53
Mårslet empezaba a salir de su letargo invernal. El hielo iba retirándose de calles y jardines y en algunos lugares se oía ya el canto cauteloso de los mirlos mientras coches y ciclistas volvían a aventurarse a salir no sin cierto escepticismo.
Contempló el anejo de Skellegården sin poder evitar preguntarse qué secretos ocultaría. Durante el registro de la casa, los colegas de Trokic habían encontrado una puerta a la oscuridad, pero ¿encontrarían también la respuesta que andaban buscando?
—¿Cómo se puede hacer algo así? —le había preguntado Jasper Taudrup a la profesora cuando dos policías la llevaban esposada hacia el coche patrulla que la aguardaba.
Los labios de Jonna Riise se curvaron hacia arriba en una sonrisa altiva al tiempo que los músculos de su rostro amenazaban con dejarse llevar por la rabia que se agitaba bajo la superficie.
—Un día decidí librarme de esa palabra tan superflua llamada moral. Es un concepto desagradablemente dependiente de la sociedad.
Se retorcía tanto entre los agentes que se le abrió la blusa dejando expuesta al frío aire invernal una cicatriz que se extendía por sus pequeños pechos como una multitud de manchas en relieve.
—Es asqueroso —replicó Taurup—. Y encima una profesora.
Trokic decidió ignorarla y entrar en la casa con Jasper pegado a los talones. Era más fría de lo que recordaba, aunque era posible que se debiera a que se había quedado abierta una ventana que daba al jardín. Morten Lind, al frente del registro, salió a su encuentro.
—Un golpe de suerte —comentó, aunque no se percibía alegría en su mirada.
El comisario miró hacia la alargada mesa del salón y tragó saliva.
—Hemos encontrado las fotos en un altillo, metidas en una caja. En realidad, sólo queríamos examinar la habitación del crío, pero hemos tropezado con el altillo y hemos pensado que era mejor verlo también. La verdad es que la orden solamente incluía el dormitorio, pero hemos considerado que el altillo formaba parte de él. Son fotografías de sus hijos —murmuró con aspecto de ir a vomitar de un momento a otro.
Lind llevaba poco tiempo en la policía judicial y Trokic dudaba de que hubiera tenido que enfrentarse a ese tipo de imágenes en toda su vida. Había montones y montones de ellas. Los niños estaban desnudos, atados a las sillas, atados a los radiadores, colgando del techo.
—Está detenida y, en primera instancia, acusada de tenencia de pornografía infantil. Y aún no hemos encendido el ordenador. Kornelius va a tener trabajo —continuó Lind.
Al cabo de un minuto, Trokic ya había tenido más que suficiente y sentía náuseas. De pronto aquel lugar le parecía asfixiante y no podía dejar de pensar en todo lo que había ocurrido entre aquellas paredes. Miró de reojo hacia el reloj de pared, que seguía presenciándolo todo con su tictac. Todo aquello parecía un anacronismo, una realidad que no debería haber salido de su época, treinta y cuatro años atrás, cuando Eigil Riise prefirió la muerte antes que el destino que le ofrecían sus padres. Ya no le cabía la menor duda de que las fotos que le había enseñado Lisa procedían de allí. Pero ¿por qué habría optado Jonna por tomar el mismo camino? El comisario había aprendido una cosa en sus años en la policía. La maldad genuina, como la de esa casa, como la que había sufrido Lukas, no se daba muy a menudo. ¿Acababa de encontrar a su asesino? ¿Habría sido ella la que había estrangulado y quemado a Lukas?
Sin contar a los tres policías, la casa estaba desierta. Las puertas de las habitaciones de los niños estaban abiertas. Trokic echó un vistazo a la del pequeño, el dormitorio de Frederick; un cuartito donde predominaban los juegos de rol. Medio estante estaba atestado de figuritas pintadas. Una vez había interrogado a un tipo al que le interesaban esas cosas y le había dicho que daban mucho trabajo y que eran una afición bastante cara. En ese instante empezó a sonar su móvil. Al otro lado de la línea oyó la voz extrañamente decepcionada de Agersund.
—Nos han devuelto la foto de Inglaterra, la de la panadería.
