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Lisa se quitó las altas botas marrones de tacón de una patada y se acercó a la ventana a pasitos cortos para admirar las vistas. El Hotel Radisson estaba situado en el centro de una Ámsterdam gélida y mañanera, flanqueado por dos bonitos coffee shops, el Rusland y el Basjoe, a tiro de piedra del Barrio Rojo, que acababa de atravesar al salir de la estación con los pies doloridos, la maleta a rastras en una mano y un plano en la otra. El lugar destinado a acoger el seminario europeo era una rareza arquitectónica que combinaba varios antiguos edificios comerciales, una fábrica de papel y una casa parroquial fusionados bajo una cubierta común y reconvertidos en hotel, un hotel cuyas tarifas seguramente habían dejado a Agersund sin respiración. Las vistas, sin embargo, eran tejados y un cielo gris. Estaba cansada porque llevaba en pie desde antes de que pusieran las calles, así que pasó al cuarto de baño a llenar la bañera. A las diez, cuando comenzara el seminario, quería estar fresca y descansada.

Acababa de introducirse en el mar de burbujas que había creado tras estudiar a conciencia el surtido de productos de higiene personal del hotel envasados en unos chismines de plástico diminutos, cuando llamaron a la puerta. Lo ignoró y se sumergió aún más en la bañera. El calor le subió hacia las mejillas, todavía frías por la caminata, y sintió en la piel los pinchazos de la sangre en los vasos sanguíneos. Si eran los del servicio de habitaciones o los de la limpieza, tendrían que volver más tarde, porque aquello era fantástico. Ya casi había perdido la conciencia del tiempo y el espacio y había iniciado una fantasía en la que Jacob la acariciaba con sus labios por las zonas más sensibles de su cuerpo, cuando volvieron a llamar a la puerta, esta vez acompañando los golpecitos con un «Lisa? Hello?». A regañadientes, desterró de su mente la imagen de Jacob, sus ojos azules, su bonita sonrisa y su lengua aterciopelada y frunció el ceño. El personal no solía llamar a los huéspedes por su nombre de pila, ¿o sí? Molesta por la interrupción y con muchas prisas, salió de la bañera y a punto estuvo de resbalar en el suelo de mármol. Se envolvió en una de las gigantescas toallas del hotel y se acercó a la puerta.

—¿Sí? —gritó a modo de respuesta con la esperanza de obtener una explicación.

—Soy yo, James Smith. De Londres. Estamos juntos en el seminario.

La inspectora entreabrió la puerta y le sonrió con cautela al hombre que había osado molestarla. Al otro lado estaba uno de sus viejos conocidos de la época de Copenhague. Por aquel entonces, James trabajaba para Scotland Yard en la desarticulación de redes de pedofilia en internet, el mismo campo que ella, y fue su contacto en la policía británica en varios casos. Era altísimo, algo más de dos metros cinco, de complexión fuerte y tenía el pelo rubio y las mejillas siempre encendidas. Ella sospechaba que esto último podía deberse al constante flujo de alcohol que consumía tan pronto se presentaba la ocasión. El sonido de su voz hizo que algo se agitara en sus recuerdos.

—Perdóname, no estás demasiado presentable —observó sin ninguna necesidad—. Puedo volver más tarde.

—Estaba en el baño, pero no pasa nada. No sabía que tú también venías, si no te habría llamado antes de salir. ¡Cuánto tiempo! ¿Tres años ya?

—No he visto la lista de participantes hasta que me he subido al avión —le explicó James—, así que al llegar he preguntado por ti en recepción. ¿Te apetece bajar a tomar una copa en el bar antes de empezar? Cuando acabes de bañarte. No sé tú, pero yo necesito sacudirme de encima ese vuelo.

—¡Claro! ¿Dentro de media hora? —preguntó Lisa, que lo encontraba un poco temprano para copas.

Quedaron en reunirse en el bar, que se encontraba en la antigua casa parroquial que ocupaba el centro del hotel. Luego volvió a sumergirse con entusiasmo entre las cálidas burbujas.

—¿Sigues en Scotland Yard? —se interesó cuando se sentaron en uno de los macizos muebles marrones de piel cada uno con su consumición, un capuchino para ella y una cerveza Jupiler para James.

Lisa echó un vistazo por el bar, un local de techos altos decorado con papel pintado de color beis. Una escalera de caracol antigua de peldaños desgastados conducía al piso de arriba. La sala estaba iluminada por grandes arañas de cristal y una falsa chimenea donde el fuego chisporroteaba alegremente en torno a un tronco.

