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La noche se cernía sobre el pequeño adosado rojo como un pesado manto negro. El comisario Daniel Trokic vivía allí desde su regreso de una larga estancia en Croacia doce años atrás y no concebía su vida en ningún otro lugar. Estaba en Højbjerg, al sur de Århus, a tan sólo siete minutos en coche del centro y la jefatura. Había tenido una suerte increíble con el precio y, aunque sólo disponía de cerca de setenta metros cuadrados y un dormitorio, ni se le pasaba por la cabeza la posibilidad de mudarse. Le agradaba aquel lugar que, por su situación, aspiraba más a cortejar a la ciudad que a formar parte de ella, un rincón al que retirarse, un sitio cuyas paredes ya habían sido testigos de una buena parte de su historia.

En el suelo de la cocina había un plato y un trozo de plástico. Su contenido original habían sido dos exquisitos chorizos, pero al parecer había olvidado guardarlos en el frigorífico la noche anterior.

—¿Y esto? —le preguntó al gato, señalando hacia el plato vacío que había en el suelo.

Pjuske, subido a la encimera, estaba enfrascado en la tarea de limpiar su largo pelaje blanco y negro. Al oír su voz se detuvo, bajó de la encimera de un salto y se dirigió al salón. Conociendo aquel bicho como lo conocía, lo más seguro era que se hiciera con el sillón favorito de Trokic y se echara a dormir. Él quedaría, como de costumbre, relegado al sofá. Al gato no le hacían ninguna gracia el invierno y demás perturbaciones atmosféricas, de modo que en tales circunstancias pasaba la mayor parte del tiempo en casa. A veces, sin embargo, el comisario lo sacaba a empujones por la puerta de la terraza. En esas ocasiones, el animal se sentaba a regañadientes sobre las baldosas, husmeaba unos minutos y después echaba a andar con parsimonia hacia la puerta de atrás para volver a conquistar el acceso a la casa a través de la gatera.

Recogió el plato del suelo con un suspiro. Su apetito era casi inexistente, de manera que la pérdida del chorizo era molesta, pero llevadera. Para consolarse abrió una botella de vodka Zubrøwka que tenía por allí —regalo de un recién liberado narco de origen polaco que entre rejas había visto la luz de la razón—, se sirvió la tercera parte de un vaso y lo rebajó con zumo de manzana de la nevera.

Al abrir la puerta, lo había hecho con la esperanza de que lo que él consideraba la normalidad volviera a ocupar el lugar que le correspondía en su cabeza. Independientemente de que decidiera seguir trabajando en algún caso en sus horas libres o no, lo importante era que lo hacía de manera voluntaria y no acostumbraba a llevarse el trabajo a casa mentalmente. La razón era, sin duda, una especie de costra natural que había desarrollado en sus muchos años en la policía y en la época de Croacia. Algo así como un filtro.

Había, sin embargo, ciertas excepciones —si bien se las podía calificar de meramente anecdóticas— y, de pronto, descubrió que tenía las imágenes del lugar de los hechos grabadas en la retina y el subconsciente trabajando a toda máquina. ¿De qué pasta estaba hecha la persona que tan despiadadamente le había arrancado la vida a Lukas? ¿Qué hacía falta exactamente para pasar el sedal alrededor del cuello de un pequeño y apretar hasta matarlo? ¿Una rabia impotente? ¿Una excepcional sangre fría? Y ¿cómo encajaba todo aquello con el ardor de esas llamas que habían marcado a Lukas con tanta claridad?

Saboreó el vodka. Ni demasiado fuerte ni demasiado flojo, aunque le faltaba frío. Era un vodka de bisonte polaco que tomaba su sabor y su color de una brizna de hierba que introducían en la botella. Esa hierba crecía en el bosque de Biaowiea, al noreste de Polonia y en Bielorrusia, supuestamente sólo en el punto exacto donde había cagado un bisonte. Tenía un regusto a vainilla y, en sus años mozos en Croacia, Trokic, su hermano y su primo le habían dado lo suyo a ese vodka mezclado con zumo de manzana, lo que llamaban szarlotka. Ahora, sin embargo, no era fácil sacarle del vino tinto.

El comisario se llevó al salón el vaso, la botella y una pila de informes que ya había leído. Tenía intención de revisarlos, pero de repente descubrió que su mente había decidido seguir sus propios derroteros. Recostado, estudió los pequeños y coloridos paisajes que había en las paredes gris verdosas mientras dejaba que el vodka hiciera efecto. Su casa carecía de decoración; al contrario, estaba repleta de libros viejos que jamás había leído, varios muebles del montón, cada uno de su padre y de su madre, y cierto exceso de instalaciones eléctricas. Y luego estaban aquellos cuadritos que había pintado su prima Sinka.

Sus pensamientos fueron serpenteando imperceptiblemente hasta su última visita a Croacia. Un importante asunto familiar requería que tomara una decisión, se trataba de la desaparición de su prima Sinka. Había nueva información que sopesar. Pero ahora no tenía tiempo para pensar en eso. Tendría que esperar.

En vista de que no lograba encontrar sosiego, encendió el televisor por primera vez en mucho tiempo y puso un DVD de un concierto de Rammstein en Nimes. El equipo de música le había costado una fortuna, por no hablar de los auriculares inalámbricos que utilizaba para no molestar a los vecinos, pero el televisor estaba cada día más caduco y ya casi parecía una pieza de museo. Mando a distancia no tenía desde que una mujer, de cuyo nombre ya no se acordaba, le había tirado una cerveza por encima. Afortunadamente, los auriculares funcionaban también con la tele y pudo hundirse en el sofá y dejar que su cerebro se recuperara mientras el grupo alemán iba sembrando de notas pesadas como un camión con remolque un escenario lleno de llamaradas, humo, orgías lumínicas, fuegos artificiales y uñas negras.

Despertó en el sofá al oír el timbre del teléfono. Se incorporó, se quitó los auriculares, buscó a tientas el móvil y se lanzó a la conversación.

—Soy Jasper —se presentó una voz monótona al otro lado—. ¿Te molesta que llame tan tarde?

—Depende de por qué llames —contestó Trokic.

—Lisa y yo ya hemos visto los vídeos de todas las tiendas.

El comisario consultó el reloj. Era la una y media y sentía unas leves náuseas. El vodka con el estómago vacío.

—¿Qué habéis encontrado?

—Teníamos que llamar para contártelo. Estamos casi seguros. Aún hay que ampliar la imagen y hacerla más nítida, Lisa piensa encargarse mañana, pero parece Lukas con esa cartera que dicen que llevaba. Por lo que recuerdo, tenía una mariquita gigante por detrás. Se le ve justo cuando pasa por delante del escaparate de la panadería.

Trokic se había espabilado de golpe. Automáticamente echó mano de los cigarrillos que había dejado en la mesa y agitó un encendedor para resucitarlo. Tras una honda calada preguntó:

—¿Va con alguien?

—No, la verdad es que no. Pero hay una persona al otro lado de la calle.

—¿Un hombre?

—No podría asegurarlo al cien por cien, pero yo creo que sí. A mí me parece que está quieto. Como si observase a Lukas. Y esperase.