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Lisa soltó la bolsa de viaje en un rincón del pasillo y fue directamente a la mesa de la cocina a abrir la correspondencia. Le estaba haciendo falta un baño para quitarse de encima un par de aeropuertos, y su pequeño apartamento —una combinación de IKEA y mercadillo sobre un fondo de paredes verdes y suelos de madera— parecía, una vez más, el campo de batalla de un superfriki. Periódicos atrasados, botellas y vasos vacíos encima de las mesas, cajas de comida para llevar vacías en la cocina, ropa sucia en el sofá y papeles por todas partes. ¿Existiría el gen del desorden? La posibilidad de declinar su responsabilidad le resultaba de lo más atractiva, pero habría que dejarlo para luego. Jacob no había vuelto y, por lo que decía en su sms, aún tardaría varias horas.
De camino a casa había pasado por su despacho para pasar unos archivos a su portátil. Al parecer, Jannik Lorentzen, del NITEC[3] había tenido suerte y le había enviado el material de inmediato por mensajero. Estaba terminantemente prohibido sacar de comisaría un material como aquél, lo que le hacía sentir una punzada de remordimiento, pero, por una parte, trabajaba a contrarreloj, y, por otra, no quería poner a Agersund al tanto de su corazonada hasta estar más segura.
Arrastró el portátil hasta la mesita del sofá y lo colocó en medio de un mar de mondas de naranja; luego se recogió el pelo en una coleta y se puso cómoda. En el ordenador había un contenedor encriptado con PGP —Pretty Good Privacy—, uno de los métodos empleados por el NITEC para evitar que tan desgarrador material acabara en manos de quien no debía. Por desgracia, un sinfín de pedófilos a lo largo y ancho del mundo se servían del mismo procedimiento para proteger las imágenes que guardaban en sus ordenadores. El PGP era efectivo. Una vez encriptados, los archivos pasaban a ser una especie de paquetitos encantados imposibles de abrir sin las palabras mágicas, con lo que los investigadores acababan por ahí dando patadas y tirándose de los pelos.
Abrió el contenedor y echó un vistazo a los archivos. Se trataba de ocho fotografías en color escaneadas donde se veía el reloj de pared y que probablemente tenían todas el mismo origen. La mujer morena aparecía en varias de ellas. En su momento, la policía las había considerado de extrema gravedad, puesto que aquellas agresiones demostraban una total falta de escrúpulos, y las había clasificado en la sección de bondage y torturas. Ahora estarían consideradas como lo que el fiscal general del Estado había dado en llamar clase 3, que incluía, por ejemplo, imágenes de coacción, amenazas y violencia con agravantes. Sacudida por fuertes estremecimientos, Lisa paseó la mirada por las escalofriantes imágenes, y al reconocer lo que era capaz de provocar la mano humana se sintió recorrida por una nueva oleada glacial. Recordó cómo había ido forjando ese reconocimiento en sus años en el NITEC al enfrentarse a la terrible verdad de lo que podía llegar a hacer un ser humano. Primero reconocías que era posible. Luego, la cantidad de personas que eran capaces de llevarlo a cabo. Cosas tan atroces que para alguien normal suponían un muro infranqueable. Era excesivo, tan inconcebiblemente excesivo que si llegaba a comentarlo con colegas dedicados a otro tipo de casos, se les velaban los ojos, se bloqueaban y la dejaban a solas con lo que sabía. Ni podían ni querían oírlo. Era insoportable.
