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El lunes no pintaba nada bien. Cuando, hacia las nueve, Trokic llegó a jefatura tras seis horas enteras de sueño se sentía descansado, sí, pero la sensación de no dejar de darse cabezazos contra la pared le tenía de un humor peor del habitual.

Después de un fin de semana lleno de disturbios, la jefatura era un hervidero de personas. Los de otro departamento se habían incautado de cuatrocientos gramos de cocaína tras seguir a un par de jóvenes que habían dado media vuelta al ver al perro policía junto a la discoteca Broen, en el puerto. En Risskov, el director de una gran empresa de alarmas le había propinado una paliza tan brutal a su mujer que la había dejado en coma y estaba ingresada en el hospital. Los dos hijos de la víctima, fruto de un matrimonio anterior, amenazaban con partirle el cuello al delincuente. Además, dos agentes habían encontrado a «un masoquista de esos» que «jugando a estrangularse él solo se había muerto», como explicó uno de ellos. Algo que Trokic identificó de inmediato como asfixia autoerótica o, dicho con otras palabras, interrumpir uno mismo el suministro de oxígeno al cerebro para obtener placer sexual. El problema con ese jueguecito era que se corría el riesgo de perder el control del sistema nervioso y todos los años era el causante de numerosas muertes a lo largo y ancho del mundo. Él mismo había tenido el honor de esclarecer los detalles de dos casos que habían acabado en tragedia. Lo más difícil para la familia era enfrentarse a la pérdida de un ser querido en medio de un guirigay de juguetes eróticos y extraños mecanismos. No era raro que el protagonista se grabara en vídeo durante el acto, con lo que la policía disponía de la cinta como prueba y podía comprobar qué había salido mal. Por lo general, algún defecto en el dispositivo de seguridad. El último del que habían tenido noticia, un hombre soltero de entre treinta y cuarenta años, había llegado a perforar el techo a fin de disponer de espacio para instalar un complejo sistema de cadenas que le sostuviera en vilo durante unos segundos. Sin embargo, el sistema resultó no estar exento de fallos. A Trokic le había costado lo indecible ir a un barrio de chalés a explicarle a un matrimonio sesentón cómo había perdido la vida su hijo y, sobre todo, quitarles de la cabeza la descabellada idea de que se trataba de un estrafalario crimen cometido por un psicópata desquiciado y no de algo ideado por su hijo con el fin de satisfacerse. No estaba precisamente entusiasmado. El breath play era peligroso.

Por último, aunque no por ello fuera menos problemático, había una nueva oleada de robos en los autobuses urbanos y los de Transportes estaban que trinaban. En pocas palabras, iban bien servidos.

El comisario cerró la puerta de su despacho y encendió la minicadena. Un CD de Soundgarden empezó a girar en su interior. Eso mantendría a raya a sus compañeros. Seleccionó un volumen que no molestara en los despachos cercanos, se descalzó y envió las zapatillas a un rincón de una patada. Una de ellas impactó contra un archivador que había en la estantería y desperdigó por el suelo varios expedientes. El archivador, a su vez, volcó la papelera y desparramó su contenido por la habitación.

—¡Me cago en la puta! —exclamó dándose la vuelta para no ver aquel caos.

Adam Sørensen no tardaría en presentarse allí y esperaba que tuviera una buena razón que explicase qué estaba haciendo en la cooperativa a la hora aproximada en que Lukas había quedado registrado en la cámara de seguridad.

Mientras aguardaba su llegada, empezó a revisar las pilas de papeles que tenía sobre la mesa. Encontró las copias de los cuatro casos de incendio intencionado de que hablaba el policía local. Cada uno de ellos ocupaba un folio escaso y parecía más bien un apunte para la posteridad. Era difícil investigar los incendios porque el fuego destruía las pruebas, de modo que podía llegar a resultar muy complicado demostrar que se trataba de un delito. Exigía la colaboración de expertos capaces de determinar el foco —el punto de origen del fuego— y que conocieran su comportamiento, y no iban a recurrir a la artillería pesada sólo porque la casita de juegos de los Thøgersen hubiera salido ardiendo en plena ola de calor o porque la moto del joven Rasmus de repente hubiese quedado socarrada.

Nadie había resultado herido y los daños no eran muy cuantiosos. A cambio contaban con los quince años de experiencia de David Olesen como agente de la zona, una experiencia que le decía que los incendios estaban relacionados unos con otros y eran intencionados. En Mårslet no era nada frecuente que las cosas echaran a arder sin más ni más, de modo que los casos habían llegado hasta la policía en forma de denuncias.

