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La antigua cuadra, convertida en vivienda tras una remodelación, estaba situada a algo más de cincuenta metros del edificio principal, en el extremo opuesto de los terrenos. La habían pintado exactamente igual que la casa grande, pero los altos pinos que crecían delante hacían que pareciera más oscura y algunos de los cristales de las pequeñas ventanas estaban rotos.

Jonna Riise salió a abrirles con tanta rapidez que Lisa tuvo la sensación de que los esperaba. Tenía poco más de cuarenta años y lucía una espesa cabellera rubia que le caía por la espalda. Unos cautos ojos castaños algo separados observaron a los dos policías de arriba abajo desde un rostro ancho de pómulos altos. Funcionaría, pensó Lisa. Llevaba una blusa marrón con botones negros y unos pantalones a rayas que se ceñían a su esbelta figura. Según los papeles que la inspectora llevaba en la mano, era la única persona adulta de la familia y vivía con tres niños. Tenía cierto aire de rigidez, como si el mero hecho de que cruzaran el umbral de su casa constituyese un delito en su contra.

—Policía judicial —hizo las presentaciones Trokic.

Le mostraron sus placas y ella las estudió con interés. Después les franqueó la entrada. Sus reservas se esfumaron como una sombra y dejaron paso al inicio de una sonrisa.

—Vienen por lo de Lukas, claro —dijo con una voz que sorprendió a Lisa por un ligero exceso de cordialidad que no encajaba con la misión que los había llevado hasta allí—. Pasen.

La siguieron por el interior de una vivienda espaciosa de decoración sencilla que no revelaba mucho de sus habitantes. Las paredes eran blancas y, a excepción de unos estantes con varias fuentes decorativas, una maceta con una crásula y unos manuales, estaban vacías. Los muebles, modestos y prácticos, eran de un tono marrón claro. Daba la sensación de que nunca había terminado de instalarse del todo. Antes de que su anfitriona cerrara la puerta, Lisa alcanzó a entrever un despacho bastante más alborotado con un ordenador de sobremesa, montañas de papeles y un router.

—Frederick y Julie, a vuestro cuarto.

En el sofá había un chiquillo y una niña algo más pequeña entretenidos con un juego bélico de la Playstation. A simple vista parecían gemelos, los dos con los mismos rizos rubios y el rostro ancho, pero al mirarlos con más detenimiento se veía que había una diferencia de cuatro o cinco años entre ambos. Lisa se preguntó qué les estaría pasando por la cabeza. Habían matado a un niño muy cercano a ellos. ¿Cuánto sabrían? ¿Pensarían que también podría haber sido uno de ellos? Todo tenía una apariencia de normalidad, pero cuando se volvieron hacia los recién llegados, el miedo brilló en la mirada del niño. Como si su sola presencia allí lo volviera todo terriblemente real. Luego se esfumó y la partida volvió a absorber toda su atención.

—No, mamá; ahora no —protestó la niña sin apartar la vista de la pantalla.

Su hermano mayor, en cambio, dejó el joystick en el suelo y se retiró a su habitación.

—Fuera, Julie —ordenó la madre.

Tras exhalar un hondo suspiro, la pequeña dejó su joystick en el suelo de madera barnizada y abandonó la sala con gesto de contrariedad. De camino hacia su cuarto le lanzó una mirada de reojo a Lisa, como si fuera personalmente responsable de que la hubieran obligado a interrumpir la partida.

—Nos gustaría hablar un momento con usted del día que desapareció Lukas —comenzó Trokic una vez que los niños se marcharon.

—Claro. Disculpen la conducta de los chicos, pero supongo que esto de Lukas también les está afectando a ellos.

Los invitó a tomar asiento en el sofá y ella se sentó en un sillón marrón de piel al otro lado de la mesita con las piernas cruzadas y las manos apoyadas en los amplios reposabrazos.

—Ayudamos a buscarle todos juntos —dijo con voz pesarosa y un débil cabeceo.

—¿Se refiere a usted y a sus hijos? —preguntó Lisa.

—Sí. Mi hija Julie solía jugar con él, pero mis dos hijos, Frederick, que es al que acaban de ver, y Mathias, también echaron una mano.

—Estamos intentando hacernos una idea de las personas que Lukas conocía y de quién podría haber estado al tanto de sus movimientos el día que desapareció al volver del colegio. ¿Cree que Julie sabrá algo?

—Lo habría dicho cuando salimos a buscarle. Normalmente jugaban juntos por las tardes, hacían escondites en el jardín y esas cosas.

—¿Y Lukas no jugaba con sus hijos? —quiso saber Trokic.

Le costaba asimilar que un niño quisiera jugar con una chica.

