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Trokic aparcó en una callejuela de una zona residencial y recorrió el trecho que le separaba de la dirección que le habían dado a pie, por un angosto caminillo de grava, mientras trataba de moderar su escepticismo. Tenía en alta estima la argumentación y la lógica, una postura que también había observado en varios de sus colegas, sobre todo en Lisa, que parecía entender el lenguaje de los ordenadores como si fuera su lengua materna. A pesar de su carácter sensible, la inspectora conseguía mantener sus sentimientos al margen. Trokic valoraba esa capacidad y se le hacía, por decirlo suavemente, muy cuesta arriba enfrentarse a razonamientos espirituales, teorías sobre el más allá de escasa base y terapias alternativas mal investigadas. Por eso iba rumiando con una buena dosis de incredulidad aquel título de bruja que le habían asignado a Magdalena, la mujer que vivía en la casa que tenía delante. ¿Qué se ocultaba tras él? ¿Rituales al abrigo de la oscuridad de la noche con sacrificio de gallinas y vacas incluido? ¿Profecías apocalípticas y visiones? ¿Misteriosos conjuros para exorcizar a los malos espíritus?

La casa parecía baja en comparación con las demás del pueblo y debía de ser del siglo XIX. Tenía los muros inclinados, la cal colgando en desconchones y una techumbre de paja que necesitaba una reparación urgente. Hubo de agachar la cabeza para entrar por la puerta. Una vez en el interior se le descubrió otro universo. Toda la sala estaba atestada de cactus de todas las formas imaginables y del techo colgaban grandes manojos de hierbas. Los muebles eran viejos y se respiraba cierto aire de pobreza, pero reinaba el orden más escrupuloso.

En cuando a Magdalena, se trataba de una mujer menuda de sesenta y muchos años ataviada con un largo vestido negro y un sombrero de lana grisáceo con orejeras.

—Pasa a tomar una infusión. Acabo de prepararla.

—Yo… gracias —contestó Trokic, que no estaba muy seguro de querer medir sus fuerzas con algunas de las cosas que colgaban del techo.

—Siéntate, vuelvo en seguida.

La mujer desapareció en la cocina y regresó con dos tazas humeantes.

Trokic probó la suya con la punta de la lengua. Tenía un sabor dulce, como a regaliz. Intentó adivinar qué le habría echado. Anís, raíz de orozuz, miel, valeriana, escaramujo; pero había algo más que tenía un sabor muy fuerte.

—Es una receta mía —explicó la bruja no sin orgullo.

—¿Eso de ahí es un peyote? —preguntó él.

—No —respondió su anfitriona con una sonrisa—. Por desgracia aquí no se da bien, es un cactus muy difícil. Pero son de la misma familia.

El comisario empezó a sentir cierta preocupación por su infusión.

—Pero imagino que no habrás venido hasta aquí a investigar los niveles de mescalina de mis cactus, ¿no? —se interesó ella.

—No voy a andarme con rodeos —contestó Trokic—. Al parecer baja usted mucho al arroyo. Necesito saber si tiene algún tipo de información que pueda ayudarnos en relación con el asesinato de Lukas Mørk.

—¿Quién es Lukas Mørk? —preguntó Magdalena.

—¿No se ha enterado de que ha aparecido un niño muerto en el arroyo?

Ella abrió los ojos desmesuradamente y dejó la taza con un tintineo.

—Cielo santo, no sabía nada. No leo el periódico y no tengo televisor. Pero sí que vi el cordón junto al arroyo. Para tu tranquilidad, te diré que no me dedico a hacer hechicerías y que no he sacrificado a ese pobre niño como ofrenda a ninguna potencia superior.

—Pero sí baja al arroyo.

—Sí, intento vivir tan en contacto con la naturaleza como puedo, así que salgo a pasear todos los días. Como ves, la comarca en la que vivo es muy bella y tiene mucha historia y un entorno muy hermoso. Y doy buenos consejos en asuntos de medicina natural.

—¿Nada de clarividencia? —preguntó él echándole una mirada recelosa a su peculiar sombrero.

Ella sonrió levemente, aunque sus ojos reflejaban una repentina seriedad.

—Claro que no. Pero me gusta ayudar a la gente a encontrar el camino hacia su propia verdad.

—¿Cómo?

—Ése es mi secreto. Pero cuando no se encuentran respuestas en los hechos, hay que buscarlas en las ideas.

Trokic estaba deseando que se quitara el sombrero. Le distraía mucho.

—¿Bajó al arroyo el jueves?

—Sí, ya te he dicho que bajo todos los días. De modo que sí.

—¿En qué momento del día?

—Por la tarde, mientras había luz.

—¿Y no vio a Lukas? Tenía ocho años, el pelo castaño y llevaba un anorak verde. ¿O a alguna otra persona?

—No, solamente a Peter, el Pescador, que había salido a dar una vuelta con su springer spaniel. Pero tiene casi noventa años.

—¿De qué vive usted?

Sin embargo, Magdalena no respondió. Tenía la mirada perdida a lo lejos.

—Castaño, dices.

—Sí, casi rojo. Y un anorak verde.

—Vi a un niño así, pero no fue en al arroyo, sino arriba, cerca de la iglesia. Donde Obstrupvej va a dar a Hørretvej. Subió a un coche.

Trokic sintió que se le aceleraba el corazón al imaginar a Lukas lanzándose en brazos del asesino desconocido. De modo que el guía canino podía tener razón.

—¿Qué hora era? ¿Se acuerda?

—Yo diría que cerca de las tres y media. Es cuando suelo ir a comprar al pueblo.

—¿Y sabría decirme qué coche era? —preguntó el comisario, al borde del paroxismo.

—No sé una palabra de coches, pero no parecía muy nuevo. Y era verde, o azul, creo.

—¿Cómo de viejo? Así, a ojo.

—No lo sé.

—¿Tenía alguna característica particular? Abolladuras, marcas, pintura…

—Creo que no, pero no me acuerdo —contestó ella con aire casi abatido.

—¿Recuerda algo de la matrícula?

Magdalena frunció los labios y finalmente hizo un gesto negativo.

—Lo siento, pero no lo sé, de verdad.