19
Llevaban cerca de cinco minutos de trayecto y se encontraban a medio kilómetro de Mårslet en dirección sur. Tras recorrer el último tramo por un caminillo de tierra desierto, se detuvieron delante de una antigua granja en forma de U. Al girar frente a la roja casita principal, el viejo Toyota gris del policía local derrapó, haciendo saltar la gravilla que había bajo la nieve. El sol salió un instante y convirtió aquel lugar en algo idílico. La nieve reflejaba sus rayos y por unos momentos Trokic sintió su calor y la ingente cantidad de luz que le hería la retina.
—Se ve que las quitanieves no vienen mucho por aquí —comentó al salir del coche.
Sus zapatillas deportivas desaparecieron de inmediato en un montículo blanco y notó de inmediato un frío húmedo en los calcetines. Debería haberse vestido para salir por el campo. O al menos para protegerse del frío del invierno. El alto y canoso agente se había abrigado con sensatez con un contundente chaquetón acolchado verde, botas militares, una bufanda de lana tejida a mano y unos guantes.
—Aquí viven Tom y Bente Jensen con sus tres hijos —le explicó David Olesen—, aunque ahora mismo no hay nadie. Los he llamado antes de salir. Tenían que ir a unas bodas de plata, pero han dicho que podíamos echar un vistazo sin problema.
—¿A qué hemos venido? —preguntó el comisario mientras trataba de sacudirse la mayor cantidad de nieve posible de las zapatillas.
—Vamos a la parte de atrás, te lo enseñaré.
Trokic atravesó el patio al trote tras el enorme policía y dio la vuelta por detrás de un establo enjabelgado con un tejado de fibrocemento recubierto de musgo. Olía a algo que creyó identificar como boñigas, aunque no estaba seguro. El hedor procedía de un humeante montón de estiércol situado treinta metros a su izquierda. Del establo salía un tintineo de cadenas y un raspar de pezuñas. Esperaba no tener que entrar ahí. Desde que a los ocho años le mordió una vaca blanquinegra durante una excursión escolar a una granja, su entusiasmo por los asuntos alimentarios de cuatro patas cabía en un puño. Y la cosa no mejoró precisamente cuando el granjero le miró con aire escéptico y se obstinó en asegurar que todo había sido producto de la imaginación del pequeño Daniel. Las vacas no mordían. Nunca, insistió. Pero sí, aquella vaca, sí.
Un resoplido rompió el silencio.
—¿Qué animales tienen? —preguntó.
—Algunos caballos y vacas.
—Y ¿de qué color son las vacas?
—Hasta donde yo recuerdo, blanquinegras.
El policía le lanzó una mirada extraña antes de añadir:
—Pero sólo las tienen por hobby. Vamos, es en la parte de atrás.
Detrás del establo había sembrados y los restos de una construcción anterior. Estaba rodeada de unos árboles altos cuyas últimas hojas, marchitas y cubiertas de nieve, susurraban con la brisa. El comisario contempló la escena y, por un momento, aquella desolación le trajo a la memoria las ruinas calcinadas de Krajina y la vil potencia destructora. Pero lo que tenía delante no era una guerra. A pesar de la nieve se veían los cimientos, un par de máquinas oxidadas y algunas columnas de madera aisladas totalmente ennegrecidas que se habían convertido en carbón.
—Son los restos del pajar de Tom. Ardió hace mes y medio —dijo Olesen—. Es uno de los cuatro incendios que hemos tenido este último medio año, el último.
—¿Y los demás? —se interesó Trokic.
—Una casita de juegos, una motocicleta y un cobertizo, en ese orden. Éste es el edificio más grande que ha caído.
El comisario sintió que lo que quedaba de la nieve se le estaba derritiendo en las zapatillas. De algún lugar a su espalda salió el mugido de uno de aquellos seres blanquinegros.
—¿Crees que son provocados?
—Sí. Estoy convencido. En todo el tiempo que llevo por aquí, nunca habíamos tenido nada parecido. Por eso solicité ayuda para investigar el caso más a fondo, pero como pensaron que no se podía incluir en el artículo 180 porque no peligró la vida de nadie y las propiedades perdidas tampoco eran de mucho valor, decidieron que no se le podían dedicar recursos al asunto. Sin embargo, sin pruebas periciales es difícil sacar adelante algo así, de modo que tuve que dejar las cosas como estaban.
Trokic atajó por una zona yerma, recorrió los veinte metros que le separaban de los cimientos y procedió a inspeccionarlos.
El pajar había ardido de arriba abajo, sencillamente. Olesen le siguió a largas zancadas.
—¿Y está totalmente excluido que hayan sido los críos del propio matrimonio jugando con fuego entre el heno del padre? No sería de extrañar que no estuvieran muy dispuestos a admitirlo. Y supongo que el tema del seguro también estará de por medio.