—No, la diferencia de edad era demasiado grande. Frederick tiene trece años y Mathias, quince. Lukas sentía un enorme interés por ellos, sobre todo por Frederick, pero ellos no le hacían mucho caso.

—¿Y qué estaba usted haciendo esa tarde antes de salir a buscarlo?

Los músculos de la cara de la señora Riise se estremecieron ante aquella pregunta tan directa.

—Fui a Århus a comprar invitaciones para la confirmación de Frederick y unas cosas para el colegio. Soy profesora en el colegio de Mailing y esa tarde no tenía clases. Los niños estaban con unos amigos.

—¿Viene por aquí algún otro adulto que conociera a Lukas? —continuó Lisa, que una vez más recordó las imágenes de la mesa de autopsias. Las tenía danzando por el subconsciente como muñecos diabólicos desde que salió del Instituto de Medicina Forense. Estaba deseando que le ofrecieran un whisky con soda. O, si no podía ser, al menos un café. Jonna Riise se recostó en el sillón y cruzó los brazos.

—¿Qué quieren decir?

—Tratamos de hacernos una idea de quién tenía relación con él —le aclaró Trokic—. Es mera rutina. Queremos excluir al mayor número de personas posible.

—En estos momentos no salgo con nadie, si es eso en lo que están pensando. El padre de los niños vive en Selandia, cerca de Køge, y nunca le vemos, aunque algo de dinero sí manda de vez en cuando. Y menos mal, porque salen por una fortuna, los niños. Mathias gasta un montón de dinero en su ordenador, Frederick acaba de perder el móvil otra vez y Julie quiere ropa nueva continuamente.

—¿Cómo son las relaciones entre los vecinos de Skellegården?

Lisa esperaba que les preguntara qué les importaba a ellos o qué tenía que ver con el caso, pero Jonna Riise se limitó a sonreír.

—Buenas. Nos saludamos y a veces charlamos un rato. Tampoco una maravilla que digamos. He de decir que me parece que Jytte se pasa de madraza. Y Lukas tenía una extraña fijación con los insectos. Pero Julie le cuidaba como si fuera un hermanito. Era un niño muy educado, por lo menos cuando estaba aquí.

Trokic se sentó algo más cerca del borde del sofá que ocupaba junto a Lisa.

—¿Tiene alguna idea de si estaba a gusto en su casa? —preguntó.

Ella le miró a los ojos un instante y luego, cohibida, desvió la vista hacia el suelo.

—No me hace ninguna gracia hablar de estas cosas, pero yo diría que eran un poco duros con él. Oía que le gritaban, sobre todo el padre. Es una casa muy vieja y en verano, con las ventanas abiertas, se oye todo hasta aquí.

—¿Qué gritaban? —se interesó Lisa.

—Bueno, pues cosas como «Lukas, Lukas, para de una puta vez» o «joder, no lo aguanto más», y luego el crío chillaba como un loco. O sería Teis, el hermano pequeño. A veces también sonaba como si rompieran cosas.

Trokic se levantó y se subió la cremallera de la cazadora con un crujido metálico.

—Muchas gracias por su ayuda. Es posible que volvamos a hacerle más preguntas.

—No hay problema. Si no me pillan en casa pueden llamar al colegio y dejar recado para que les devuelva la llamada.

De camino hacia la puerta, Lisa reparó en el reloj de pie que había en el otro extremo del salón, uno de esos clásicos péndulos de Bornholm de color gris azulado con líneas doradas. Se quedó petrificada unos instantes observándolo, incapaz de avanzar. Le traía a la memoria algo que había visto largo tiempo atrás, pero no conseguía recordar qué era.

—¿Ocurre algo? —preguntó Trokic una vez en el jardín, al aire libre.

—No, es sólo que he tenido una especie de déjà-vu con el reloj del salón —le explicó ella—. No consigo recordar por qué. Lo tengo por ahí al acecho en algún rincón de la memoria.

—A mí me pasa a menudo —comentó Trokic—. Nunca me acuerdo de dónde he visto las cosas antes.

Contemplaron el jardín. El seto nevado era más alto que una persona y aislaba el interior del resto del mundo. Por debajo del blanco manto invernal, el césped parecía tener problemas de musgo, probablemente a causa de los numerosos manzanos, y asomaba una casita de juegos roja manchada de algas y excrementos de pájaros. A la casa principal se le había desprendido un canalón, que oscilaba amenazante en compañía de una hilera de carámbanos. Alguien había instalado una casita para pájaros en la terraza, donde tres herrerillos y dos gorriones compartían media manzana.

—¿Vamos a ver si el tipo del póquer ya se ha levantado? —preguntó Lisa.

—Sí, pero es mejor que se ocupe Jasper. Viene en seguida. Quiero que tú te vuelvas a comisaría en su coche y te pongas con el vídeo.