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Lisa Kornelius dejó el bolso de piel marrón sobre su mesa de la jefatura y fue al lavabo a buscar una toalla para quitarse la nieve de los cabellos. Caían unos copos grandes y finos como pétalos de anémona y el tráfico estaba prácticamente colapsado. Se estaba secando el pelo, encantada al comprobar que el reflejo de la nieve iluminaba el despacho, cuando sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. La autopsia la había desbordado y se sentía desgarrada por dentro. Ahora, por fin, estaba sola y deseando poder concentrarse en algo más concreto, datos palpables que hablaran por sí solos.

Localizó el vídeo de la cámara de seguridad y encendió el ordenador. Mientras intentaba dominarse y el aparato arrancaba con un chasquido, se sorprendió deseando que Jacob estuviera allí. Él encontraría razonable una buena llantina después de aquella autopsia. Pero el inspector Jacob Hvid, que había llegado desde Copenhague de visita, probablemente seguiría en casa durmiendo en su cama.

Acercó una silla al ordenador y tecleó su nombre de usuario. Habían tenido mucha suerte, se trataba de un sistema de vigilancia digital que almacenaba las señales. El día anterior habían logrado exportar el contenido almacenado y guardarlo en un CD a cuyo contenido se podía acceder mediante un visualizador externo. Así fue como pudieron encontrar el intervalo que les interesaba analizar. Consiguieron ampliar determinadas imágenes, denominadas frames, y a esa resolución, 720x576 espléndidos píxeles, obtuvieron una calidad muy por encima de la media. Sus dudas sobre si el niño que aparecía en el vídeo realmente era Lukas se debían a que estaba grabado a través del escaparate de la panadería y a que la cámara estaba enfocando hacia un punto del interior de la tienda. A ello había que sumar la incipiente oscuridad de la calle. Por suerte había algo de iluminación, dos potentes farolas bastante cerca del niño; de lo contrario habría resultado completamente imposible distinguir algo.

Lisa había acabado maldiciendo el día que se le ocurrió llamar a la puerta de su antiguo jefe y decirle que quería trabajar con nuevas tecnologías. Poseía un enorme talento innato y para ella era todo un desafío que le permitieran probar algo distinto. La enviaron a varios cursos nacionales e internacionales y colaboró con la policía de infinidad de países. El problema fue que la pornografía infantil empezó a dominarlo todo y, por más que le fascinara aquel trabajo, al final se vio obligada a capitular. Le resultaba imposible seguir trabajando con aquellas imágenes y, aunque pusieron un psicólogo a su disposición, ella sentía que la iban devorando por dentro. Imágenes terribles que, a todo color y con su muda angustia, se iban adueñando de su alma sin que nadie quisiera oír hablar de ellas. Un mundo que moría en el silencio.

Por eso, cuando un par de años atrás la cedieron temporalmente para que colaborara en un caso contra un hacker en Århus y Agersund empezó a acariciar la idea de contar con su propia especialista en informática, negoció hasta hacerse con un puesto donde ese tipo de casos ocupara una mínima parte de su tiempo.

Al cabo de un cuarto de hora ya había capturado los cuadros donde aparecía el niño y tenía ante sí una serie de imágenes. Seleccionó la que manipularía y abrió la imagen con Photoshop. La estudió a conciencia por vez primera. En primer plano se veía el mostrador de madera de cerezo con el terminal para pasar las tarjetas, un bote de golosinas y un pequeño expositor con chicles. A la derecha de la imagen aparecía una clienta contando el dinero que había sacado del monedero. La joven panadera estaba envolviendo una caja de dulces. A Lukas se le veía por el escaparate en el tercio izquierdo de la pantalla. No cabía la menor duda. Su singular pelo castaño era visible aun por detrás de dos estantes de bizcochos y pastelillos y el cristal, y la cartera con la enorme mariquita en la solapa parecía un coloso azul sobre su espalda. Era Lukas. Antes de la tormenta de nieve. Aún inconsciente de lo que le aguardaba, solo y probablemente con la cabeza repleta de las experiencias del día. Pero la cámara enfocaba hacia la zona más o menos central de la tienda y los objetos del exterior, fuera de su radio de acción, salían desenfocados.

—Mierda —murmuró mientras sacaba del cajón una barrita de Mars sobre la que se lanzó llena de frustración. Tenía ciertas posibilidades de aumentar la nitidez de la imagen, pero no podía hacer nada contra un objeto desenfocado.

Aunque, después de todo, tal vez una imagen más nítida hiciera que se viese con más claridad.

Su teléfono móvil empezó a sonar sobre el montón de papeles que había a su lado y en la pantalla apareció el nombre de Trokic. ¿Es que no podía esperar?

—¿Cómo va la cosa? —preguntó en voz alta y clara—. ¿Podremos identificarlo?

—Acabo de ponerme —contestó ella sin poder ocultar una ligera irritación—, pero ya he aumentado la nitidez. Ahora se ve un poco más claro.

—Muy bien, Lisa. Pero ¿qué me dices de ese hombre del que hablaba Jasper?