—Ese fin de semana la familia al completo había salido de viaje, así que sí, está excluido.
—De acuerdo. ¿Tienes alguna idea de en qué momento del día han tenido lugar los incendios?
Olesen recogió un pedazo de madera carbonizada de la nieve y lo observó. Medio metro de longitud y de un negro reluciente. Lo que quedaba de un listón del tejado, supuso el comisario.
—Siempre cuando no había nadie en casa, así él o los culpables sabían que podrían trabajar sin que los molestaran. Pero, hasta donde sabemos, todos los casos se produjeron de día o al poco de oscurecer, mientras los afectados estaban en clase o en el trabajo.
—¿Y nadie ha podido echar una mano?
—A falta de ayuda de los expertos de la policía nacional, conté con un par de bomberos que vinieron una tarde a echarle un vistazo al pajar. Quería saber si podían determinar cómo había empezado el fuego. Esa gente ha visto de todo a lo largo de su carrera.
—¿Y pudieron?
Olesen sacudió la cabeza de un lado a otro y se subió más el cuello del abrigo.
—No, pero estuvieron de acuerdo en que lo más probable era que se hubiera iniciado en esa parte, donde se ven esos restos, que se usaba para almacenar el heno, y que a poco seco que estuviera, no habría hecho falta esforzarse mucho para que ardiera. Una vez que el fuego prende en el maderámen de estas porquerías viejas, arden a toda pastilla.
—Casita, moto, cobertizo, pajar —repitió Trokic—. Menos en un caso, siempre va a más. ¿No sabes de nadie en el pueblo aficionado a las cerillas?
—Comprobé inmediatamente si habían soltado a algún pirómano o algo así, pero no.
—Los incendios suelen encubrir otro tipo de delitos y actos vandálicos —apuntó—. Sobre todo, son chavales jóvenes que se aburren o quieren fastidiar a alguien. Pero, a la luz del caso que tenemos entre manos, no nos queda más remedio que tomárnoslos en serio. Es una lástima que estos casos no se hayan investigado, porque ahora estamos sin unas pruebas periciales que podrían habernos sido de mucha ayuda.
—Pues sí, y yo no he sido el único en hablar del tema. Han estado aireándolo en la prensa últimamente, así que a lo mejor se ha armado el revuelo suficiente para que nos dejen investigar el siguiente incendio que haya.
Observaron las ruinas en silencio unos momentos. El policía local empujó otra viga calcinada con el pie. Trokic observó el lugar. No tenía demasiada experiencia con pirómanos y los imaginaba de escasa inteligencia y, por lo general, bajo los efectos del alcohol durante sus proezas. Y adictos al barullo que rodea al fuego y su extinción.
—¿Han salido en los periódicos estos incendios?
—Sí, los han mencionado en varios sueltos, en el Stiften, por ejemplo. ¿Por qué?
—Si se trata de un pirómano, la mitad de la diversión consiste en seguir los trabajos de extinción, verlo todo desde la banda y leerlo en el periódico.
Como si acabara de recordar algo, se sacó los cigarrillos del bolsillo interior y encendió uno. Le ofreció el paquete a su colega, que hizo un gesto negativo.
—Si hay más incendios —continuó—, procura estar allí mientras los apagan los bomberos. No sería raro que el autor siguiese en la zona para disfrutar del espectáculo. Mientras tanto me gustaría ver una copia de todos tus informes sobre los fuegos.
—Por supuesto.
En ese momento sonó el teléfono de Trokic.
—Tengo aquí a alguien que quiere hablar contigo. Es de la ludoteca de Lukas.
La voz de Lisa tenía una increíble frescura dominical. Tal vez se alegrara tanto como él de que Jacob también estuviera en el caso. Era una pena que Agersund se opusiera a que trabajasen juntos. Al comisario no le parecía que fuera a ser fuente de problemas.
—¿Y no podéis hablar vosotros con él? —le preguntó a su compañera.
—No, ha preguntado expresamente por ti.
Trokic suspiró.
—Estoy ahí dentro de veinte minutos. Pídele que me espere.
Cuando concluyó la conversación, se volvió de nuevo hacia el policía.
—¿Crees que podría haber más incendios que no se hayan denunciado?
—Podría ser —contestó Olesen—. En el caso de cubos, contenedores y demás sitios donde se tira basura lo más fácil sería pensar que alguien ha vaciado un cenicero con un cigarrillo mal apagado o algo semejante. Puede parecer un accidente y, además, todos hemos leído noticias sobre incendios provocados por descuidos o por fallos en aparatos eléctricos.
—Desde luego, Lukas estuvo cerca de un incendio, y como no puede ser ninguno de los que me dices, ha tenido que haber uno más del que aún no hemos tenido noticia. La cuestión es dónde coño está.