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Rondaba la medianoche cuando llegó a su adosado de Højbjerg. El asesinato de Lukas Mørk le había aguado la alegría que le había proporcionado la última visita a su familia en Croacia, pero además había hecho pasar a un segundo plano una cuestión que no dejaba de reaparecer. Cada vez que veía a Jacob, zas, volvía a acordarse del archiconocido asunto. Aunque esta vez era diferente. Se trataba de su prima Sinka, que, como tantas otras mujeres durante la guerra, un día había emprendido un viaje sola y se la había tragado la tierra. Sinka, que por aquel entonces apenas contaba veinte años y salía con Jacob, que en aquellos momentos se encontraba en una misión de carácter militar en Zagreb, donde se hallaba el cuartel general de la UNPROFOR.

Trokic comprendía que la familia se negara a admitir la suerte que podía haber corrido un pariente desaparecido, a él mismo le costaba enfrentarse a ello y todos los veranos recorría el archipiélago con una foto de su prima que iba mostrando a diestro y siniestro. Seguía albergando la esperanza de que alguien la recordara. La guerra también había tenido sus respiraderos y algunos de ellos habían sido las pequeñas islitas del Mediterráneo y la costa de Istria, más o menos respetadas por el conflicto gracias a su situación poco estratégica.

Aún la veía antes de que se marchara. Había colaborado con él y con su organización benéfica de Zagreb en alguna ocasión, aunque se le hacía muy duro. Cada grupo de refugiados que llegaba de Krajina, al inicio bajo control serbio, traía consigo historias atroces. Trokic no podía soportar verla perder su fe en los demás, observar su mirada, cada vez más oscura. Entonces conoció a Jacob y revivió. Aun así, decidió ir a pasar unos días a la isla de Krk, un lugar muy tranquilo. Jamás regresaría de aquel viaje. Perder a Sinka fue un duro golpe. En un momento en que el cáncer y la guerra se habían llevado a los seres más queridos de Trokic, su prima se había convertido en la persona más próxima a su corazón. Tenían temperamentos parecidos y habían llegado a un grado de confianza que él no tenía con nadie más. Con ella le pareció perder un pedazo de sí mismo.

Las últimas navidades, sin embargo, habían sido diferentes. Durante una visita a un café de Tkalciceva tropezó con un hombre al que había ayudado su organización, un tipo que, como él, rondaba los cuarenta. Delante de alguna que otra cerveza más de la cuenta se pusieron al día de sus vidas e hicieron balance de lo que había crecido la familia. Al final, Ivan le preguntó cómo le iba a la hermosa Sinka. Él le explicó que llevaban cerca de doce años sin verla y que no sabían si estaba viva o muerta. Entonces fue cuando Ivan soltó la bomba: «¡Pero si la vi en Belgrado este verano!». Trokic le preguntó si ella le había reconocido, pero en ese punto la respuesta de Ivan fue negativa. La había entrevisto fugazmente al subir a un autobús del que ella bajaba. Como si de un interrogatorio se tratara, el comisario le preguntó por su aspecto y su amigo la describió como muy guapa, rondando los treinta años, de constitución menuda, con la nariz larga y fina, los ojos castaños y algo juntos y el pelo largo. Además, en un momento en que la vio apoyar la mano en la barra del autobús se había fijado en que le faltaba la última falange del meñique.

Trokic estaba convencido de que Ivan era un testigo fidedigno y creía en sus palabras, pero después de muchas consideraciones empezó a dudar. Habían pasado muchos años, ni siquiera estaba seguro de poder reconocerla él mismo. Si veía a una mujer de la edad adecuada sin la última falange del meñique, ¿no adquiriría ese rasgo tal magnitud que llegara a parecerle único? Y, por lo que se refería a la descripción, se ajustaba a la mayoría de las mujeres de la antigua Yugoslavia o, ya puestos, del sur de Europa.

Sin embargo, aquel episodio fue el origen de toda una serie de elucubraciones por su parte. Si era Sinka, ¿qué demonios estaba haciendo en Serbia precisamente? Ella, que odiaba a los serbios aún más que él, si es que eso era posible. ¿Les mintió al decirles adónde iba o la habían secuestrado? ¿Habría perdido la memoria? Se aferraba también al hecho de que nunca hubiera aparecido su cadáver, ni siquiera durante la exhumación de diversas fosas comunes, a pesar de que figuraba en las listas de desaparecidos. La habían buscado por toda Croacia de manera exhaustiva, de modo que el que estuviera en Belgrado explicaría por qué nunca habían logrado dar con ella en suelo croata.

La historia de Ivan le había hecho plantearse si debía compartir aquella información con el resto de la familia… y con Jacob. Tras varios días dándole vueltas al asunto decidió comunicarle la noticia a su primo Tomislav y delegar en él la responsabilidad de decidir si había que contárselo a la madre de Sinka. Tomislav también determinaría si se investigaba el caso. Pero quedaba Jacob. Hasta ese momento no le había dicho nada.

