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Sidsel lo vio nada más salir al mirador por la mañana: volvía a haber pisadas en el jardín. Eran como sombras grisáceas sobre la nieve, resplandeciente bajo el incisivo sol invernal. Dejó apresuradamente la cafetera llena y la taza en la mesita y las siguió con la mirada a través del cristal. Igual que la última vez. Huecos profundos, pero más claros. Comprendió que había empezado a deshelar.
Con paso firme se dirigió al recibidor, se puso el abrigo y salió al exterior, donde el viento helado le introdujo un remolino de finas partículas por la nariz y le empapó el rostro. Siguió las huellas a lo largo de la fachada de la casa hasta la parte de atrás. Allí, al pie de la gigantesca hiedra nevada que crecía junto a la ventana del salón, describían un círculo para luego regresar prácticamente por donde habían venido. Se detuvo en el mismo lugar que las pisadas y contempló la casa, los altos muros marrones que se alzaban frente a ella. Luego observó la nieve pisoteada por unas botas. A través de la última capa a medio fundir se distinguía algo oscuro. Extendió el brazo de manera automática y retiró la capa blanca con la manopla. Se trataba de una enorme anilla de metal ennegrecida por el paso tiempo. Apartó con el pie la pesada nieve hasta dejar al descubierto una trampilla marrón de madera.
Tras reflexionar un momento llegó a la conclusión de que tenía que ser un camino alternativo para bajar al sótano, un lugar que ya conocía. Ahí debía de estar la despensa que Mette tenía hasta arriba de escaramujo en conserva con jengibre, jarabe de saúco, plantas aromáticas y ternera metida en un arcón congelador y donde Søren estaba construyendo una pequeña bodega con estantes clasificados por países.
Soltó la fría y pesada anilla con un suspiro resignado y regresó caminando pegada a la pared. Estaba a punto de doblar la esquina cuando comprendió que era imposible, la trampilla estaba situada en la zona sur de la vivienda, mientras que el sótano que había debajo de la cocina se encontraba en la otra dirección. Además, el día que bajó no vio ninguna entrada, aparte de la que ella había utilizado. Embargada por una repentina inquietud, se dio media vuelta, regresó junto a la trampilla y tiró de la anilla de metal. Se alzó apenas unos centímetros. Resultaba difícil moverla a causa del peso de la nieve acumulada y tuvo que arrancar una capa de varios dedos de espesor con los pies antes de poder entornarla.
Un olor a moho, orina y algo que parecía carbón mojado salió a su encuentro y la hizo jadear, abrumada por tan inesperada sensación. Apestaba a cerrado y a abandono. Echó un vistazo hacia el fondo. Siete angostos travesaños de madera conducían hacia abajo. Titubeó. Aquel lugar tenía un aspecto bastante sombrío. Quizá fuera mejor olvidarse del sótano y meterse en casa con una buena taza de valeriana calentita para calmar los nervios. Ya habría tiempo para preguntarles a sus amigos qué había allí abajo, o tal vez la nieve se derritiera y pudiera abrir la trampilla del todo.
Sin embargo ya era tarde, su instinto aventurero había despertado. Recorrió con la mirada la pared sucia en busca de un interruptor, pero no encontró nada. Era un agujero oscuro y poco acogedor.
Estaba a punto de abandonar la empresa cuando recordó que llevaba consigo una pequeña linterna de la última vez que había salido a buscar leña. Sin quitarse las manoplas heladas se la sacó torpemente del bolsillo y la encendió. Daba una débil luz azulada, pero bastaba para orientarse. Paseó la luz de un lado a otro por las paredes de la escalera. Por suerte, no parecía haber telarañas.
Finalmente empezó a descender con precaución los peldaños de uno en uno alumbrando con una mano y apoyándose en el gélido muro con la otra. Varios de los escalones estaban llenos de algo que apartó con el pie. ¿Hilo de pescar?
Avanzó lentamente por la escalera hasta llegar a un sótano de unos doce metros cuadrados. No había nada más que trastos viejos: un telar con un banco de madera, un viejo baúl y una bicicleta que parecía un vestigio de los años cincuenta. Había un fuerte olor a quemado y en un rincón se veían los restos de lo que debía de haber sido una pequeña hoguera. Pero ¿a quién se le podía ocurrir encender una hoguera en un sótano? Era una locura. Luego, entre los restos de madera quemada y carbón, la vio y se le heló la sangre. A la luz de la linterna, una mariquita le devolvió la mirada desde la solapa de una cartera escolar. Algo más allá había un teléfono móvil sobre lo que quedaba de una manta. Se oyó un estruendo a su espalda y la luz de la entrada se desvaneció. Sidsel tardó unas décimas de segundo en comprender lo que había ocurrido. Se volvió hacia la abertura, que ahora era negra. La trampilla del sótano se había cerrado.
Sidsel clavó la mirada en la escalera con el corazón desbocado. ¿Cómo era posible? La trampilla pesaba, le había costado Dios y ayuda levantarla. Luego se volvió hacia la cartera. Comprendió que Lukas Mørk, el pequeño asesinado, había estado allí abajo. Se le hizo un nudo en la garganta y sintió que el corazón le palpitaba hasta dolerle. ¿Habían cerrado la trampilla desde fuera? Se acercó a la escalera y subió los siete peldaños de madera. No se oía absolutamente nada. Apoyó ambas manos en la trampilla y trató de levantarla. Cedió un par de milímetros y el viento se coló por la ranura, pero no fue capaz de abrirla.
Tardó varios segundos más en comprender la gravedad de la situación con una claridad glacial. No sólo estaba encerrada, sino que nadie iba a echarla en falta por el momento y, aunque así fuera, aquél sería el último lugar donde la buscarían. Después se le ocurrió una idea aún más desgarradora. ¿Y si aquélla era la escena del crimen e iba en serio eso de que alguien la había encerrado por alguna razón? Por haber descubierto aquel lugar. ¿Porque no encontraba su teléfono móvil? El teléfono que se había quedado en el sótano, bajo la nieve. Y había sonado, comprendió de pronto, había sonado tanto que la había hecho creer que estaba volviéndose loca. Se lanzó sobre él a la desesperada y pulsó el botón rojo para intentar encenderlo. Una y otra vez. Pero la humedad, el frío y la batería agotada lo habían silenciado para siempre. Con un grito de frustración lo estrelló contra el suelo.
Al oír un ruido sordo y fuerte que procedía de lo alto de la escalera, dio un respingo. Tragó saliva. Alguien acababa de pisar la trampilla, estaba completamente segura. Aquel sótano estaba plagado de pruebas: la cartera, el sedal, quizá hasta huellas dactilares. Quien fuera debía de estar extraordinariamente interesado en bajar a deshacerse de ellas. Escudriñó la oscuridad que la rodeaba en busca de un arma con la que defenderse en caso de que llegara a ser necesario. No había nada.
De pronto miró hacia arriba y olfateó. Empezaba a extenderse un olor extraño y por un momento se sintió confusa y mareada. Luego descubrió que por uno de los bordes de la trampilla se estaba filtrando un líquido que goteaba escaleras abajo. La madera empezaba a empaparse lentamente. No cabía duda alguna. Olía a gasolina.