16
Trokic aparcó en Bedervej, detrás de un descomunal montón de nieve de hechura cubista que se había ido formando a base de sucesivas visitas de la máquina quitanieves, y atravesó parte de un campo para llegar al lugar de los hechos, a la orilla del Giber. Gracias al cordón policial, que aún seguía allí, aleteando al viento, el área delimitada resaltaba en el uniforme paisaje desde cierta distancia. Esa misma mañana había enviado dos equipos a revisar las casas de la zona con la esperanza de que encontraran la escena del crimen, pero sus primeros informes telefónicos habían sido algo mustios y consistían, sobre todo, en invocaciones frustradas y desorientadas manifestaciones de lo que les gustaría «hacerle a ese cerdo cuando lo cogieran». Al menos los agentes estaban calentitos.
El agua del arroyo bajaba con fuerza y el nivel parecía haber aumentado ligeramente. El policía local le había contado que el Giber ocupaba un lugar muy destacado en la historia del pueblo y en la conciencia de sus habitantes. Sin embargo, ahora las aguas discurrían negras e inquietas y la idea de que alguien hubiera abandonado a un niño en el gélido elemento confería a aquel lugar un aire rudo y poco acogedor. El comisario imaginaba perfectamente la indignación de los vecinos ante aquella atrocidad, que no sólo había puesto fin a una vida joven e inocente, sino que además transformaba su santuario oficioso en algo sucio y cruel. Y el miedo que de repente había embargado a todos los padres.
Contempló el lugar intentando comprender, pero era como si aquel sitio se negara a hablarle. Como si la nieve cubriera el delito. Llamó al centro técnico y pidió que le pasaran con Kurt Tønnies, el jefe de los peritos. Al otro lado de la línea se oyó un bufido irritado que tradujo como «me pillas ocupado en otra cosa, ¿no puedes esperar a que te mande el informe más tarde?». No, no podía.
—¿Qué es lo que quieres saber? —preguntó Tønnies mientras ilustraba su quehacer con elocuentes ruidos que obligaron a Trokic a apartarse el auricular del oído.
—El sedal. ¿Le habéis echado un vistazo?
—Me temo que ahora lo llaman línea de pesca —dijo el perito—, y sí, Jan se ha pasado toda la mañana hablando con el fabricante y con varios distribuidores de la ciudad. Se trata de un hilo de fusión de 0,25 mm de la marca Berkley Fireline en color blanco. Es relativamente común y lo venden en bastantes sitios de internet.
—¿Para qué sirve?
—Por lo visto es muy corriente para la pesca del salmón y la trucha. Yo no soy pescador, pero dicen por ahí que es estupendo.
—O sea, que es de alguien que ha pescado en el arroyo. Eso ya nos lo imaginábamos. ¿Y es muy caro? ¿Tenéis precios?
El perito revolvió unos papeles y le dio una cifra.
—Bueno, entonces no parece muy probable que nadie se dejara una bobina por ahí tirada —concluyó Trokic.
Echó a andar de un lado a otro para entrar en calor. Su cazadora de cuero no estaba mal en otoño y durante las primeras semanas del invierno, pero no era lo más adecuado en condiciones polares. Además, su mano izquierda, con la que sostenía el teléfono, empezaba a entrar en estado de congelación. Al menos ésa era la sensación que tenía.
—¿Me pasas con Jasper, por favor?
Al cabo de unos segundos tenía al inspector al aparato.
—Localízame a unos cuantos pescadores por la zona y averigua si alguno de ellos usa un hilo Berkley Fireline de 0,25 mm de color blanco. Y si no hay suerte, pregúntales si saben de algún pescador, no importa que sólo sea un aficionado, que utilice ese hilo. Supongo que durante la temporada habrá mucha gente que baje a pescar al arroyo y que muchos de ellos se conocerán.
—Claro. También puedo preguntar en las tiendas de pesca deportiva y en los foros de internet.
—Sí, y ponte en contacto con los distribuidores para que te den una lista de personas a las que les han vendido esa marca. Es muy probable que las tiendas online conserven los datos de los compradores y si tenemos suerte nuestro hombre comprará en internet.
—Voy a acabar juntando varios miles de nombres, así que hablamos dentro de un par de años —suspiró Jasper.
—Que te echen una mano Anne Marie o Ahmed si la cosa se pone muy cuesta arriba.
—Vale. Ya te cuento.
Al otro extremo de la línea colgaron con un chasquido.
En ese instante, Trokic reparó en una joven de cerca de treinta años que retiraba la nieve de la entrada de la casa más cercana con una pala. Con las nubes que oscurecían el cielo amenazando con dejar caer su carga de un momento a otro, parecía un proyecto digno de Sísifo. El comisario puso rumbo hacia allí de inmediato y le mostró la placa. Ella le echó un rápido vistazo.
—Comisario Daniel Trokic. Soy de la policía judicial.
—¿Sí? Ya he hablado con algunos colegas suyos. Estuvieron registrando la casa, pero no encontraron nada. ¿Ya han encontrado el sitio donde le mataron?