La inspectora observó la pantalla. Estaba en la parte superior de la imagen, bastante alejado de la panadería. En efecto, tenía todo el aspecto de estar esperando. Con el rostro vuelto hacia el pequeño.

—La verdad es que está bastante borroso —contestó—. Lo único que se ve es que hay una persona, probablemente un hombre. Eso si no es un fantasma. Y ya está. Puedo seguir intentándolo, aunque con este equipo las posibilidades que tengo son limitadas. Pero conozco a un friki que tiene un equipo de tratamiento de imagen que parece una central nuclear. Seguro que él puede mejorarla.

—Mándasela ahora mismo —le ordenó Trokic sin vacilar.

Diez minutos más tarde, Lisa tenía al teléfono a su antiguo vecino Morten Birk, también conocido como Routeless. Decididamente, lo mejor era que se ocupara ella de aquel contacto.

A Morten le entusiasmaban las teorías conspiratorias y la política y no tenía el más mínimo tacto a la hora de entablar una discusión. Hasta donde ella recordaba, una de esas teorías suyas consistía en que los croatas eran una panda de nacionalistas extremos que tenían la culpa de que hubiera estallado la guerra en la antigua Yugoslavia porque querían mantener a toda costa las fronteras establecidas por Hitler durante la Segunda Guerra Mundial sin tener en cuenta la composición étnica de zonas como, por ejemplo, Krajina. Según él, alemanes con similares intereses nacionalistas habrían proporcionado a los croatas armamento de los arsenales militares de la antigua Alemania Oriental y se habrían servido activamente de los medios para demonizar a los serbios. Además, sería falso que éstos habían arrasado Dubrovnik y un sinfín de tesoros culturales, y si no podía ir ella misma a comprobarlo. Lisa no tenía la menor idea de qué era blanco y qué era negro, pero lo que sí sabía era que Trokic había perdido a su padre y a su hermano en aquella guerra y que no era un buen oyente para que Morten empezara a airear sus teorías. Si le daba por ahí.

—¿Has visto la imagen? —le preguntó.

La inspectora le oía dar golpecitos rápidos con algo contra la mesa. Parecía estar dándole un repaso a la cubierta de un CD. Era como si lo tuviera delante, con el pelo de punta decolorado y el rostro lleno de marcas. Era una de las personas más nerviosas que conocía.

—Pero ¿tú qué te crees que es esto? ¿La puta NASA? Mira, quienquiera que sea está completamente borroso.

—Sí, lo sé. Por eso te lo he enviado.

—Escucha, aunque me dieras todos los equipos de la CIA, la cosa no cambiaría. Por cierto, ¿qué tal todo? —preguntó Morten.

Lisa ahogó un suspiro. Así solían ser los preámbulos de la presentación de un nuevo punto de vista en el mundo de Morten Birk. Aguardó pacientemente a que dijera que él se encontraba bien y que estaba convencido de que Jim Morrison no había muerto en París, que todo había sido una puesta en escena y se había ido a África, tal y como había advertido que haría. Cómo había logrado Jimmy ocultarse durante décadas en aquel salvaje continente no llegaba a adivinarlo, pero a saber qué se escondía en la jungla. El llorado cantante habría escogido esa solución para huir de las hordas humanas que siempre le perseguían y para encontrarse a sí mismo, y una vez que hallara la verdad definitiva, regresaría a presentársela al mundo.

Tardó casi un cuarto de hora en soltarle toda la historia. A veces había que pagar un precio a cambio de la ayuda de un excéntrico experto, pero en esta ocasión a Lisa le habría gustado sacar algo más en claro.

—Aunque… —añadió Morten de pronto, dándole un giro completamente espontáneo a la conversación—. Conozco a alguien en Inglaterra a quien podría mandársela. ¿Algo en contra por tu parte?

Lisa intuyó un atisbo de esperanza. En el mundo de los frikis siempre había una salida. Respiró aliviada.

—¿Quién es?

—Un tipo del Ministerio de Defensa británico.

—Interesante. Cuéntame más —le pidió.

Después de colgar permaneció sentada unos momentos con la vista clavada en la imagen de la pantalla mientras trataba de imaginar lo que había ocurrido. De repente sintió que se le aceleraba el corazón. Arriba, en la esquina, dos conjuntos de dígitos indicaban el momento. La fecha —el primer conjunto— no era digna de atención; 04.01, ponía. Pero debajo había algo más. Dieciséis veintiocho. Al observar el contorno cuadrado de las dos cifras verdes sintió que se le helaban los músculos. No había duda de que la cámara de seguridad estaba en hora, era lo primero que había comprobado, pero acababa de caer en la cuenta de que era casi una hora más tarde de que el niño saliera de la ludoteca.

No se tardaba una hora en recorrer el breve trayecto del colegio a la zona comercial. Se tardaban diez minutos. Doce, remoloneando mucho. Lo que estaba viendo era a Lukas de camino, sí, pero mucho más tarde de lo que creían. Entonces, ¿dónde coño se había metido el niño una hora entera?