22

Trokic entró en la cafetería Dinos y pidió un expreso, doble. Cuando el chico de la barra empezó a preguntarle con nerviosismo si el doble era de aguardiente o de whisky, decidió pedir un café corriente y moliente e instalarse en una de las mesas del fondo. Cafetería era mucho decir. Tenían licencia para servir alcohol y por lo visto era lo que más despachaban. La barra estaba forrada de verde a rayas moradas y el suelo era de caoba; deberían haberlo tratado para que resistiera mejor las manchas de cerveza y licor. Todo el local desprendía un tufillo denso al que ya no estaba acostumbrado desde que había abandonado la calle.

Al sentir la mirada del camarero clavada en él, se arrepintió de haber entrado. La chica en cuestión al parecer no estaba trabajando. Aparte de él, había dos tipos jóvenes tomando unas cervezas y una pizza en una de las mesas. Una jukebox de aspecto grasiento tocaba un tema de Gary Moore, Still Got the Blues. Por la ventana se veía la calle principal de Mårslet, sumida en una deprimente niebla helada y con un aire desértico de ciudad dormitorio. Esa misma mañana había cruzado un par de palabras con una de las administrativas de jefatura, que había nacido en Mårslet y le había descrito el pueblo como «un lugar donde no te podías tirar un pedo sin que la noticia corriera como un reguero de pólvora por los conductos del chismorreo». Su dictamen le había llevado a plantearse la necesidad de hablar con todos aquellos que conocieran a Lukas. Si el asesino era de la zona, y el desarrollo de los hechos apuntaba en esa dirección, no cabía duda de que alguien tenía que saber algo.

—Perdone, ¿puedo sentarme un momento?

De repente había aparecido delante de él una joven de dieciocho o diecinueve años. Soplándose las uñas de una mano que llevaba pintadas de negro, se echó la coleta castaña hacia la espalda y se sentó sin aguardar su respuesta.

—Por favor.

—Usted es ese inspector de policía —afirmó con una sonrisa que dejó al descubierto una hilera de dientes como perlas.

—No del todo. Comisario Daniel Trokic.

Le tendió la mano.

—Lo siento, aún no están secas —se disculpó ella mostrándole las uñas. Parte del negro se había salido por los lados. Trokic las miró fijamente.

—Me llamo Dorthe. Trabajo aquí y le he visto entrar desde el cuartito de atrás. Mi turno empieza dentro de un rato.

Él buscó su mirada. Parecía sincera y amistosa.

—Me han dicho que conocías a Lukas Mørk —comenzó—. ¿Es eso cierto?

Ella bajó la voz.

—Fui su canguro dos años, cuando era más pequeño. A veces iba a buscarle a la guardería y le cuidaba una tarde a la semana. Tendría unos tres o cuatro años. Pero luego cumplí la edad necesaria para entrar a trabajar aquí. Pagan mejor, así que lo dejé.

Se le quebró la voz.

—Un niño muy majo. Y muy guapo, con ese pelo castaño. No hay muchos con un pelo como el suyo. Le tenía mucho cariño.

—¿Cuántos años tienes?

—Dieciocho. Voy a tercero en el instituto de Marselisborg —dijo sin demasiado orgullo.

—¿Cómo era tu relación con la familia?

Se produjo una pausa y por un instante Trokic creyó que la joven había decidido no decir nada más.

—No me gusta hablar mal de nadie —respondió al fin.

—Simplemente sé sincera y dime cómo eran las cosas con ellos.

—Un poco forzadas. La madre consentía bastante al niño y yo siempre sentía que me estaba poniendo a prueba, que me miraba con cierta desconfianza. A lo mejor lo único que pasaba era que no teníamos mucho en común.

—Y con Lukas, ¿qué tal eran?

Era evidente que estaba luchando consigo misma.

—No es que los viera juntos muy a menudo, como siempre se iban cuando llegaba yo… Lo que sé son más bien rumores, y no me entusiasma ir por ahí repitiendo lo que dice la gente.

—A mí me interesaría mucho oírlo —le aseguró el comisario—. Ya veré yo luego qué es verdad y qué no.

—La madre de una de mis antiguas compañeras es amiga de la madre de Lukas y a veces contaba cosas. Que a lo mejor se divorciaban porque Karsten, o sea, el padre, tenía un montón de problemas. Tiene mucho carácter y le cuesta dominarse.

—¿Sabes si pegaban a Lukas?

La muchacha bajó la vista hacia la mesa.

—Algunas veces a Lukas le daba un miedo espantoso que me enfadara con él y me preguntaba: «Tú no puedes pegar, ¿a que no?». A mí me daba un poco de pena, porque jamás se me habría pasado por la cabeza; además, era tan pequeñín… Un día señaló hacia la placa de la cocina y dijo: «Papá da azotes». Yo le pregunté directamente si había tocado la placa y le habían dado unos azotes y él asintió. Pero no le dije nada a nadie porque pensé que era una reacción muy natural en un padre que quería evitar que su hijo se quemara.

—¿Sabes de algún otro caso?

Volvió a titubear, en esta ocasión durante más tiempo. Trokic aguardó pacientemente mientras la mirada de la joven vagaba por la calle que discurría al otro lado de la ventana.

—Sé que una vez se rompió un brazo. Dijeron que se había caído por la escalera de la entrada, la que hay delante de la casa, pero Lukas le tenía un miedo enorme a esa escalera. Siempre la bajaba sentado porque ya se había caído allí una vez y se había dado un golpe. No consigo entender cómo pudo caerse bajando como bajaba. Tengo que confesar que le di muchas vueltas. Si me hubieran dicho otra escalera…

Se mordió el labio y añadió:

—Pero nunca le harían a Lukas algo como esto, estoy segura. Le querían de verdad.

Trokic se guardó el paquete de tabaco en el bolsillo.

—Gracias por venir a hablar conmigo.

Ella asintió y permaneció allí sentada como si tratara de recordar algo.

—¿Han hablado con Magdalena?

—No, que yo sepa. ¿Quién es?

—Una especie de bruja o algo parecido. Por lo menos es lo que siempre la hemos llamado por aquí. Baja al arroyo todos los días. La mayoría de los niños del pueblo le tienen un poco de miedo, y la verdad es que es un poco siniestra.

Al percatarse de la expresión incrédula con que la observaba el policía, ladeó la cabeza y se echó a reír.

—¿Y dónde puedo localizar a esa bruja? —se interesó Trokic.