Pasados unos minutos, aquel frío se enquistó en su interior —como tantas otras veces— lo bastante para permitirle continuar adelante. El informe que acompañaba a las fotografías llegaba a la conclusión de que lo más probable era que se tratara de un revelado casero. Aquellas imágenes habían alcanzado una popularidad enorme e incluso al cabo de tantos años seguían circulando copias escaneadas entre los pedófilos. De cuando en cuando tropezaban con alguna de ellas en internet, donde los pedófilos llevaban a cabo la mayor parte de su actividad de intercambio. Podía ser en un chat como los de Undernet, en uno de los muchos canales que no exigían más que la instalación de un programa extremadamente sencillo o se podían abrir directamente en la red, y a intercambiar fotos de críos. Pero también existían lugares donde estaban en venta, webs de pago. Lisa sabía que ese tipo de fotografías, cuando eran nuevas, estaban cotizadísimas y podían suponer un negocio muy lucrativo para su fuente.
Sin embargo, aquellas imágenes en concreto se encuadraban en un período de tiempo limitado. Sólo existía esa serie y la niña y el marco en que aparecía no se repetían en versiones posteriores. Algunos participantes del curso al que Lisa había asistido ocho años atrás habían expresado su preocupación por la pequeña, a la que creían muerta a causa del maltrato. Aunque eso no significaba que el autor de los hechos no hubiera sacado más fotos en otros lugares.
Lisa sabía que llevaba mucho tiempo llegar hasta ese punto con los pequeños. No se trataba de desnudos casuales, sino de algo que requería una sistemática labor de erosión de los límites del niño. Y, en cierta forma, esa elaboración psicológica era casi lo más repulsivo. El explotador se hacía con el control del niño y le hacía creer que el sexo con el adulto era lo más natural.
Dejó escapar un hondo suspiro. Ya estaba otra vez con las narices metidas en el lado más infame de la delincuencia y se sentía acosada por su buena memoria y por el pasado. Era un trabajo espantosamente desalentador. De las más de quinientas mil imágenes de pornografía infantil que estaban en manos de la Interpol, sólo se había llegado a identificar a quinientos niños, lo que dejaba a un terrorífico número de criaturas, almas robadas, viviendo abandonadas a su suerte en una realidad situada más allá de los límites de la comprensión humana. Un abuso ya era bastante nauseabundo, pero tener que pasar el resto de tu vida sabiendo que las imágenes que daban fe de él circulaban por la red para estímulo de Dios sabe qué tipo de seres, era espeluznante. Muchos consumidores de pornografía infantil se justificaban diciendo que no eran más que fotos y que ellos no abusaban de los niños, pero las cosas no eran así. Detrás de cada fotografía se ocultaba un abuso y el interés por las fotos contribuía a sostener esa industria.
Sus lóbregos pensamientos se vieron interrumpidos por el timbre del teléfono. Reconoció de inmediato el número de Jannik Lorentzen. ¿Qué querría? ¿Volvería a tratar de convencerla para que regresara a Copenhague? Había oído que andaban buscando tres o cuatro colaboradores nuevos. Descolgó algo indecisa.
—¿Te han llegado las fotos? —preguntó él sin más preámbulos. Las conversaciones intrascendentes y las introducciones nunca habían sido lo suyo. Tal vez por tener un trabajo en el que nunca había un minuto que perder.
—Sí, gracias. Eran justo las que decía. Un trabajo estupendo, te estoy muy agradecida.
—Te llamo porque me he acordado de otra cosa —prosiguió su antiguo jefe—. Estamos trabajando en un caso de los gordos, algo en la línea del caso Mjølner.
La voz de Jannik se tornó ligeramente más grave y Lisa se estremeció. Cuando a Jannik le cambiaba el tono de voz era señal de que estaba muy impresionado.
—No quiero aburrirte con detalles —continuó— porque tú los conoces mejor que nadie, pero el caso es que cuando estaba reuniendo el material que me habías pedido me he dado cuenta de que se parecía mucho a otras fotos que hemos encontrado últimamente.
Lisa sintió que el cuerpo se le ponía en tensión y el teléfono se le humedecía en la mano.
—¿Cómo que se parecía?
