18

Lisa dejó el bolso en el recibidor y de una patada se quitó los zapatos en el pasillo, ya de por sí algo atestado. Eran las once y cuarto de la noche y Trokic la había mandado a casa a dormir. No había tenido que decírselo dos veces. Estaba tan agotada después de media noche delante de una pantalla de ordenador que cada vez que cerraba los ojos veía cuadraditos.

—¡Hola! —gritó.

—¡Hola! —se oyó que contestaba una voz desde el salón. El saludo era más bien una especie de graznido y no había salido de Jacob, sino de Flossy Bent P., el enorme guacamayo de Lisa. Quizá hubiera ido a comprar algo de comida para llevar. Cuando estaba de visita se había convertido en una rutina que comprase comida china si ella volvía tarde a casa. La verdad era que se había quedado asombrada al comprobar lo fácil que era desarrollar rutinas en una relación estable. Se colaban por la puerta de atrás cual pequeños y astutos caballos de Troya, y cuando querías darte cuenta te encontrabas sentándote en la misma postura en el sofá todas las noches y comprando mecánicamente los yogures favoritos de tu pareja sin pararte ni a pensarlo. Y poco a poco se iban abriendo paso hacia la idea de un futuro en común y evocando deseos y esperanzas.

Pero, pensó, también era una manera de introducir cierto grado de seguridad, y ella se sentía a gusto y presentía que Jacob también. A fin de cuentas, lo que los unía eran los valores y el sentido del humor que compartían.

En un plano más general se planteaba, sin embargo, una gran incógnita. Jacob seguía teniendo su casa y su día a día en Copenhague y ella, en Århus. Si pretendían construir algo permanente juntos, uno de los dos tendría que ceder, y ambos habían encontrado el trabajo de sus sueños, Jacob en la Brigada Móvil y Lisa en su actual departamento. Al mismo tiempo, a ella no se le escapaba que su curva de la fertilidad estaba en claro descenso hacía ya varios años. En otras palabras, tenía el cuerpo infestado de hormonas de mamá gallina y el más simple anuncio de pañales bastaba para ponerla a cien. Casi todas sus amigas habían sido madres hacía ya mucho tiempo y algunos de sus retoños —chicas— se habían convertido en adolescentes y todo, criaturas de sexo femenino menstruantes y con capacidad reproductora que corrían el riesgo de parir ejemplares de la raza humana antes que ella, relegándola así al plano de abuela a la humillante edad de treinta y cinco años. Una circunstancia que no la hacía sentirse precisamente más joven. Pero el pragmático Jacob no quería ni oír hablar de hijos mientras vivieran cada uno por su lado.

Se metió en el cuarto de baño, se quitó los calcetines y los echó al cesto de la ropa sucia que había bajo la mesa. Luego introdujo un pie en una pantufla de borrego que estaba tirada sobre la báscula. Su apartamento, situado en Frederiksgade, no muy lejos de la comisaría, era viejo y le dejaba los pies igual de helados en invierno que en verano. De repente sintió un hormigueo en un dedo y apartó el pie con un chillido. Cuando se agachó a ver qué había provocado aquel leve cosquilleo descubrió una araña inmensa que salía de la zapatilla y se alejaba corriendo por el suelo. Otro grito más y Lisa huyó del baño con el corazón desbocado.

Fuck —dijo Flossy desde su percha.

Gracias a Nanna, la sobrina de diecisiete años de Lisa, el pájaro dominaba un pasmoso repertorio de palabras malsonantes.

—Pues sí, tienes razón —contestó ella acariciándole las verdes plumas de la cabeza, cosa que al guacamayo le encantaba. Después se sentó en el sofá a hacerle los honores al cuenco con restos de palomitas que había sobrado de la víspera mientras esperaba a Jacob y reflexionaba acerca de los acontecimientos del día.

Tenía la impresión de que Lukas había sido un niño alegre y normal que iba, aparentemente, bien en el colegio. Nada, absolutamente nada indicaba que hubiera sido víctima de abusos sexuales en casa o fuera de ella ni antes de su muerte ni en relación con ella, pero a pesar de todo no lograba apartar de su mente la idea de que había habido un móvil sexual. Vació el vaso y apoyó la cabeza en los blandos cojines del sofá. Tal vez le diera tiempo a echar una cabezadita antes de que Jacob terminase de hacer cola.

Cuando la puerta de la calle se cerró de golpe, dio un respingo. Se había quedado traspuesta un instante y había tenido un sueño de un segundo que la había llenado de desazón. Unas imágenes fluctuantes de colores vivos. Pero no conseguía recuperarlas. Por alguna razón, estaba pensando en su abuelo. Miró el reloj. Eran las doce menos cuarto. No se podía tardar tanto en ir a buscar una caja de comida china. No obstante, Jacob llevaba en la mano una bolsa de su tienda habitual.

—¿Dónde estabas? —le preguntó, a sabiendas de que su tono resultaba inquisitorio.

—En jefatura. Los de Copenhague se han enterado de que estaba por aquí y me han puesto a trabajar en el caso. Mañana vendrá más gente.

Lisa se incorporó en el sofá y le observó. Estaba muy gracioso con el pelo rubio, corto y algo de punta lleno de nieve, pero tenía una mirada pensativa que le encogía el corazón, una extraña expresión ausente que no había visto antes. ¿Tanto le había afectado aquel caso?

—¿Con quién has hablado?

—Con Daniel.

—¿Y no podrías quedarte aquí para siempre? —le sonrió con la sensación de que había algo que no le contaba.

—Agersund no quiere que tú y yo estemos en el mismo sitio —le recordó—, así que uno de los dos tendría que pedir el traslado a otro departamento. ¿Te apetece?

—No —admitió ella—. O sea, podría planteármelo.

—Y la comida, ¿te apetece?

—Sí.

—¿Y yo?

—También.

Jacob sonrió con picardía y dejó la bolsa sobre la encimera.

—¿Qué te apetece más? ¿La comida china o yo?

—¿Y no se pueden tener las dos cosas?

La atrajo hacia él y la besó con delicadeza.

—En ese caso, sólo hay que decidir en qué orden —concluyó.

Lisa se despertó sobresaltada. Después de hacer el amor y cenar, se había quedado dormida en el sofá mientras él veía Chacal en la tele. Era el mismo sueño que horas antes había despuntado tímidamente en su conciencia, aunque en esta ocasión sí logró retener las imágenes. Se trataba del reloj de pie gris azulado del salón de Jonna Riis, la profesora que vivía en el anejo de Skellegården a la que habían interrogado ese día. La habitación la oprimía de manera claustrofóbica y el reloj la atronaba con su tictac. Había algo en aquel reloj que la llenaba de desazón y hacía que sintiera un frío glacial en el estómago. Jacob, a su lado, también se había dormido, y en la tele había anuncios. Intentó rastrear su memoria en busca de otras personas que tuvieran un reloj similar, pero fue inútil. Sus abuelos eran dueños de un reloj de pie que, aunque era marrón con las líneas rojas, se parecía mucho al que había visto unas horas antes. ¿Serían los últimos coletazos de un recuerdo que hacía aflorar a su subconsciente la agonía de su abuelo, enfermo de cáncer de pulmón, en su sala de estar? Era una posibilidad, pero no acababa de encajar. Con la sensación de que el mundo era de hielo, se acurrucó junto al cuerpo dormido de Jacob.