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Trokic se disponía a salir de la cooperativa con un paquete de cigarrillos en una mano y un bidón de líquido limpiaparabrisas en la otra. A su alrededor todo era ajetreo, como si medio pueblo hubiera decidido hacer las compras del domingo justo antes de la hora de cerrar. En la puerta tropezó con Sidsel Simonsen, que cargaba con una bolsa llena a reventar. Tardó un poco más de la cuenta en reconocerla. Llevaba la larga melena metida en un gorro negro de lana y tenía las mejillas enrojecidas de frío. La submarinista.

—¿Qué, unas provisiones para usted y para el coche? —preguntó haciendo un gesto en dirección a lo que llevaba en las manos.

—Sí, voy hacia casa. Aunque acabo de tomar una infusión con la bruja local y la verdad es que no estoy muy seguro de que se pueda conducir bajo sus efectos.

Ella se echó a reír y por un momento desapareció de su rostro la expresión concentrada.

—Ah, la buena de Magdalena. Es todo un personaje, aunque de lo más inofensivo. Y lo mismo se puede decir de sus infusiones.

Se le había roto la bolsa y, aunque luchaba por evitar que su contenido acabara por los suelos del aparcamiento a la vista de todos, ya llevaba una naranja asomando por el agujero del lateral.

—Déjeme que se la lleve hasta el coche.

—No he traído coche, he venido andando.

—Bueno, entonces la llevo a casa. Antes de que salga todo disparado.

Se guardó el tabaco en la cazadora y le cogió la bolsa.

—Sólo venía a comprar pastillas para encender el fuego y al final he acabado con la cesta llena de todo tipo de cosas —comentó la joven, no sin asombro.

Se apartó para dejar paso a un chiquillo que empujaba un carrito de la compra más grande que él que se le había desmandado por completo en la nieve. Sus ruedas resbalaban sin remedio de un lado a otro.

—Vale —contestó Trokic, que, en vista de que él siempre volvía a casa sin la mitad de lo que necesitaba, evitó hacer comentarios sobre la teoría del gen femenino. Observó su semblante rígido. Parecía tensa y de mal humor ante la muchedumbre—. ¿Todo bien en la otra punta del pueblo?

—Sí, pero la gente está asustada.

Sidsel se sorbió la nariz a causa del frío.

—¿No les ha visto la cara ahí dentro? Estaban rígidos. Pero es normal. En este pueblo hay muchas familias con niños. Mucha gente se ha instalado aquí porque, en teoría, era un lugar seguro para criar a sus hijos.

Titubeó antes de proseguir con voz apagada:

—Ayer vi al padre al lado de la zona acordonada. Discutiendo con alguien.

—¿Hombre o mujer?

—Un hombre.

—¿Qué aspecto tenía?

—No se le veía bien, estaba oscureciendo; pero con el pelo corto y más o menos rubio.

Montaron en el coche y el comisario salió a Hørretvej. Aprovechó el silencio de Sidsel para reflexionar sobre la escena que acababa de referirle. No tenía por qué ser importante, pero no podía dejar de encontrarla extraña. Sin embargo, lo que ahora concentraba toda su atención era la información que le había facilitado Magdalena. De modo que, al parecer, a Lukas le había recogido un coche. Pero ¿cuál?

—Tiene un apellido muy especial —comentó Sidsel cuando torcieron por Bedervej—. ¿Nació usted aquí en Dinamarca?

—Sí, mi madre era danesa, pero el resto de mi familia vive en Croacia.

—¿Y usted nunca ha vivido en Croacia?

—Estuve allí un par de años, durante la guerra, poco antes de cumplir los treinta. En casa de unos familiares, a las afueras de Zagreb. Trabajaba para una organización humanitaria privada que se encargaba de realojar a personas que habían perdido su hogar. Una misión imposible. Hace ya muchos años.

—¿Y decidió ir a pesar de la guerra?

—Sí. Al fin y al cabo era mi familia. Me pareció que no podía quedarme aquí cruzado de brazos…

Se revolvió los negros cabellos. Ya le estaba haciendo falta un corte de pelo, pensó. Lo tenía un poco largo por la nuca y el remolino del lateral parecía haber cobrado vida propia después del paseíto a la intemperie.

—Conocerá un montón de historias de submarinistas, ¿no? —preguntó mientras maniobraba para esquivar un Ford averiado que había a un lado de la carretera.

Ella soltó una risita y empezó a juguetear con la pulsera que llevaba en la muñeca. Parecía obra de un niño, una hilera de bolitas de plástico negras y verdes colocadas al tuntún. Era el único adorno que llevaba.

—Conozco la historia del SS Carnatic, un vapor que naufragó en un arrecife de coral del Mar Rojo en 1869 con un cargamento de monedas de oro a bordo, y la terrible historia de un buzo noruego que desapareció durante una expedición y volvió a la superficie al cabo de cinco días con un puñal clavado en la espalda, pero ya se las contaré otro día. ¿Cómo va el caso? ¿Tienen algún sospechoso?

—No, ninguno —contestó; las cosas como eran.

Aparcó delante de la casa. La joven no había apagado la luz al salir y desde fuera todo tenía un aspecto de lo más acogedor. Se hizo el silencio y por un momento sólo se oyó el sonido de una quitanieves que pasaba.

—Gracias por acercarme —dijo ella al fin—. ¿Le apetece un café?

El comisario consultó el reloj. Había una reunión a última hora y tenía que leer una buena pila de informes antes.

—¿Me lo apunta en la cuenta?