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Era como si los años pasaran por el rostro de Jacob mientras su conciencia iba regresando lentamente a una vida vivida hacía ya muchos años. Por un instante sus ojos parecieron dos espejos donde aldeas arrasadas y un amor juvenil lucharan por hacerse un hueco. Había estado en Yugoslavia en dos ocasiones, medio año cada una.

—Joder, no sé qué pensar —exclamó cuando Trokic acabó de referirle su encuentro con Ivan en Zagreb—. ¿Y me das un café antes de soltarme semejante noticia? Creo que necesito algo más fuerte.

Llamó a la camarera y pidió dos cafés irlandeses. Habían encontrado mesa en el Buddy Holly, un local al que se podía llegar cómodamente a pie desde la jefatura. Estaba lleno hasta los topes y los clientes parecían sumidos en una especie de apatía, aletargados por el calor del interior del establecimiento y el continuo trasiego de bebidas. Había dejado de nevar y la multitud aún no se había aventurado a lanzarse a las calles resbaladizas. Trokic bebió un sorbo de café y midió sus palabras antes de hablar.

Había conocido a Jacob en plena guerra, durante una misión para Saint Patrick’s en Petrinja. Jacob estaba interesado en conocer a una persona medio yugoslava, medio danesa y, aprovechando que tenía que pasar por Zagreb poco después —y poco antes de que Serbia iniciara los bombardeos de la ciudad—, quedaron para tomar una cerveza. Haciendo gala de la habitual hospitalidad croata, le invitó a visitar a su familia, es decir, a una prima y a su marido con los que se alojaba a unos kilómetros de la capital. Jacob se enamoró perdidamente de la prima más joven, Sinka, que para entonces ya había vuelto locos a varios tipos de la zona con su figura menuda y sus hermosos ojos. A pesar, o tal vez precisamente a causa de lo casi imposible de la situación, comenzó entre ellos una historia de amor que desembocó en su declaración de su intención de casarse.

Sin embargo, jamás llegaron tan lejos. El comisario se preguntó si sería la pérdida del primer amor lo que provocaba una reacción tan vehemente en Jacob. Rebuscó en su interior tratando de encontrar una equivalencia, pero él nunca había llegado a tanto. Era como si siempre hubiese existido una barrera emocional, como si sus sentimientos fueran pequeñas criaturas que se negaban a crecer. A veces notaba un gran silencio por dentro, como si esperase sentir algo que no sabía qué era.

—Belgrado no es precisamente un pueblo —dijo al fin—, no es cuestión de empezar a dar vueltas por ahí con un letrero y esperar encontrar a alguien que la conozca. Eso si es que era ella, claro.

—Pero es croata, llamará la atención.

—Hace años a lo mejor, ahora no sé.

—Es ella —aseguró Jacob dejando de golpe sobre la mesa su café con whisky recién servido con una porfía que hizo que parte de la espuma se derramara por los bordes—. Yo creo que deberíamos localizar a algunos colegas de allí y tener una charla con ellos.

Trokic meneó la cabeza.

—¿Y crees que la policía va a querer ayudarnos? ¿No te parece que eso de la cooperación les va a traer al fresco en un tema como éste? La cosa podría ir más allá e implicar algún delito por parte serbia, y dudo mucho de que estén interesados en hurgar en el asunto. Dirán «Huy, sí, la buscaremos, no os preocupéis», y después triturarán todo lo que tenga que ver con el caso.

Por un momento, Trokic volvió a sentir el dolor de tener que reconocer que las cosas podían ser así. De un plumazo, todo se había convertido en una cuestión de ellos y nosotros. Hasta él, que vivía en la otra punta del continente, se había visto obligado por el nacionalismo a ponerse en contra de «ellos», de los serbios. Al principio no fue más que una antipatía impersonal que se había colado a hurtadillas junto con la propaganda y las historias llegadas de frentes lejanos, pero un buen día llegó a afectar a su propia familia. Cuando, a veces, trataba de explicar a sus compatriotas daneses cómo se podía llegar a la guerra, al odio y al derramamiento de sangre entre personas que habían vivido tan cerca unas de otras, le miraban sin comprenderle. Y, sin embargo, deberían entenderlo, pensaba él. Los daneses deberían entenderlo mejor que nadie porque allí también iba ganando terreno un nacionalismo que empezaba a extenderse como las algas en el agua. Allí también se iba condensando un odio indiscriminado contra «ellos», una inmensa sombra que no sabía de individualismos y hacía imposible ver al vecino como un individuo independiente.

—No sé. Ha pasado mucho tiempo. Ha llegado gente nueva —apuntó Jacob con optimismo.

Trokic se recostó en el asiento y contempló pensativo a su amigo.

—Pero joder —exclamó al fin—, ¿precisamente en Belgrado? Si esa chica habría estado dispuesta a lanzar una bomba contra Serbia si la hubiera tenido a mano.

No había olvidado la expresión del semblante de Sinka durante el entierro de su padre al comienzo de la guerra, cuando a sus ojos no era más que una niña. Se estremeció al recordarlo. Era sensible y apasionada. El tiempo le había enseñado que esas cosas pueden poner en aprietos incluso a los mejores, y que la guerra cambiaba a la gente. Como a Milan, aquel amigo de la familia que ahora cumplía condena por el asesinato de un sinfín de civiles en calidad de oficial.

—¿Y Tomislav? Al fin y al cabo, Sinka es su hermana. ¿No piensa hacer nada?

—Aún no lo sé. ¿Él qué puede hacer? Además, ya tiene bastante con ocuparse de su trabajo y de su familia. ¿Vas a contárselo a Lisa?

Jacob rumió la pregunta, vació el vaso y chupó la espuma que quedaba en la larga cucharilla.

—No —contestó al fin—, quiero pensármelo un poco.

—Ha pasado mucho tiempo —dijo el comisario—, ya nadie es lo que era. Tal vez sea mejor que nos dejes esto a nosotros y no pongas en peligro tu relación por algo tan inconsistente. Hace doce años que no vemos a Sinka. Para nosotros no va a cambiar nada pensar bien las cosas antes de empezar a hurgar en el pasado.

Lo cierto era que no le había dado tiempo a pensar bien nada, y si Jacob no se lo hubiera preguntado directamente, lo más probable era que hubiese optado por borrar de su memoria la cuestión de Sinka en tanto esclarecían el asesinato de Lukas. Eso si lo esclarecían, se recordó a sí mismo.

—Se te ve cansado —comentó Jacob—. ¿Duermes bien últimamente?

—Sí.

No quiso agobiar a su amigo con el relato de la vomitona del gato.

—Creo que el caso Mørk nos está afectando a todos.

—¿Qué piensas de todo esto? —le preguntó el comisario para dar un giro a la conversación.

—Creo que deberíamos dedicar más recursos a encontrar el lugar donde se quemó y, es de suponer, le mataron. Tiene que estar en Mårslet. No entiendo por qué aún no hemos dado con él, me resulta inconcebible. ¿Cómo se puede ocultar una cosa así? Y me cuesta entender cómo encaja eso de que se lo llevaran en un coche.

Trokic apuró su vaso y cogió la cazadora de la silla. Había llegado la hora de volver.

—No creo que podamos hacer más de lo que estamos haciendo.