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El comisario Daniel Trokic entró en el Instituto de Medicina Forense a las ocho y media en punto y saludó a los presentes. Había dormido mal tras varias horas en vela dándole vueltas al asunto del vídeo. Lisa Kornelius se encargaría de analizar las imágenes y tratarlas, pero primero estaba la autopsia.

Su relación con aquel lugar era difícil. Se trataba fundamentalmente de un problema de olores. Aquel tufo dulzón le activaba la memoria y le hacía revivir las imágenes de la guerra. Sin embargo, una vez en la sala de autopsias se dio cuenta de que aquel día no había pensado en su aversión hacia el instituto una sola vez. Los padres de Lukas habían identificado al pequeño a última hora de la noche anterior y Trokic se alegraba de que no tuvieran que presenciar lo que venía a continuación.

Por parte de la jefatura se encontraban allí la inspectora Lisa Kornelius y Kurt Tønnies, el jefe de la científica, que iría fotografiando la operación. También estaban allí el forense Torben Bach y su ayudante, así como dos estudiantes de entre veinte y treinta años, chico y chica. El comisario captó la mirada de Lisa. Bajo su serena expresión pudo percibir todo su horror al ver cómo introducían en la sala a Lukas Mørk. Las venas del cuello le palpitaban desbocadas y los músculos de su mandíbula estaban en tensión.

Lukas seguía llevando la ropa puesta, unos vaqueros azules, unas Kawasaki blancas, un suéter celeste con un estampado de tortugas y un anorak verde sin capucha. También continuaba teniendo el sedal enroscado al cuello. El aire volvió a llenarse de un débil olor a quemado. Trokic jamás había presenciado la autopsia de un niño y lo antinatural que encerraba aquella escena le afectaba. Tenía el presentimiento de que sería como volver a asistir a una autopsia por vez primera.

Fueron fotografiando, examinando, retirando e introduciendo cada prenda en bolsas de papel etiquetadas. La policía se las llevaría como pruebas del caso. Sólo entonces pudo Bach comenzar el verdadero examen.

—Como habíamos concluido, lo estrangularon con esto —dijo el forense.

Colocó dos trozos de cinta adhesiva alrededor del sedal e hizo un corte entre ambos. No era la primera vez que Trokic lo veía. Así se conservaba intacto en todo su perímetro con nudos y demás. Después lo introdujo con cuidado en una bolsa que le tendió al comisario.

—Se lo enrollaron alrededor del cuello varias veces, bloqueando las venas y parte de las arterias, con lo que obstaculizaron la llegada de oxígeno al cerebro. Eso ha originado una serie de hemorragias por asfixia y también algo de sangrado en la pituitaria.

—¿Qué es eso que tiene en la cara? —preguntó el estudiante.

Le temblaba un poco la voz, pero se le veía entero. Todos se volvieron a observar una mancha que había en la mejilla del pequeño; parecía suciedad.

—Hollín —confirmó Bach—. Por lo visto estuvo bastante cerca de algún fuego. Tiene rastros de hollín en varios sitios más. En mi opinión, es muy posible que sufriera una intoxicación por inhalación de humo, pero eso ya lo veremos en las vías respiratorias cuando abramos.

Siguió adelante con la grabación de su informe.

—Hay marcas visibles de arañazos en la parte exterior del cuello por debajo del maxilar, probablemente causadas por las uñas del propio niño en su intento de apartar el hilo. Luchó lo suyo. Presenta, además, dos cardenales antiguos en el hombro, diría que de entre hace cuatro y cinco días. Podrían indicar que alguien le cogió por el hombro. Tiene las manos llenas de quemaduras de segundo grado con formación de ampollas y deterioro de la piel. El alcance y el tipo de las lesiones indica que estuvo en contacto directo con fuego.

Cuando terminó de repasar el resto de la parte frontal del niño sin hacer más comentarios de especial relevancia, procedieron a colocar el cadáver boca abajo.

—Hay livideces dispersas por toda la parte posterior del cuerpo. Son estas zonas enrojecidas que veis aquí —les explicó a los estudiantes—. Es por la ley de la gravedad, que hace que la sangre descienda a las partes más bajas del cuerpo y resulte visible a través de la piel. Estas livideces no aparecen en los puntos donde la piel se apoya directamente sobre alguna superficie; hacen acto de presencia entre media y una hora después del fallecimiento y se van volviendo cada vez más visibles hasta pasadas diez o doce horas del momento de la muerte. Entre las cuatro y las doce horas posteriores al óbito es posible que cambien de posición si, por ejemplo, se da la vuelta al cadáver. En este caso son algo difusas, pero podéis ver que en algunos puntos la mayor parte del peso del niño se ha concentrado en las ramas, mientras que en otros prácticamente ha habido una situación de ingravidez porque el agua ha hecho flotar el cuerpo. También se ven en la parte de la nuca por donde pasaba el hilo.

