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Annie Wolters levantó la vista del libro de Dostoievski y aguzó el oído a la luz de la lamparita de lectura de su sofá. Lo único que rompía el silencio de su salita de estar era el débil zumbido del viejo frigorífico que tenía en la cocina, un ruido conocido y tranquilizador que llevaba cerca de veinte años haciéndole compañía y significaba hogar. Sin embargo, el gato que tenía en el regazo sobre una mantita marrón de lana había oído algo que ella no alcanzaba a percibir. Primero había girado una oreja unos grados hacia atrás y después había vuelto la cabeza hacia la ventana. Su blando cuerpo había cesado de ronronear y el animal miraba fijamente hacia un punto situado al otro lado de los cristales con sus pequeños músculos en tensión por debajo del pelaje.

Transcurridos unos momentos, la anciana volvió a concentrarse en el libro que tenía delante. Raskolnikov acababa de matar a la vieja usurera con la parte roma de un hacha y Annie se estremecía a medida que la fealdad y los monstruosos crímenes de la San Petersburgo de ciento cincuenta años atrás iban surgiendo de entre las páginas junto con las aguas inmundas del arroyo y la lucha por el puñado de rublos del día. Siempre le había entusiasmado Dostoievski y era la tercera vez que leía el libro. De repente, el gato bajó de sus rodillas de un brinco y empezó a arañar la puerta de la calle.

—No, no; no vas a salir ahora, con este frío —le dijo—. Tendrás que usar la bandeja.

Dejó las gafas y a Raskolnikov sobre la mesa y se incorporó un poco en el sofá. Tenía los dedos doloridos de sostener el grueso volumen. En los últimos años había sufrido las embestidas de la artritis y cada vez le costaba más sujetar las cosas en determinadas posiciones por un tiempo prolongado. Decidió preparar una taza de té con miel de las colmenas de Birger Jensen para calentarse las manos.

En el instante mismo en que se puso en pie vislumbró un destello en el jardín a través de la ventana. A la luz de la luna le pareció distinguir algo de humo que salía por una ventanita del cobertizo y por un momento creyó haber visto una llama. ¿Sería posible? A diez grados bajo cero no había nada susceptible de entrar en combustión de manera espontánea, el cobertizo no tenía electricidad y ella no guardaba nada que pudiese salir ardiendo. Sin embargo, algo que parecía ser humo continuaba saliendo por la ventana. Se preguntó qué sería mejor, llamar a su hijo o a los bomberos. No, primero saldría a ver qué se estaba quemando.

Salió al pasillo y cogió el abrigo y la llave del cobertizo. Aunque conocía a muchos de los vecinos de aquel pueblecito y tenían la buena costumbre de ayudarse unos a otros, no le hacía mucha gracia la idea de molestar a alguien a esas horas por algo que podía solucionar por sus propios medios. Con el correr de los años eran muchos los que habían acudido a su casa a recibir clases de piano o eran familia de alguien que había sido alumno suyo. Se encontraba con ellos en la cooperativa y coincidían en diversas actividades gracias a su, hasta hacía no mucho, intensa participación en la vida asociativa del municipio. Annie no era natural de la comarca, pero no lamentaba ni un solo segundo del tiempo que había pasado allí. Adoraba cada casa de sus calles, su hermosa iglesia, la historia del pueblo y la tranquilidad que lo envolvía cada noche, no como en la ciudad. Ni siquiera ahora que había ocurrido eso tan feo había dudado ni un segundo de la bondad intrínseca de Mårslet. Era como una burbuja, un remanso de paz espiritual. Había elegido bien, había empleado su tiempo como debía.

Sólo había una pequeña nota discordante y, por algún extraño motivo, le vino a la mente en el preciso instante en que toda su atención estaba centrada en el cobertizo. Era algo que llevaba unos días reconcomiéndola. Le había mentido a la policía cuando habían ido a registrar su casa. No en todo, claro, pero sí cuando le preguntaron si había visto a Lukas últimamente. Una mentirijilla piadosa, se podría decir, que se le había escapado sin que ella misma acabara de entender por qué. Porque lo cierto era que le había visto un día antes de que apareciera en el arroyo con el sedal en el cuello. Podría habérselo contado a los dos agentes que llamaron a su puerta, pero entonces tal vez le hubieran preguntado: «¿Iba con alguien?», y no se atrevía a predecir las consecuencias. Porque Lukas no iba solo. Pero aquellos policías eran de la ciudad y seguramente no entenderían cómo eran las cosas allí en Mårslet, donde todos dependían tanto de la unión del grupo, y más una persona que, como ella, no había nacido en el pueblo. No había querido crearle problemas innecesarios e irrelevantes a la persona que acompañaba a Lukas yéndose de la lengua en algo sin importancia. Era imposible. Y, sin embargo, sentía una punzada de remordimiento por haberle ocultado información a la policía. Ella, que siempre había tenido tan a gala decir la verdad. Muy en el fondo de su conciencia había una vocecita que decía: «Pero ¿de verdad es imposible?». Porque los había visto y ellos la habían visto a ella. Corriendo hacia el arroyo. Casi como un juego. Bueno, al día siguiente llamaría a la policía y se lo contaría. ¿Quién sabe? Tal vez tuviera importancia para sus investigaciones. Les diría que se trataba de un olvido.