—¿Y?
—No es exactamente lo que esperaba.
—¿Qué quieres decir?
—No es un hombre. Nos equivocamos porque estaba muy borrosa.
—¿Qué quieres decir?
—Es un niño.
A ambos lados de la línea se hizo el silencio. Trokic recorrió la habitación con la mirada y de pronto se quedó helado mientras las piezas empezaban a encajar. Sus ojos se detuvieron en algo amarillo que asomaba del armario. Había algo en ese color que le resultaba familiar y por un momento se le detuvo el corazón. En un abrir y cerrar de ojos se plantó junto al mueble y abrió la puerta. Del estante superior cayó una larga bufanda amarilla y durante una décima de segundo volvió a ver a Torben Bach en el Instituto Forense con un poco de fibra en unas pinzas. La idea era tan atroz que surgió de improviso, sin llegar a tomar forma en su conciencia.
—Ahora te llamo —murmuró antes de colgar.
En la versión de los hechos que les había presentado Mathias, Frederick se encontraba en casa de Thomas. Frederick siempre estaba con Thomas. Clavó la mirada en el ordenador que el chico tenía sobre la mesita del rincón. Algo le arrastró hasta allí y le impulsó a agacharse y pulsar el botón de encendido. Al instante apareció la pantalla con el logo de Windows pidiendo una contraseña. Maldijo entre dientes. Luego se dio la vuelta y se dirigió a la cocina.
—Frederick está en casa de un tal Thomas —le informó Morten Lind—, lo ha dicho Jonna Riise antes de que se la llevaran.
El comisario se frotó el hombro, pensativo. Tenía el músculo duro como el hormigón. El frío de Skellegården le calaba a uno hasta los huesos.
—Por lo visto es un compañero de clase. ¿Cómo se apellida? ¿No lo ha dicho?
Se produjo una pausa. Morten Lind tenía aire de temer haber cometido un error imperdonable.
—No, creo que no, pero he visto una lista de alumnos en la cocina, encima de la nevera.
—Mira a ver si es ésta.
Trokic repasó el listado.
—¿De cuándo es esta lista? No aparece ningún Thomas.
—Qué raro —contestó Morten—, es de este curso. ¿Será que no le conoce del colegio?
Trokic hizo caso omiso de él y sacó su móvil para llamar al primer número de la lista. Line, la tutora. Después de que le pasaran con varias personas del colegio consiguió hablar con ella y explicarle lo que quería. La voz del otro lado vaciló un poco antes de decidirse a responder:
—Pues es que ya no hay ningún Thomas en clase, se marchó hace dos años. Su familia se mudó a Kolding porque el padre consiguió trabajo en un bufete de abogados de allí, así que tiene que referirse a otro.
—¿Y en otra clase? —insistió el comisario.
—Tampoco hay ningún Thomas. No es un nombre muy habitual en esas edades. La verdad es que no he visto a Frederick jugar con nadie en todo el curso.
—Muchas gracias.
No había ningún Thomas. Colgó y se quedó con la mirada perdida. Acababa de darse cuenta de algo y se sentía como si le hubiese absorbido una centrifugadora.
Trokic regresó al dormitorio y le echó otro vistazo. Entornó el armario y levantó todos los montones de ropa, abrió las cajas de juegos y la baraja de coches y miró dentro de unas botas con patines que había en el estante de abajo. Después buscó debajo de la cama, levantó las sábanas, inspeccionó la funda de la almohada y apartó las cortinas de la ventana. Por último movió todos los libros de la estantería y miró detrás. Ya casi había perdido la esperanza cuando reparó en la cartera del colegio, que estaba encima de la silla del escritorio. Sacó unos cuantos libros forrados muy ajados y los hojeó. Nada. En ese mismo instante advirtió que también había algo más fino, una especie de cuaderno de dibujo encuadernado en piel. Destacaba entre los demás artículos escolares, aunque también podía pasar por uno de ellos. Al abrirlo cayó un montón de papeles que quedaron diseminados por el suelo. Dibujos con y sin color que representaban todo lo habido y por haber, imágenes que narraban historias. Con un repentino mal presentimiento, recogió el primero.