Trokic pensó en la ropa que acababan de quitarle. Había tierra en el abrigo. Con toda probabilidad, le habían arrastrado por el suelo antes de arrojarle al arroyo, donde la corriente le había alejado un trecho hasta atascarlo entre las ramas donde le encontraron. Pero después la nieve había borrado cualquier rastro.

Las manos expertas de Bach procedieron a comenzar la parte de la exploración a la que más había temido enfrentarse el comisario.

—No hay lesiones visibles en boca, recto ni genitales que revelen la existencia de una agresión sexual —le confió el forense a su grabadora.

Trokic se quedó algo más relajado y empezó a albergar una esperanza. La de que a Lukas le hubiesen ahorrado esa parte.

—Esperaba otra cosa —murmuró Lisa—. Aunque apareciera vestido. No sé, algo. Una señal. Un poco de semen en el cuerpo o en la ropa.

—¿De verdad? Eso es porque tú no ves los casos de maltrato infantil que investigo yo —intervino Bach—. Pero no he terminado. No hay que olvidar que hay agresiones sexuales que no dejan huellas visibles ni siquiera en los chicos. Voy a tomar muestras para que hagan un análisis microscópico en busca de semen y realicen una prueba de ADN.

—Aunque no encontremos nada, eso no quiere decir que el móvil no sea sexual —apuntó Trokic—. Quizá el asesino no tuviera tiempo para rematar su obra o tal vez causarle dolor al niño fuera suficiente satisfacción para él. No sería el primer caso de sadismo y pedofilia. No podemos descartar ninguna posibilidad. No hay que excluir absolutamente nada. Pero es mejor que esperemos a tener los resultados de las pruebas antes de lanzarnos a hacer cábalas.

—Tiene algo amarillo en el pelo, ahí, en la nuca —observó el estudiante, señalando.

Bach sacó unas pinzas y extrajo un mechón casi invisible.

—Para vosotros también —dijo el forense—. Ayer se nos escapó delante mismo de las narices.

Trokic se acercó a estudiar de cerca aquella diminuta pelusilla.

—¿Qué tipo de fibra es? —preguntó.

—Es hilo, probablemente una mezcla de varias cosas.

—¿De una alfombra o de ropa?

—Quién sabe —contestó Bach pacientemente mientras intentaba rascarse el mentón con la mano enfundada en un guante—. Eso tendrá que determinarlo vuestro experto en fibras.

Siguió una hora de concienzudo trabajo con los órganos internos de la víctima. Trokic, con la mirada ausente, contemplaba las laboriosas manos del forense al tiempo que procuraba hacer caso omiso de los sonidos que oía. El propio Bach parecía tan tranquilo como de costumbre, y el comisario no pudo dejar de preguntarse a cuántos niños habría hecho la autopsia a lo largo de su carrera. Era uno de los pocos forenses de todo el país autorizado para llevar a cabo ese tipo de exámenes en casos de asesinato, de manera que cualquier menor que hubiera muerto de forma violenta en la región, a la fuerza tenía que acabar sobre su mesa. Y Bach llevaba muchos años en activo. Al menos veinte, calculó. Además, su padre también había sido catedrático de Medicina Forense y había escrito varios volúmenes sobre el tema, y su hija Christiane, una estudiante de Medicina de veinticuatro años, había anunciado recientemente que se disponía a seguir sus pasos.

—Hay hollín en las vías respiratorias inferiores —les comunicó Bach—. Voy a tomar una muestra para analizar el grado de saturación de carboxihemoglobina en la sangre. Eso nos dirá hasta qué punto le afectó el humo. Aunque, sumado a las quemaduras… bueno, tuvo que afectarle mucho.

—¿Y cuándo conoceremos la respuesta? —preguntó Trokic.

—Voy a mandar la muestra al laboratorio ahora mismo, así que tendrás noticias a lo largo del día.

El comisario masticó el dato. Si el niño había sufrido una intoxicación de ese calibre, ¿por qué no había muerto en el acto? ¿Por qué estrangularle además? No tenía sentido alguno.

Trokic aguardó a que Kurt Tønnies sacara las últimas fotografías y recogiera todo lo que tenía que llevarse la científica. Se sentía agotado y con la vista cansada después de pasar tan largo rato bajo aquella luz tan hiriente que le hacía ver puntitos. Bach se quitó los guantes y empezó a lavarse las manos.

—Estoy esperando a que llegue el informe de nuestro radiólogo de un momento a otro.

—¿Radiólogo? —se sorprendió Lisa.

—Sí, hemos hecho un escáner antes de la autopsia. Os llamaré en cuanto hable con él. Imagino que aún no habéis interrogado al médico de cabecera, pero yo creo que deberíais contrastar los resultados de nuestro escáner y la información que os proporcione ese médico para haceros una idea del historial del niño.

—Lo haremos —contestó Trokic.

—Y luego están esos cardenales que he descubierto. Son marcas antiguas. Alguien le agarró. Yo en vuestro lugar no perdería de vista a los padres.