—Todavía no.
—La verdad es que no les fui de gran ayuda.
Le explicó que unos amigos le habían prestado la casa mientras recorrían Nueva Zelanda. Hablaba despacio porque estaba acalorada después del trabajo con la pala y se recogió los largos cabellos castaños en una espesa coleta. Cuando la sujetó con una goma que se sacó del bolsillo, Trokic entrevió por un instante un pequeño tatuaje que llevaba junto a la oreja. ¿Qué era? ¿Un delfín?
—Entonces, ¿no es del pueblo? —se interesó.
—Sí, me crié aquí, pero ahora vivo en el centro de Århus. Sólo he venido a escribir mi tesina.
—¿Qué estudia?
—Arqueología Marina.
La joven esbozó una sonrisa casi de disculpa, como si se sintiera obligada a dar explicaciones.
—Eso suena a barcos hundidos, ¿no? —apuntó él.
—Sí, sobre todo barcos hundidos y asentamientos humanos. Muchos asentamientos de la Edad de Piedra quedaron cubiertos por el mar hace seis mil años.
—¿Conocía al niño al que han matado? ¿O a su familia?
Ella dejó la pala y se secó el rostro. El comisario observó que tenía varias cicatrices en la cara. Diminutas. Como si se hubiera cortado con algo infinitamente pequeño y afilado. Tenía una de un milímetro junto a la comisura de los labios y otra bajo el ojo derecho. Su mirada era firme, pero tras sus ojos de color gris azulado se escondía cierta reserva.
—Sólo conozco al padre de vista. Es el hermano mayor de uno de mis antiguos compañeros de clase.
Trokic sacó su tarjeta y se la tendió con los dedos anquilosados de frío.
—¿Le importaría echarle un vistazo de vez en cuando a esa especie de monumento improvisado y llamarme si advierte cualquier tipo de conducta sospechosa?
Señaló hacia el punto donde acababa la zona acordonada y se extendía un mar de ramos de flores.
—Claro que no. Se ve desde la ventana de la cocina. Ya ha venido mucha gente. La mayoría deja un flor y se vuelve a marchar.
—Ya, pero llámeme si alguien hace algo extraño o viene repetidamente.
La joven estudió la tarjeta que le había dado. En sus labios se insinuó una agradable sonrisa de medio lado.
—No se preocupe, lo haré.
Regresó al pequeño remanso donde había aparecido el niño y se quedó contemplando el punto donde se acumulaban las ramas. ¿Por qué lo habrían tirado al agua? El Giber no era muy hondo y en varios puntos se podía cruzar casi sin llegar a mojarse los zapatos. No era un río cuya corriente pudiera arrastrar aquella terrible historia consigo al fondo o llevarla hasta el mar, y tampoco un océano donde un cadáver pudiera desaparecer para no volver jamás.
No obstante, el agua siempre era una ayuda a la hora de destruir pruebas periciales, y muchos asesinos lo sabían perfectamente y lo tenían en cuenta a la hora de deshacerse de su carga. Sin embargo, la situación de la víctima entre las ramas tan cerca del pueblo parecía más bien fruto de un impulso. De la desesperación. ¿Por qué no conducir el cadáver a un lugar más aislado y abandonarlo allí? Cualquiera de los lagos de la zona habría sido una elección más acertada.
Recordó lo que había dicho Lisa acerca de la hora que se veía en la imagen del vídeo. Lo había comentado con el guía canino a cargo de Kashmir y le había preguntado si cabía la posibilidad de que el animal hubiese perdido el rastro entre la nieve de Hørretvej, pero el guía no había dado su brazo a torcer e insistía en que al crío tenía que habérselo llevado un coche poco después de salir de la ludoteca. Luego siguió una larga perorata sobre el curso avanzado de rescate en avalanchas al que el pastor alemán había asistido en Austria, rematada por la frase: «Kashmir nunca se equivoca».
En ese momento sonó el teléfono. Era David Olesen, el policía local. Hablaba con una voz grave y oronda y Trokic recordó que era un gigante de cerca de dos metros con una caja torácica como el parachoques de un Chevrolet antiguo.
—Me he acordado de una cosa —rezongó.
—¿Sí?
El comisario sacó la cajetilla de tabaco y encendió un cigarrillo. La ley antitabaco acababa de quedar derogada, decidió en solitario.
—Todo parece indicar que Lukas Mørk estuvo cerca de algún fuego.
—Sí, en efecto. El forense confirmó que se trataba de quemaduras. Esta mañana hemos mandado algunos efectivos a buscar sitios quemados por la zona, pero por ahora no ha habido mucha suerte. Ése es uno de los grandes misterios del caso.
—Me gustaría enseñarte una cosa. ¿Podemos vernos en Mårslet mañana por la mañana?
—Sí. ¿De qué se trata?
David Olesen respiró con pesadez y al fin dijo:
—Creo que el culpable ya ha actuado otras veces. De otra manera.