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El inspector Jasper Taurup y Morten Lind volvieron a la carretera dando un paseo y pusieron rumbo hacia la siguiente casa, una construcción de ladrillo rojo con el tejado negro de los años cincuenta situada a poco más de setenta metros de distancia.

—Se me ocurren un par de formas en las que podría haberme calentado —comentó Morten mientras se guardaba entre risas la libreta en el bolsillo—. ¿Seguro que no hay que cachearla?

—Cállate, hombre —murmuró Taurup, deseando por enésima vez volver a los tiempos en que su compañero era el comisario Daniel Trokic. O al menos a unos tiempos sin Morten Lind, que no conseguía abrir la boca e hilar una frase que no desvelara su ineptitud social. Por suerte tenía el pico cerrado casi siempre.

—¿Cuántas casas nos quedan? —preguntó Morten.

—Creo que otras tres —contestó Jasper— y terminamos.

Instantes después llamaban a una puerta bien cuidada con una pesada aldaba. El letrero del muro anunciaba que allí vivía Annie Wolters. Tras unos segundos de silencio la puerta se abrió dando paso a una anciana de unos ochenta años que llevaba un vestido marrón con flores amarillas. Tenía el pelo cano con reflejos azulados y unos ojos algo lacrimosos que los observaron por encima de unas gafas verdes de gruesos cristales. Al esbozar una leve sonrisa, sus finos labios dejaron entrever una hilera de dientes postizos muy regulares. A Jasper le hizo pensar en su abuela, que gozaba de perfecta salud y tenía tiranizada al resto de la familia. Se entretuvo un momento preguntándose cómo harían todas las mujeres de esa generación para tener aquel tono exacto de gris. Luego le explicó qué les llevaba por allí más o menos con las mismas palabras con que se lo había expuesto a su vecina.

—Ay, sí, es algo terrible —dijo ella estremeciéndose con la misma expresión asustada que compartía todo el pueblo.

—Un caso muy desagradable, tiene usted razón, señora Wolters —convino Jasper—. Estamos buscando gente que pueda contarnos algo. Es posible que alguien tenga información sin ser consciente de ello. ¿Ha salido usted de casa estos últimos días? Nos interesa especialmente la tarde de antes de ayer.

Echó un vistazo por encima del hombro de la anciana y escaneó un coqueto recibidor con una alfombra de color azul real y un pequeño secreter de madera oscuro. De un perchero colgaban un abrigo de lana, un largo paraguas rojo y un bastón. El olor que salía de la casa era también el mismo que desprendía la casa de su abuela, un suave aroma a jabón mezclado con café y bollos recién hechos.

—Antes de ayer estuve en casa todo el día, y ayer, ya que me lo pregunta. Aquí sólo vivimos mi gato y yo. Pero ¿no quieren pasar a tomar un café con pastas?

—No, pero se lo agradecemos. Si no ha salido de casa, no hay razón para hacer un registro, y andamos algo apurados. ¿Qué me dice del cobertizo? ¿Está cerrado con llave?

—Sí, está cerrado, pero pueden ir a verlo. Mi hijo acaba de cambiarle el candado. Aquí tengo la llave.

Abrió un cajón del secreter y sacó una llavecita.

—Voy yo a mirar —dijo Morten tras hacerse con ella.

Cuando su compañero ya había doblado la esquina, Jasper preguntó:

—¿Conocía usted a Lukas?

El semblante de Annie Wolters se tornó cauteloso y la anciana, inquieta, empezó a juguetear con la cadenita de oro que rodeaba su arrugado cuello.

—Sí, claro, sabía quién era. Su padre es Karsten Mørk, que tiene la misma edad que mi hijo. Además, sigo dando clases de música y enseñando a tocar el piano y Lukas estuvo viniendo la primavera pasada, aunque al final perdió el interés. Les ocurre a muchos hoy en día. Las notas las entendía, pero para él los compases no tenían ni pies ni cabeza. Parecían interesarle mucho más los insectos, así que al menos en algo se ocupaba. Eso sí, era un niño muy simpático.

Morten volvió e hizo un gesto negativo.

—Nada en el cobertizo.

Le devolvió la llave.

—Entonces, ¿no le había visto por aquí últimamente? —quiso saber Jasper.

Se produjo una breve pausa. Morten Lind tenía una expresión ausente en la mirada y daba golpecitos de impaciencia con el pie. De entre sus dientes se escapó un débil suspiro.

—No, no que yo recuerde —contestó la señora Wolters.

Se colocó mejor las gruesas gafas y clavó la mirada en un punto a los pies de Jasper. Por espacio de una décima de segundo, el inspector percibió su inseguridad y estuvo convencido de que aquella mujer mentía, pero después desechó la idea. Se trataba de una octogenaria con cierto sobrepeso que caminaba con bastón, no se podía ser tan paranoico.

—Lo cierto es que después de la última clase no volví a verle y, como ya le he dicho, hace ya algún tiempo de eso —añadió la anciana.

—Si le viene a la cabeza lo que sea, cualquier cosa que pueda tener algún interés para el caso, no deje de llamarnos, señora Wolters. Se trata de algo muy grave.

Cuando le entregó su tarjeta, ella la estrujó en la mano sin mirarla, como si acabaran de darle un billete hacia la salvación en el autobús que habría de alejarla del demente que andaba haciendo de las suyas en el pueblo.

—Naturalmente. Espero de todo corazón que no tarden en atrapar al culpable. Para los que vivimos tan cerca, esta sensación de inseguridad es espantosa. Bueno, para todo el pueblo, claro.

Los policías se despidieron y continuaron con su tarea. Al poner rumbo hacia la siguiente casa, Jasper pensó que sólo había un lugar donde le apeteciera menos estar. El lugar donde en esos momentos se encontraba el comisario Daniel Trokic.