Trokic recordó las quemaduras de Lukas. ¿Cómo se las habría hecho? Tenía que haber sido después de pasar por delante de la panadería. Después de tal vez sí, tal vez no, subir y volver a bajar de un coche que le había recogido en Hørretvej. No tenía ningún sentido.

Se levantó, apagó la música y salió al trote hacia la sala de interrogatorios. Estaba a punto de estrenar su primer café cuando la puerta se abrió, dando paso a Adam Sørensen. Los hombros del auxiliar de educador parecían bastante más caídos que la última vez, como si el mundo hubiera decidido apesadumbrarlos con su abrumadora carga. También tenía aspecto de haber llorado, cierta hinchazón rodeaba sus ojos torcidos. El comisario se puso en pie y acercó una silla para el recién llegado.

—Bienvenido de nuevo. Siéntate.

Le sirvió un café y, al recordar que a su invitado no le gustaba solo, colocó un par de envases de nata junto a la taza. Adam tomó asiento, vacilante, y se estiró los pantalones militares.

—Supongo que sabrás por qué te hemos vuelto a llamar, ¿no?

El joven hizo un gesto negativo y después se encogió de hombros.

—La verdad es que no.

—Imagino que te darás cuenta de la importancia que tiene decirle la verdad a la policía. Si no, es muy fácil acabar en la lista negra de sospechosos, y de ahí salir ya no es tan fácil.

Lo decía medio en serio, medio en broma, pero Adam se derrumbó asustado.

—Supongo que querrá que hablemos de mi visita a la cooperativa —dijo prácticamente en un susurro.

—Pues sí. No me has contado toda la verdad sobre lo que hiciste la tarde que Lukas desapareció y ahora la quiero emérita, sin una sola excepción.

—Sólo salí un cuarto de hora, no me pareció necesario decirlo.

—Por supuesto que era necesario. Confío en que entenderás lo importante que es que contemos con ese tipo de información. Así que dime, ¿a qué hora saliste de la ludoteca y a qué hora regresaste?

Se produjo una pausa mientras el sustituto jugueteaba con los cubitos de nata de la mesa y pensaba lo que iba a contestar.

—Salí a comprar unos cigarrillos antes de la reunión. Fue después de hablar por teléfono con la madre de Lúkas y confirmarle que se había ido. En realidad, salí sobre todo por los cigarrillos, pero también iba con la idea de que podía encontrarme al niño. Creo que eran cerca de las cinco menos veinte. Tenía que estar de vuelta antes de que empezara la reunión.

—¿Viste a Lukas?

Adam sacudió la cabeza de un lado a otro.

—Pero ¿por qué no dijiste nada? —insistió Trokic.

—Me preocupaba causar una mala impresión, que creyeran que le había hecho algo. La gente siempre está pendiente de los hombres que trabajamos con niños. Me siento constantemente vigilado, es como si lo primero que pensara todo el mundo es que abuso de los niños. A veces con sólo decir que soy auxiliar de educador les leo el pensamiento —dijo con un suspiro—. Hay que tener cuidado para no causar una mala impresión, por eso no lo conté.

—Pero ¿qué impresión crees que me has causado ahora que he descubierto que has mentido?

Adam esbozó una sonrisa sarcástica.

—Sí, me doy cuenta. No ha sido muy inteligente por mi parte.

Trokic se recostó en su asiento con los brazos cruzados y contempló al joven que tenía delante. No habría sabido decir si continuaba mintiendo, pero no cabía duda de que se encontraba en la ludoteca cuando dio comienzo la reunión. Lo habían confirmado varias personas. La cuestión era si decía la verdad en cuanto a las horas y si pudo seguir a Lukas, matarlo y volver a tiempo.

—¿Qué coche tienes?

—No tengo coche, voy a trabajar en bici; pero como acababa de empezar a nevar y no quería resbalarme, a la cooperativa bajé andando.

Trokic lo intentó por otro lado.

—¿No viste un coche verde o azul por el camino?

—No me acuerdo.

—¿Te fijaste en algo en especial?

Adam Sørensen dijo que no con la cabeza.

—Lo único que quería era volver lo antes posible, hacía un tiempo de perros.

—De acuerdo, puedes marcharte. Pero no te alejes mucho, es posible que necesitemos volver a hablar contigo. Lamentablemente, no podemos excluirte del grupo de sospechosos.