6
Sidsel se dio un coscorrón al tratar de despertar de aquel sueño y encontrarse con el cabecero de la cama. Fuera, todo seguía en penumbra y, sin necesidad de consultar el reloj que había dejado en la mesilla, adivinó que serían cerca de las siete y media de la mañana. Permaneció unos instantes observando el techo estucado mientras trataba de no pensar en la pesadilla. Al principio había soñado que estaba buceando en una cueva de Noruega y se le rompía el traje, es decir: hipotermia y una muerte segura en muy poco tiempo. Después, que sonaba un despertador. Largos pitidos a intervalos de cinco segundos. Con furia. Con insistencia. Y con tanto realismo que había seguido oyéndolos mucho después de despertarse. Se humedeció los labios, resecos y agrietados tras la larga noche, y descubrió que tenía el corazón desbocado. Trató de respirar hondo, como había aprendido, hasta el fondo de los pulmones.
Se sentó y echó un vistazo por la ventana con las manos en los pechos algo fríos y el edredón subido hasta la barbilla. En todos los años que llevaba buceando había tenido muy pocas pesadillas con el agua, aunque a menudo aparecía en sus sueños con los pretextos más ingeniosos. Quizá fuera a causa del arroyo. Y de la enorme tragedia. Había vistas al Giber desde varias ventanas de la casa. A la incipiente luz del día contempló los árboles torcidos que crecían en grupitos, como guardianes, a lo largo del arroyo; aún se veía la cinta roja y blanca de la policía. Nada más llegar el día anterior, intuyó que algo iba mal. El pueblo de su infancia parecía petrificado, atenazado por el temor. La gente hablaba en corrillos en medio del frío de las calles con el miedo pintado en la cara. Nada más llegar a la casa vio a los agentes de paisano y les preguntó de qué se trataba. La espantosa historia del chiquillo le contrajo el estómago en un nudo duro que no la abandonó en toda la jornada. ¿Era acaso un malvado capricho del destino que un chiquillo apareciera asesinado en el agua, su elemento, el mismo día de su regreso al pueblo? Lukas, se llamaba. Eso había dicho uno de los policías. No habían podido darle un apellido y ahora se preguntaba si conocería a los padres.
Obligó a sus piernas entumecidas a salir de la cama, las observó unos instantes, comprobó que estaban pidiendo a gritos que les pasara la cuchilla y se levantó de un salto. Tras echarle un vistazo al revoltijo de ropa que había por el suelo de madera marrón, escogió un chándal Nike y bajó a la cocina. La casa era de unos viejos amigos, Mette y Søren. Estaban buscando a alguien que se la cuidara mientras ellos recorrían Nueva Zelanda en un coche de alquiler, y Sidsel acudió en su auxilio; así podría ponerse manos a la obra con su tesina sobre arqueología marina con calma y tranquilidad.
Se trataba de una construcción de los años veinte que Søren y Mette habían heredado. Estaba pintada en un tono avellana claro, se llamaba Muspelheim y tenía un bonito alzado y ventanitas de cuarterones. Era una casa grande, sobre todo para su época. Unos trescientos metros cuadrados repartidos en tres pisos. Aún no había visto el sótano, y la mayoría de las habitaciones permanecían cerradas y a oscuras para no perder calor. Sabía que todavía quedaba mucho por arreglar, cosas por renovar. La cocina parecía un trasto capaz de tragar cantidades ingentes de electricidad, la encimera era demasiado baja y estaba llena de arañazos, y el linóleo amarillo verdoso del suelo se había agrietado por varios puntos y se ahuecaba por los bordes. De la cocina se pasaba a tres salas con el suelo de madera sin pintar que comunicaban unas con otras. Aquellas salas de estar constituían la joya de la casa, pues eran luminosas y amplias y tenían unos preciosos techos estucados muy bien conservados. Había una estufa de leña antigua, pero aún no la había encendido.
Pertrechada con una taza de café se dirigió al mirador, que estaba orientado hacia el oeste —el lado opuesto al arroyo— y tenía vistas al jardín. La víspera, a su llegada, Sidsel había descargado allí todos sus libros para la tesina. Hasta el momento estaban intactos.
Contempló el jardín en penumbra y se incorporó un poco en el asiento. La nieve estaba aplastada, observó. Alguien había entrado. ¿Un corzo? Eso tenía que ser. Ningún otro animal podía apurar la hierba de esa manera. Le sorprendió que los corzos se alejaran tanto del bosque.
Mientras se mecía adelante y atrás en el sillón se preguntó si aquel viaje habría sido un error. Se sentía aislada y frágil y seguía oyendo el eco de aquel extraño timbre, o más bien pitido, que en sus sueños había sido tan real. Sin embargo, aún no había terminado de beberse el café cuando sus negros pensamientos se esfumaron como globos reventados y volvió a sentirse presente. Podía darse un baño. Tenía la sensación de que sus cabellos castaños estaban completamente enmarañados.
En ese momento llamaron a la puerta. En un gesto reflejo miró el reloj y comprobó con asombro que sólo eran las ocho. Sorprendida y cohibida ante la idea de una visita, trató en vano de alisarse aquel pelo imposible y fue a abrir.
Dos agentes de paisano cubiertos de copos de nieve le mostraron su placa desde el umbral. Lo primero que le vino a la cabeza era que había dejado el coche aparcado en dirección contraria, aunque dudaba de que hubieran ido a molestarla por algo tan tonto.
—Policía judicial. Me llamo Jasper Taurup y éste es mi compañero, Morten Lind. ¿Podemos hacerle unas preguntas?
—Sí, díganme.
