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—¿Esto qué es?
Agersund, sentado al otro lado de la mesa, le observaba desde su sillón mientras señalaba con la cabeza hacia un montón de papeles. Así, con las enormes manazas entrelazadas por detrás de la nuca, a Trokic le recordaba a un profesor de matemáticas fascistoide que le había dado clases en el colegio. La postura del comisario jefe no era necesariamente un síntoma de relax, sino más bien de que esperaba una explicación por parte de su subordinado. Algo no muy distinto a las ecuaciones.
—Son informes —contestó Trokic, que empezaba a experimentar cierta irritación ante el proceder poco directo de su jefe.
Probablemente su superior había vuelto a presionarle exigiendo progresos y Agersund se desquitaba atacando al siguiente por debajo de él en el escalafón. Por lo visto, cuando la prensa empezaba a usar la palabra incompetente para referirse a la policía y a criticar una investigación, la presión era automática. Y cuando los periodistas, con una imaginación que habría sido la envidia de cualquier escritor, inventaban todas las teorías posibles, consultaban a psicólogos y trazaban perfiles poco fiables.
Agersund arrugó la nariz.
—Sí, eso ya lo veo.
Y, en el mismo tono hosco, añadió:
—Al parecer andáis hurgando en casos de mil novecientos y el carajo. ¿Qué sentido tiene?
—Se me ha ocurrido que podrían tener alguna relación con el de ahora. Hay una muerte que…
—Mira, no hace falta que me lo repitas porque ya he leído tu último informe. Ese caso está muerto y enterrado hace ya mucho tiempo, no merece la pena. Ya sabes que la mayoría de los homicidios se producen en el seno de la familia y hay indicios de que a Lukas Mørk le maltrataban. ¿Por qué meter las narices en esa mierda de hace ya tantos años? Tú ve a por los padres y saca a la luz cualquier cosa que encuentres sobre ellos. Seguro que hay más.
Trokic echó un vistazo por la ventana. Unas nubes de color grafito se arremolinaban como grandes guedejas de lana.
—¿Y qué me dices de Annie Wolters? —preguntó—. Me da la impresión de que existe algún tipo de relación. Estoy seguro de que los expertos van a dictaminar que el incendio con el que se tropezó fue intencionado.
—Cada cosa a su tiempo. Aunque, sinceramente… Los del laboratorio no han encontrado absolutamente nada que haga pensar en una muerte sospechosa. Lo más probable es que algunos chavales del pueblo estuvieran tirando cohetes y alguno cayera en el cobertizo. Y la señora se fue derechita a las llamas del purgatorio.
—Había medio metro de nieve en el tejado —prosiguió Trokic—, habría frenado el cohete. Ya lo hemos comprobado, no hubo fuegos artificiales en varios kilómetros a la redonda. En serio, ¿no te llama la atención tanto incendio?
—No, la verdad es que no. ¿Eres consciente de la cantidad de incendios que se producen en Århus todos los años?
—Bueno, sí, pero…
—¿Qué me dices de lo de los padres?
—No tenemos nada contra ellos. Yo creo que no tienen nada que ver, sencillamente. Las horas no encajan.
—¿Y habéis investigado al tío del póquer y a todos sus amigotes?
—Sí, pero es complicado. Allí entran y salen unos y otros y todo lo que tenemos es la palabra de Johnny Nielsen. Puede haber ido más gente de la que él dice.
Agersund se puso en pie y se chascó los nudillos. El pelo a cepillo empezaba a crecerle y hacía que su cabeza pareciese un erizo gris. De repente esbozó una sonrisa de dientes amarillos.
—Pero se acabaron las clases de historia, ¿vale?
Trokic le correspondió con la mirada más inocente de su repertorio.
—Por supuesto.