—Es más que nada una sensación. Hace una semana confiscamos el ordenador de un matrimonio de Odense y encontramos miles de fotos. Suponemos que las descargaban, intercambiándolas o pagando, de webs de todo el mundo, de manera que a partir del contenido de su ordenador estamos localizando a todos los distribuidores que podemos. Entre todas esas fotos había una serie, a la que hemos bautizado como Edén, mucho más brutal que las demás. Clase 3. Bondage, torturas, en esa línea. Más o menos del mismo estilo que la serie del reloj. Pero la calidad que tienen indica que son relativamente nuevas. Una resolución muy alta. Digitales. Además, estamos seguros de que son de Dinamarca. Ya sabes, los enchufes, los radiadores…
—¿Los detenidos de Odense se están mostrando colaboradores a la hora de dar datos?
—No, así que no sabemos de dónde las han sacado. Al menos de momento.
Le oyó encender un cigarrillo y darle una calada.
—¿Y el motivo de las fotos? —preguntó la inspectora.
—En unas un niño y en otras una niña. No muy mayores, unos cinco o seis años. Pero ayer estuve hablándolo con un colega americano que cree haber visto más de la misma localización, aunque algo anteriores. Si es cierto, esas agresiones vienen teniendo lugar desde hace años. Ya sabes… hay series de fotos que por lo visto son imprescindibles en la colección de cualquier pedófilo y, a juzgar por su popularidad, ésta es una de ellas. Por ahora parece que las están vendiendo a través de una página rusa, su autor tiene que estar sacándose una pasta.
—Pero ¿por qué crees que tienen algo que ver con la serie del reloj?
—Sobre todo, por las fotos de la niña. La forma en que la han atado a la silla. Parecen los mismos nudos. Pero claro, siempre podría ser una imitación.
—Quiero verlas —decidió Lisa.
—Vuelvo a mandarte al mensajero y mañana las tienes.
Cuando colgaron, Lisa permaneció sentada unos momentos observando las luces de la ciudad por la ventana. No quedaba más remedio que enseñarle las fotos antiguas a Trokic, pero era tarde, así que tendrían que ir a verle a su casa. Ella y el portátil.
Se disponía a salir por la puerta cuando llegó Jacob. Percibió de inmediato que algo iba mal y por un instante todo su mundo se paralizó como si el tiempo se le hubiera echado encima de golpe.
—Iba a ver a Trokic. ¿Qué ha pasado?
Por un segundo pareció poco dispuesto a contárselo. Tal vez una mentira piadosa. Sin embargo, al final se decidió.
—Trokic dice que al parecer han visto a Sinka en Belgrado.
Era como si acabara de dejarle de latir el corazón. ¿Cómo luchar contra el fantasma en que se había convertido esa mujer? Jacob le había hablado de su amor y ella no se había sentido amenazada, se trataba de algo pasajero y superficial que jamás había conocido un día a día y cuya intensidad se había visto multiplicada por la impotencia de la guerra. Sin embargo, el dolor que había en la mirada de Jacob era auténtico, e independientemente de sus propias opiniones, para ella eso era lo que contaba.
—¿Y qué? —le preguntó con rudeza—. ¿Qué piensas hacer? ¿Salir corriendo detrás de un espectro y tratar de encontrar algo que existió hace doce años? ¿Y qué pasa conmigo, si puede saberse? ¿De verdad crees que pienso quedarme sentada esperando?
—No, no voy a ir —contestó él evitando su mirada, una mirada que solía oscurecer sus ojos azules y despertaba sus más cálidos sentimientos. En esta ocasión no.
—Pero ¿quieres que la encuentren?
—Supongo que es natural, ¿no?
De pronto sintió deseos de pegarle. ¿Cómo podía creer que iba a aguantar algo así? Qué quería, ¿que aplaudiera y le felicitase?
—Hacéis una pareja que te cagas Trokic y tú. Que te den.
Echando espumarajos de rabia cogió el portátil y se alejó precipitadamente, no sin antes cerrar de un buen portazo.