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«Good girls stay at home, bad girls go to Amsterdam», proclamaba Lisa en la camiseta que llevaba por debajo del abrigo. Un viento suave barría las calles acompañado de una llovizna que le recubría el rostro de unas perlas que parecían de sudor. La temperatura era de dos grados, lo suficiente para mantener la nieve alejada de la capital holandesa.

Tenía la cabeza atestada de datos nuevos y no había costado mucho convencerla para que aceptara salir a dar una vuelta por la ciudad después del seminario. Ella y James seguían al trote y de buena gana a un encantador italiano de la policía judicial de Roma y a dos colegas holandeses. Uno de ellos, una cuarentona de la científica de Amsterdam que se llamaba Annelies y hacía las veces de guía no oficial, insistió en arrastrarlos hasta un cofee shop. Un poco de cultura les sentaría bien, decía.

El menú psicológico del día se había centrado en los asesinos en serie. A Lisa se le había quedado grabada en la retina toda una serie de imágenes grotescas, ejemplos presentados por los profesores en un intento de explicar la diferencia entre los asesinos en serie organizados y los no organizados y sus métodos. Ella ya conocía de antes esa clasificación, claro, pero al revisar una serie de casos los ponentes habían logrado ilustrar cómo procedían en cada caso en particular.

El asesino no organizado solía tener una inteligencia por debajo de la media, si no era directamente retrasado, y sus crímenes eran impulsivos y arbitrarios. Eso se traducía, por lo general, en una escena del crimen desordenada donde no se habían hecho grandes esfuerzos por ocultar el cadáver. Era lógico creer que el crimen no organizado facilitaba la labor de la policía, porque el criminal iba dejando tras de sí una estela de pruebas físicas, pero algunos asesinos trabajaban tan deprisa que la policía no conseguía seguirles el ritmo y otros sencillamente tenían suerte y no eran descubiertos.

El asesino organizado se acercaba más a la imagen que mucha gente solía tener de un asesino en serie. Se trataba de delitos planeados y bien pensados que no dejaban prácticamente nada al azar, cosa que dejaba su impronta en la escena del crimen, de la que se retiraban todas las pruebas físicas posibles. A éstos se les atrapaba con mayor dificultad. A veces, nunca. Lisa había dedicado muchas horas a preguntarse, sin el menor asomo de envidia, cómo sería trabajar en la policía de un país que ostentaba el récord mundial de asesinos en serie. Tenían tantos que hasta podían dividirlos en categorías y crear su propio diccionario.

Cuando bajaban por Oudezijds Voorburgwal ya había oscurecido y los escaparates de las prostitutas, que aguardaban en sus pequeños cubículos, habían cobrado vida. La luz roja surgía de los edificios en un sinfín de variantes, iluminando la calle y los coches aparcados a lo largo del canal. Unos ingleses borrachos se jaleaban unos a otros frente a una mujer vestida con un corsé rojo que ocupaba uno de los ventanales. La joven les lanzó un beso y se inclinó hacia delante para que tuvieran una mejor perspectiva de sus encantos. Ellos se empujaron entre risas y empezaron a intercambiar groserías.

—Aquí —anunció Annelies varias calles más adelante—. Es un sitio muy agradable.

Estaban frente a un edificio de ladrillo rojo con las ventanas y los marcos de las puertas blancos. Unas letras azules pintadas en la ventana anunciaban el nombre del local. Hill Street Blues.

—Nos viene al pelo —comentó Annelies—. Y nos libramos de esos sitios que están llenos de turistas, como el Grasshopper, donde el ruido del tecno no te deja respirar y te clavan por cualquier cosa. Además, os había prometido un poco de cultura. Irvine Welsh habla de este sitio en una novela y Eminem se hizo aquí la foto de su primera portada.

Sonrió con aire indulgente.

—Vale, y también podéis tomar una cerveza.

—Tiene buena pinta —aprobó el policía italiano—, vamos.

Abrió la puerta y el resto de la tropa le siguió como un pelotón de soldados.

Lisa rechazó amablemente el porro que le ofrecía Annelies y señaló hacia su cerveza.

—Creo que voy a limitarme a esto.

—Muy inteligente —replicó la holandesa—. No es por ofender, pero la mayoría de los extranjeros no entienden nada de hachís. No conocen sus límites y acaban dando tumbos por las calles con un colocón del trece de tanto mezclar. Y cuando no estás acostumbrado a fumar, es difícil saber dónde está el límite. No es buena idea teniendo en cuenta que mañana hay que madrugar.

—Yo no soy inteligente —replicó el italiano con su inglés de acento cantarín mientras encendía un porro—. No había vuelto a fumar costo desde que entré en la policía.

Lisa sonrió levemente. La mirada de aquel hombre la había recorrido varias veces en el curso del día de un modo que le había hecho sentir un agradable estremecimiento.

Pasaron el rato charlando acerca de la masiva presencia de policías holandeses en el seminario y debatiendo la utilidad de las ponencias del día. En general, estaban de acuerdo en que habían sido interesantes a pesar de su sesgo americano. Lisa les confesó sus reservas respecto al perfilado y repitió los argumentos que había enumerado frente a Agersund.

—Por suerte, esos crímenes tan bestiales no son muy habituales entre nosotros —explicó—. El año pasado el número de asesinatos fue el más bajo de toda nuestra historia.

—Pero eso es estupendo. ¿Cómo lo habéis conseguido? —se interesó Annelies.

Lisa titubeó y bebió un sorbo de cerveza.

—La verdad es que no lo sé. Personalmente creo que ha sido casualidad, pero en general suele haber intervalos bastante largos entre los asesinatos donde las víctimas no conocían a sus agresores. Casi siempre se trata de maridos que matan a sus mujeres o exmujeres y abusadores que acaban tirándose de los pelos unos a otros, aunque en estos momentos estamos trabajando en un caso que no parece tan claro.

—Vaya, ¿y no podrías iniciarnos? —preguntó Annelies apagando el porro en el cenicero.

Lisa asintió.

—Todo empezó con el hallazgo del cadáver de un niño en el cauce de un arroyo —comenzó.