50
Muy cerca del despacho de Trokic se encontraban el inspector Jacob Hvid y Gabriel Jensen en una sala de interrogatorios. Al encontrarse a los dos policías a la puerta de su casa en Mårslet, se había quedado de una pieza y los había acompañado al coche sin rechistar. Y sin andador.
Jacob tenía la sensación de que Jensen sabía lo que le esperaba. Estaba blanco como la cera y sus ojos de color cemento vagaban sin descanso.
—Vaya, ¿se acabó el andador? —comenzó el inspector.
—Supongo que sí —murmuró él—. Ya no lo necesitaba.
—Por lo visto hacía ya algún tiempo, si hemos entendido bien el testimonio de ciertos testigos. Se le ha visto a usted, por ejemplo, comprando en la cooperativa. Y, por si eso no bastara, el jueves 4 de enero a eso de las tres y media una mujer vio a Lukas Mørk subir a un coche en Hørretvej, un coche muy parecido al que tiene usted en su garaje.
El semblante de Gabriel Jensen era prácticamente inexpresivo. Se produjo un largo silencio durante el que permaneció con la mirada perdida.
—Me lo llevé —dijo, por fin, espirando como si llevara días conteniendo el aliento.
—Cuéntemelo todo desde el principio —le ordenó Jacob, que trataba de ocultar una creciente agitación.
¿Estaría a punto de hacer una confesión? ¿De darle la explicación que tanto tiempo llevaban esperando? Casi no se atrevía a respirar por miedo a interrumpir el curso de los pensamientos de aquel hombre.
—Iba en el coche cuando le vi a un lado de la carretera. Parecía muy pequeño en medio de aquel frío glacial, pero iba bien abrigado. Paré y abrí la puerta del copiloto. Le pregunté si quería venir a casa conmigo a ver dos ejemplares nuevos de mi colección. Al principio dijo que no, tenía que irse a su casa, pero yo le dije: «Venga, que no tardamos nada». Y él se montó en el coche de un salto.
—¿Así, sin más? ¿Pretende que me crea que se subió al coche de un desconocido solamente para ver unos insectos?
—No era un desconocido —replicó Gabriel—. Había estado en mi casa muchas veces, seguía mi colección. A veces también veíamos una película, pero eso sólo era cuando sus padres creían que estaba en casa de algún amiguito.
—O sea, que sostiene que se conocían. ¿Y cuándo comenzó esa… eeeh, relación?
—Hace un año. Un día me lo encontré en el sembrado que hay detrás de mi casa. Estaba buscando insectos, se le daba estupendamente.
La voz de Gabriel adquirió un tono más vehemente.
—Sabía distinguir perfectamente las diferentes especies. Yo le invité a venir a ver mi colección. No la ha visto casi nadie. Hay que reconocer que es preciosa…
—¿Y ya de paso aprovechaba la ocasión para toquetearle un poco cuando iba a su casa o qué? —preguntó Jacob, procurando que no se percibiera el asco en su voz.
—No, no he tocado a un niño en mi vida. Simplemente me caen bien.
—Pero ¿le excitan?
Gabriel bajó la mirada y no respondió.
—El jueves pasado, cuando le recogió, ¿adónde se lo llevó? ¿A su casa? ¿Le torturó con fuego?
—¡No, no, no! —exclamó Gabriel con voz asustada—. No le hice nada. Fuimos a mi casa y él tomó un refresco y yo una cerveza. Luego estuvimos un rato mirando los escarabajos que he capturado este otoño y hablando de ellos. Después pareció olvidarse de la hora y me preguntó si podíamos ver una película, pero no me atreví. Ya me había expuesto bastante al llevármelo y sus padres le estaban esperando, así que volví a dejarle más o menos cerca de donde le había recogido. Después no volví a verle.
Jacob se recostó en la silla y masticó lo que acababa de oír.
—¿Cuánto tiempo pasó? —preguntó al cabo de un rato.
—No lo sé, tal vez media hora; no, yo diría que más bien una.
Recordó la cámara de seguridad de la panadería. La historia de Gabriel Jensen encajaba con la hora a la que había pasado el niño por delante de la tienda. Pero entonces, ¿quién era la persona que aparecía en la imagen?
—¿Y no será que luego cambió de opinión y siguió a Lukas después de dejarle?
—No, no. Volví a casa y ya no volví a saber nada de él hasta que vi las noticias la noche siguiente. Y me entró miedo.
—¿Miedo de qué?
—De que descubrieran que había estado aquí. Sé cómo funcionan los policías, siempre piensan lo peor.
—¿Y por eso se le ocurrió el oportuno truquito del andador?
Asintió mientras se secaba un brillante hilillo de baba del mentón. Jacob sabía que no podía dejarle marchar. Si Gabriel Jensen era culpable, no podía dejar que anduviera suelto por la calle.
—Tengo muchísima sed —dijo—, muchísima sed. Necesito una cerveza.
—Va a tardar algún tiempo en volver a beberse una cerveza —contestó el inspector.
Consultó su reloj.
—Son las once y cuarenta y dos minutos. Queda usted detenido. Acusado del asesinato de Lukas Mørk.