro con aquel despliegue de coches patrulla por la carretera. No obstante, el miedo que había detectado en su mirada le hacía desear que regresara a su casa, a Århus. Se sentía impulsado a seguir de cerca el asunto o, al menos, investigar si Sidsel se había acordado de cerrar bien la puerta.

Tras escuchar tres temas de Rammstein en el equipo del coche, se había tranquilizado lo suficiente para volver a reunirse con sus compañeros y tomar un café caliente y unas pastitas que habían robado de una fuente que había en la cocina. Se mantuvo al otro lado del cordón para no terminar de complicar el estado de la zona más de lo que ya estaba.

—¿Hay algo que indique que el incendio ha sido provocado, un asesinato?

—Es demasiado pronto —contestó Kurt, que trataba de borrar con la mano el cansancio de sus ojos ojerosos. No parecía conmovido en lo más mínimo y su voz era pausada, como la del médico entrado en años que informa de su enfermedad a un paciente con resignación, pero Trokic sabía que los dos peritos mantenían largas conversaciones cuando se quedaban a solas. A su manera, al parecer mucho más efectiva que cualquier ejército de psicólogos.

—Joder, qué final más doloroso. ¿Qué habrá pasado exactamente? —preguntó el comisario.

—Mi teoría —respondió Kurt— es que por alguna razón se ha metido en el cobertizo y se ha quedado encerrada cuando el fuego ya había comenzado. En lo que queda de la puerta sigue habiendo un cerrojo y está cerrado. Pero, aun así, logró escapar. Al parecer ha conseguido romper el marco de la puerta, seguramente con ayuda de las llamas.

—Ha luchado lo suyo —comentó Trokic.

—Sí. Vamos a sacar moldes de varias pisadas, pero me temo que la mayoría o se han estropeado o son nuestras. Tanto andar de acá para allá… Si no encontramos nada, mi teoría se queda en eso, teoría.

Señaló hacia el jardín con un gesto irritado.

—Estreno cámara —se pavoneó Jan.

—¡Caramba! —exclamó Trokic—, no me digas que Agersund, el fan número uno de la Polaroid, ha aflojado la mosca. ¿En serio?

—Sí.

El perito levantó el equipo.

—Vamos a traer a unos expertos en incendios a que examinen la zona. Hay que determinar el origen del fuego. Y esta vez los de la capital no van a poder escaquearse, les van a encantar tus fotos.

Jan se quedó mirando al comisario.

—¿Qué ha sido de la chica que encontró a la víctima? La del café y la melena.

—La he mandado a su casa. Es la vecina. O digamos que una vecina temporal.

—¿Y no deberías hacer una intentona por ese flanco, Daniel? —insistió mientras colocaba un flash en lo alto de la cámara—. Podrías ir a ofrecerle una inocente protección policial nocturna. Nosotros mantenemos la posición mientras tanto. Tampoco puedes tardar mucho.

Los dos se echaron a reír. Grandes copos de nieve empezaron a descender de nuevo desde el cielo.

—Anda, menos hablar y más trabajar —dijo Trokic ahogando una carcajada—. Está empezando a nevar otra vez, así que a ver si acabáis en lugar de estar ahí haciéndoos los graciosos. Vamos, antes de que la Madre Naturaleza termine de estropearlo todo.