—Habrá observado que ayer hubo bastante actividad junto al arroyo. Hemos encontrado a un niño asesinado.
—Los vi ayer cuando llegué y hablé con uno de sus compañeros. Es espantoso. Pero llegué bastante tarde y sólo estoy aquí de prestado por unas semanas, así que me temo que no voy a poder darles demasiada información.
El policía que llevaba la voz cantante levantó el mentón e inspeccionó el recibidor que se abría tras ella. Incluso olisqueó un poco, como si el aroma de la casa fuera a desvelarle alguno de sus secretos. No parecía mucho mayor que ella. Algo menos de treinta. Tenía la cara pálida y la piel marcada a causa de un acné de tiempos pasados.
—¿Dónde están los propietarios de la casa?
—En Nueva Zelanda, pasando unas semanas de vacaciones.
—¿Cuánto tiempo llevan allí?
—Desde Navidad.
—¿Quiere decir que la casa ha estado vacía desde entonces? —preguntó él con una sonrisa escéptica superpuesta a una boca muy pequeña.
—Sólo hace un par de semanas —murmuró Sidsel.
Los dos policías intercambiaron una mirada.
—Estamos registrando todas las casas que hay a lo largo de la carretera. ¿Tiene algún inconveniente en que entremos a echar un vistazo? —continuó Jasper mientras se quitaba la nieve de la cara con una mano delgada.
Ella se mordió el labio. Sí que lo tenía porque, si no recordaba mal, había ropa interior sucia en el suelo del cuarto de baño, las sobras de la cena de la víspera seguían desperdigadas por la cocina y había vaciado las maletas directamente en el suelo del dormitorio. Pero ¿importaba eso acaso? Si tenían que entrar, tenían que entrar. Les abrió la puerta de par en par.
—Pasen.
—Le voy a ser sincero —dijo el pálido agente de cabello rubio oscuro mientras se quitaba la nieve de los zapatos en el felpudo—. Aún no hemos encontrado el lugar donde mataron al niño, así que hemos salido a echar un vistazo. Nos gustaría dar con él lo antes posible, a poder ser. ¿Ha estado en el sótano, en el desván o en ese cobertizo de ahí fuera desde que ha llegado?
—No, pero no hay señales de que haya entrado nadie ni…
Se estremeció ante la idea y las escenas del crimen de un sinfín de películas de terror empezaron a desfilar ante sus ojos a toda velocidad. Aunque… uno de los policías de la víspera le había contado que el niño había muerto estrangulado, así que no habría sangre.
—No estamos seguros de que vaya a ser algo muy evidente, tal vez sólo señales de lucha; además, nos falta su cartera del colegio. ¿Ayer no recogió nada que se hubiera caído o estuviera fuera de su sitio?
—No, todo estaba muy ordenado.
—¿Ha visto algún incendio por la zona?
—Tampoco.
—Bien. Pues, si no le importa, voy a dar una vuelta por la casa mientras mi compañero, Morten, espera aquí con usted.
—Sí, sí, por supuesto.
Una vez que hubieron entrado, cerró la puerta.
—¿Les apetece un café?
—No, gracias. Tenemos unas cuantas casas que revisar a lo largo del arroyo, así que no va a poder ser. Voy a empezar por el piso de arriba y luego iré bajando.
Desapareció por la escalera que conducía a la planta de arriba.
Sidsel se sentó en una de las sillas de la cocina y se sirvió un café mientras esperaba mirando de reojo al policía de aspecto taciturno que aún no había dicho una palabra.
—¿Me podría decir cuál era el apellido del niño? —le preguntó al fin—. Aunque no vivo aquí, soy del pueblo y he pensado que a lo mejor conozco a los padres.
—Mørk, Lukas Mørk —respondió Morten Lind.
Sidsel dio un respingo mientras pasaba ante sus ojos la galería de personajes de su infancia.
—¿Era hijo de Karsten Mørk? Creo que sé quiénes son, aunque no los conozco personalmente.
—Sí, era su hijo.
Karsten Mørk le sacaba al menos diez años y sólo le conocía de vista porque era el hermano mayor de un niño que iba a su clase. En su recuerdo era un hombretón grande y fuerte que evitaba mirar a la gente a la cara y no solía abrir la boca.
Oyó los movimientos del otro policía en el desván. El grifo del fregadero goteaba. Escuchó el insistente golpeteo de las gotas de agua contra el acero por espacio de unos minutos y luego se levantó a cerrarlo bien. Por la ventana de la cocina vislumbró a dos personas adultas y a un niño que habían bajado al arroyo a dejar un ramo de flores junto al lugar donde había aparecido Lukas. Uno de los adultos apoyaba una mano protectora en el hombro del pequeño mientras el otro se arrodillaba a colocar el ramo sobre la nieve. Sidsel sintió un nudo en la garganta.
De regreso en la cocina, el policía que efectuaba el registro abrió la puerta del sótano y, tras unos segundos de ruidos varios, volvió a subir.
—Bonita colección de vinos tienen sus anfitriones —comentó—. Pero, aparte de eso, aquí no hay nada. Vamos a echar un ojo al cobertizo de las herramientas antes de irnos.
Al cabo de tres minutos volvían a estar en la puerta principal.
—Tampoco hay nada fuera de lo normal ahí fuera —anunció Jasper Taurup—. Muchas gracias por su ayuda. Que tenga un buen día.
—No hay de qué.
Estaba a punto de cerrar la puerta cuando el policía añadió:
—Por cierto…
—¿Sí?
—Ha dejado el coche aparcado en sentido contrario.
Le guiñó el ojo.