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Sidsel, a punto de dejarse llevar por el pánico, se tapaba la boca con el forro del abrigo para no vomitar. Los vapores de la gasolina le hacían sentir náuseas y era tristemente consciente de lo que estaba ocurriendo. Alguien pretendía prenderle fuego a la casa para destruir todas las pistas. Y matarla. Se había metido en un callejón sin salida y no había escapatoria posible. Un grito le atenazaba la garganta como un tapón.
En ese instante comenzó. El fuego empezó a correr barandilla abajo y en seguida empezó a devorar la madera reblandecida. En unos segundos prendió en los escalones. Con el fuego llegó el humo. Repasó mentalmente todo lo que había aprendido acerca de las intoxicaciones por humo en el curso de primeros auxilios. En realidad era una asfixia interna provocada por el monóxido de carbono que bloqueaba el paso de oxígeno. El forro del abrigo la protegería del vapor y las partículas de hollín, pero no de los gases tóxicos. Lo principal era mantenerse a ras de suelo. Pero su única vía de escape estaba arriba.
Se refugió en el último rincón del sótano. Parte del humo ascendía y desaparecía por las rendijas de la trampilla. ¿De verdad que iba a acabar sus días de una forma tan absurda? Por un momento pudo ver su propia vida desde fuera y se sintió más pobre que nunca. Había visto gran parte del mundo y tenido muchas más experiencias que la mayoría de las personas, pero ahora le parecía que había llevado una existencia sentimentalmente estéril y desapasionada.
Al recordar el rostro abrasado de Annie Wolters, con los párpados quemados y la piel carbonizada, se estremeció. Entonces lo oyó. A lo lejos. Un ronroneo que se superponía al rugido del fuego. ¿Sería un motor acercándose? ¿Verían el humo desde fuera? Empezó a notar el calor de la madera en llamas. De pronto el coche dejó de oírse. ¿Se había detenido o había pasado de largo?