—No, ahora soy autónomo, así que este seminario corre de mi cuenta.

—¿Autónomo? ¿Cómo?

—Trabajo en seguridad privada. Concretamente, me encargo de proteger a personajes públicos y a personas anónimas de hostigadores.

—Es todo un giro en tu carrera, pero suena interesante —contestó Lisa.

La policía inglesa había perdido a uno de sus mejores hombres en la lucha contra la pedofilia, pero así eran las cosas.

—Pero yo creía que solían ser inofensivos. Me refiero a los hostigadores.

James asintió.

—La mayoría sí, afortunadamente. Pero de vez en cuando aparece uno violento que llega incluso a matar, y no quiero que le ocurra a uno de mis clientes. Por eso me interesa todo lo que huela a psicología. Sé que uno de los profesores tiene experiencia en casos con hostigadores y espero poder tener una conversación con él en algún momento del curso.

Lisa le echó azúcar al capuchino y contempló cómo desaparecía entre la espuma. Estiró las piernas por debajo de la mesa y se recostó a sus anchas en el asiento.

—Entonces, ¿trabajas solo?

—No, de momento somos doce en la empresa —prosiguió él—. Mis compañeros son, por un lado, gente con experiencia en temas de seguridad dentro de la policía y, por otro, guardaespaldas declarados que seleccionamos en los cuerpos especiales. Hacemos muchas cosas, desde asesorar a particulares que tienen exparejas que los acosan hasta ayudar a actores perseguidos por admiradores. En algunos casos, también tenemos políticos sometidos a un acoso más prolongado. Además, hay distintos tipos de hostigadores, aunque nosotros básicamente procedemos con todos ellos por igual.

—¿Y conseguís que lo dejen? Porque nosotros solemos cursar una orden de alejamiento, pero reconozco que no es muy efectivo.

—Normalmente lo que tenemos que cambiar es el comportamiento de la víctima. Las órdenes de alejamiento al final pueden acabar empeorando las cosas, porque corres el riesgo de exaltar al hostigador. No hay forma de hacer entrar en razón a esa gente, está como poseída. No somos guardaespaldas en el sentido tradicional y por eso no prestamos un marcaje veinticuatro horas, así que ante todo se trata de enseñarles a que se defiendan ellas mismas. Y digo ellas porque estadísticamente el problema afecta a una inmensa mayoría de mujeres, de manera que tienen que aprender un sinfín de medidas de seguridad básicas que van desde cambiar de número de teléfono hasta hacer cursos de defensa personal, aprender a manipular el correo y probablemente realizar una o varias mudanzas.

—Joder, cómo lo siento por esas mujeres —se compadeció Lisa—. Acaban viviendo como víctimas eternamente.

—Sí, y muchas de ellas también se vuelven tercas y se niegan a cambiar de vida por culpa de sus perseguidores. Intentamos hacerles ver que no les queda más remedio, cualquier otra decisión representaría un riesgo demasiado alto. Por desgracia, para cuando nosotros entramos en escena las cosas ya han alcanzado un punto en que la persona en cuestión ya se ha convertido en una carga enorme en la vida de esas mujeres. Sería una ventaja que interviniéramos antes para así poder tener un efecto más preventivo.

—¿Qué quieres decir?

—Mira, muchas de esas mujeres, por ejemplo, creen que pueden hablar con ellos y explicarles las cosas. Pero no funciona. Los hostigadores se nutren de atención y lo tomarían como una señal de que se está produciendo un acercamiento en lugar de lo contrario. Se les dice que no una vez y después no hay que volver a prestarles atención. Muchos de ellos están gravemente perturbados y creen mantener una relación con la víctima y que ésta los ama. Solemos decir que cuanto menos amor hubo antes del comienzo del acoso, más locos están.

—¿Y no temes que pueda pasarle algo a alguno de tus clientes? —preguntó Lisa.

—Claro, joder. Llegas a conocerlos y se crea un vínculo personal, aunque ya estamos curtidos. Pero por lo que sé, tú también has pasado de la unidad especial de Copenhague al Departamento de Homicidios de Århus.

—No podía más —admitió—. Lo que más cuesta arriba se me hacía era dedicar tanto tiempo a los casos para luego ver cómo los pedófilos acababan con unas condenas ridículas.

—Sí, ese trabajo afecta a la gente —corroboró James con mirada ausente.

Lisa consultó la hora. Ya iba a dar comienzo el primer seminario.