Le preocupaba su reacción. ¿Se metería de cabeza en el primer avión para Belgrado por algo que tal vez no fuera más que un espejismo? Doce años atrás la desaparición de Sinka le había destrozado por completo y se arriesgaba a que aquella información reabriera una vieja herida quizá sin motivo. Y, para colmo, ahora que su amigo parecía haber vuelto a encontrar al fin la felicidad con Lisa. Lisa, que conocía toda la historia y el verano anterior había llegado a pasar sus vacaciones con Jacob en Croacia para ver con sus propios ojos las zonas que la guerra había devastado. Por más que le tentara la idea de ver a Jacob convertido en un miembro más de su familia, Trokic no podía exponerlo a una pena innecesaria ni a que cayera en las mismas especulaciones que él. Sin embargo, su amigo parecía haber barruntado algo durante la reunión. Bueno, en realidad, ya el día antes. Conocía al comisario mejor que nadie y una mirada un poco más meditabunda de la cuenta bastaba para decirle al rubio inspector que su amigo le ocultaba algo.

Trokic puso Revelations, de Audioslave, subió el volumen y luego lo aumentó una pizquita más. A continuación abrió el frigorífico y se llevó una alegría al ver que quedaba un paquete de pan negro y un salami toscano sin caducar. Normalmente solía prepararse unos espléndidos platos de verduras que, a ser posible, acompañaba con montones pescado, pero cuando estaba en medio de un caso difícil se olvidaba por completo de la compra hasta que cualquier parecido entre lo que comía y una alimentación sensata era pura coincidencia. El siguiente peldaño en el descenso en la escala de las cenas una vez limpio el frigo consistía en pizzas y demás comidas para llevar que se podían comprar a última hora de camino a casa. Un nivel pavoroso al que por suerte sólo había llegado rara vez. Satisfecho con su hallazgo, preparó dos rebanadas de pan con mantequilla y salami y puso rumbo al salón cargado con ellas y con los restos del vino tinto de la víspera.

De repente se le ocurrió otra idea. Tal vez Sinka no quisiera que la encontrasen. Por multitud de razones diferentes. Trokic estaba convencido de que su amor por Jacob había sido sincero, pero la guerra transformaba a la gente. Quizá hubiera sido víctima de una violación o de algún otro delito que la había hecho enfermar mentalmente. Aquella zona estaba atestada de personas con terribles heridas en el alma, y Sinka ya tenía un carácter muy sensible de por sí. Trokic había oído espantosas historias de millares y millares de mujeres que habían sido violadas, maltratadas, humilladas, vendidas y alquiladas durante la contienda.

Se tragó lo que quedaba de la cena con un suspiro, vació la botella de vino y estaba a punto de tirarse en el sofá cuando sonó su móvil. Observó la pantalla. Un número desconocido. Por un segundo consideró la posibilidad de pulsar el botón rojo y rechazar la llamada, pero entonces reapareció Lukas Mørk. Su carita congelada en un instante de horror. Cogió el teléfono de la mesa.

—¿Sí?

—Soy Jytte Mørk, la madre de Lukas. Perdone que le llame a estas horas.

—No pasa nada, no se preocupe por eso —murmuró el comisario, al tiempo que se incorporaba en el sofá—. Dígame, ¿en qué puedo ayudarla?

—Me cuesta encontrar la calma. Las ideas… —se le quebró la voz—, las ideas no dejan de rondarme por la cabeza. Quería saber si había alguna novedad.

—No, nada trascendental. Seguimos distintas pistas de las que no le puedo dar detalles porque aún no sabemos si tienen consistencia, pero puede estar segura de que estamos empleando todos los recursos de que disponemos para tratar de encontrar al asesino de Lukas.

Al otro lado de la línea se oyó un larguísimo suspiro, como si aquella mujer llevara horas conteniendo el aliento y al fin lo hubiera dejado escapar por un instante. Después rompió a llorar quedamente. Trokic guardó silencio mientras el dolor se filtraba a través de la línea telefónica. Transcurrido medio minuto, ella siguió hablando.

—Mis ideas describen círculos. Mi marido cree que me estoy volviendo loca. Repito lo mismo una y otra vez. Porque mi mente siempre vuelve a lo mismo. En círculos. Como si tarde o temprano fuera a encontrar otra solución. Me veo haciendo el mismo recorrido y buscándole infinitas veces. Por el pueblo. Pero al final siempre llego a la misma terrible conclusión.

Otro suspiro.

—¿Han hablado con el auxiliar de la ludoteca? —preguntó de pronto—. Adam, creo que se llama. A lo mejor él vio algo.

—Sí, hemos hablado con él varias veces. Él fue quien salió a decirle adiós a Lukas cuando se marchó. Es todo lo que sabe.

—Ya, pero yo le vi cuando salimos a buscarle. Salía de la cooperativa.

—¿Sabría decirme a qué hora fue eso?

—Bueno, no con exactitud. Más o menos entre las cuatro y media y las cinco y media, a lo mejor.

Trokic frunció el ceño y recordó la lista de la directora del centro. Estaba convencido de que el nombre del sustituto figuraba entre los de quienes no habían abandonado la ludoteca en ningún momento.

—¿Y está segura de que era él?

—Sí, completamente segura. El chico de la coleta.