El frío se coló en su pequeño recibidor, una ráfaga de viento arrastró un montoncito de nieve hasta el felpudo amarillo y el móvil de pajarillos de barro que colgaba del techo empezó a tintinear. El gato la adelantó de un salto y corrió a extraños brincos por la nieve hasta llegar al sendero despejado del jardín. El hombre del tiempo había pronosticado temperaturas de hasta quince grados bajo cero para esa noche, pero desde la entrada no parecía para tanto. Sólo algo de fresco.

Nada más abrir la puerta olió el humo. Era distinto del que a veces llegaba de las estufas de los vecinos, un humo más fresco cuyo olor recordaba al del relleno de las fundas de las sillas de jardín cuando se quema.

Con el corazón en un puño bajó por la escalera y atravesó el jardín nevado donde todos los rosales llevaban días cubiertos por un grueso manto blanco. Le pareció oír el crepitar de las llamas, pero su oído ya no era el de antaño. Su mente voló hacia San Petersburgo, donde el hacha de Raskolnikov golpeaba una y otra vez el cráneo de aquella mujer hasta hacer brotar la sangre. Por primera vez en muchos años no se sentía segura en la oscuridad.

Al doblar la esquina se disiparon todas sus dudas. Algo se estaba quemando en el interior del cobertizo. Pero ¿cómo podía ser? Aunque la puerta estaba cerrada, le pareció ver que las llamas subían hacia el techo por el otro extremo. Giró sobre sus talones para regresar a la casa, pero luego cambió de idea. Los bomberos querrían conocer la gravedad de la situación. No había más remedio, tenía que acercarse a comprobarlo.

Recelosa, avanzó hacia el cobertizo repasando como loca qué podía haber provocado un incendio en esa época del año. Tal vez los chiquillos del pueblo hubieran lanzado algún cohete que había sobrado de la última Nochevieja. ¿Sería sólo un petardo? Pues sería uno de los últimos. A lo mejor se había producido un cortocircuito en algún cable enterrado del que ella no tenía noticia. A medida que se aproximaba, empezó a oír el crepitar del fuego y sintió su calor. Con las manos temblorosas abrió el candado y echó un vistazo. El denso humo le hizo toser al entrar. En efecto, unos cojines verdes que había apilados sobre unas cajas de cartón eran pasto de las llamas, que ya habían prendido en una de las paredes y devoraban voraces la madera de pino impermeabilizada. El cristal de una de las ventanas estaba roto. Contemplaba horrorizada la escena que se desarrollaba ante sus ojos cuando, de pronto, se oyó un estruendo. Por un momento creyó que se trataba de una explosión y saltó hacia atrás asustada mientras revisaba a la velocidad del rayo todos los aerosoles y frascos de aguarrás —sus útiles de pintura—, pero todo estaba en su sitio. Sólo al volverse comprendió cuál había sido la fuente del violento estampido. La puerta se había cerrado.

Confundida, sacudió el picaporte. El sonido metálico del mecanismo de cierre al subir y bajar rasgó la noche y dominó los chasquidos del fuego, pero el efecto que esperaba —la puerta abriéndose y el aire fresco aliviándole el rostro— no se produjo. Presa del pánico y con el pulso enloquecido, repitió una y otra vez aquel sencillo movimiento hasta que al fin comprendió la atroz verdad. Algo iba mal. El cierre, aquel enorme y robusto candado que su hijo le había comprado poco tiempo atrás en Silvan, se había vuelto a cerrar misteriosamente. Pero eso era imposible. Y más o menos simultáneamente comprendió la siguiente consecuencia. Se había quedado encerrada en el cobertizo.