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Al observar aquel rostro juvenil y hermético, el comisario Daniel Trokic sintió que todo lo demás se borraba de su mente. Habían tenido a Mathias Riise media hora sentado en el banco lleno de grafitis de la pequeña sala de espera mientras él y Lisa decidían la estrategia a seguir y reunían todos los datos que tenían y ahora el chico paseaba la mirada por el despacho de Trokic con escaso interés mientras se mordía un padrastro.
El adolescente tenía aspecto de librar una batalla perdida para seguir a sus coetáneos en el frente de la vestimenta. Su sudadera blanca tal vez hubiera estado a la última en algún momento, pero ya la había lavado tantas veces que el dibujo azul de la parte delantera se estaba desprendiendo por varios sitios. Su pelo negro, que estaba pidiendo a gritos un buen repaso, caía por su propio peso y por culpa de un abuso desmedido de fijador. Se le veía desaliñado y cansado, pero ¿tendría eso algo que ver con Lukas? ¿Y con los incendios?
El comisario colocó la grabadora encima de la mesa y se acomodó en la silla. Junto a él estaba Lisa, atrincherada detrás de un buen montón de papeles. Al entrar en el despacho media hora antes tenía los ojos hinchados, como si hubiera estado llorando. Tras interrogar a Jacob con la mirada, Trokic se había quedado algo más tranquilo. Una larguísima charla a altas horas de la noche había calmado a Lisa, le aseguró su amigo.
Finalmente se sumó a la sesión un representante de las autoridades sociales de cierta edad que, en silencio y pertrechado con unas gafas de lectura, fue tomando notas en un cuaderno, un requisito legal en el caso del interrogatorio de un menor.
—Como ya te he explicado, Mathias —comenzó Trokic—, nos gustaría que repitieras tu declaración acerca de lo que hiciste la tarde del 4 de enero.
—Ya lo he dicho —contestó él agitándose inquieto en el asiento.
—Sí, pero queremos oírlo otra vez —intervino la inspectora con una sonrisa mientras le servía un vaso de agua.
Trokic intentó leer en el rostro de aquel niño grande. Le parecía que Mathias no tenía ganas de estar allí con ellos e intuía que tampoco tenía ningunas ganas de colaborar. Ahora tendrían que procurar desentrañar qué era mentira y qué verdad y orientarse en medio de la cháchara y las realidades que estaba a punto de presentarles, un espacio donde el comisario solía desconectar la parte racional de su cerebro y dejar que su intuición siguiera los patrones que surgían de la interacción entre el lenguaje corporal y el hablado. A la mayoría de los delincuentes se les daba bien mentir y lo hacían de manera muy convincente, aunque a menudo se equivocaban al valorar en qué podían mentir y en qué no. Un pequeño paso en falso acostumbraba a bastar para dar al traste con su castillo de naipes. A consecuencia de los interrogatorios, Trokic era incapaz de iniciar una relación fuera de su horario de trabajo con una persona que ensayara el más mínimo fingimiento.
Los interrogatorios no eran su punto fuerte. Ese mismo otoño, Agersund había asegurado que preferiría sincerarse con un hipopótamo antes que con él, declaración que redondeó enviándolo a hacer un curso de técnicas de interrogatorio hecho a su medida, tres días que Trokic recordaba con el mayor de los horrores porque la directora del curso era psicóloga y estaba empeñada en que tenían que conocerse a sí mismos antes de conocer a los demás. Y tres días, además, difíciles porque no entraba dentro de sus planes desnudar su alma delante de otros veinte policías. Había tenido que hacer unos esfuerzos prácticamente sobrehumanos para quitarse de encima a aquella retuercecerebros amante de las crisis y los traumas y explicarle que existía una diferencia entre lo interesante y lo imprescindible y que hablar de su vida privada en público quedaba claramente fuera de esta última categoría.
Su «actitud inmadura a la hora de cooperar en un contexto psicológico interdisciplinar» tampoco le pasó desapercibida a Agersund, que finalmente decidió que era la última vez que se gastaba varios miles de coronas en cursos de técnicas de interrogatorio para su subordinado. De modo que las cosas se quedaron como estaban. Aunque él siguió trabajando en el tema a escondidas.
—Tu amigo Nikolaj y tú habéis dicho que pasasteis juntos la tarde que Lukas desapareció. Estuviste en clase hasta las catorce cuarenta y cinco, nos han confirmado, pero ¿a qué dedicaste el resto del día?
Mathias dejó escapar un hondo y sonoro suspiro.
—¿De verdad que tengo que volver a contarlo todo otra vez?
—Sí, por favor —insistió Trokic.
—Bueno, pues Nikolaj y yo fuimos primero a la cooperativa a comprar refrescos y luego a mi casa. Mi madre había ido a Århus a hacer un recado y cogimos comida de la nevera y nos metimos en mi cuarto.
Las frases salían de su boca a buen ritmo. Intentaba insinuarles que no era la primera vez que las oían.
—¿Y qué hicisteis en tu cuarto?
—Jugar al World of Warcraft. En internet.
—De eso no dijiste nada la primera vez —señaló el comisario.
—Pues no, supongo que no me pareció que fuera nada del otro mundo. Pero eso hicimos.
El de asuntos sociales levantó la vista del cuaderno y se colocó bien las gafas en la nariz.
—¿Hablasteis con alguien por internet? —preguntó—. ¿Alguien que pueda confirmarlo? Podría venirte bien.
Mathias jugueteaba con el borde de la mesa.
—La verdad es que no me acuerdo. Igual, Nikolaj.
Fue mirándolos de uno en uno como si tratara de adivinar si daban por buena la explicación.
—¿Y tus hermanos? —inquirió Trokic—. ¿Estaban en casa? ¿Os vieron?
—No. Frederick estaba con su amigo Thomas, lo sé porque se lo pregunté después. Y Julie no sé dónde estaba, ya no soy su niñera.
—O sea, ¿que os pasasteis solos toda la tarde?
—Hasta las cinco, sí. Luego, Nikolaj se fue a su casa y yo estuve viendo la tele hasta que a las cinco y media llegó Frederick. Pusimos una lavadora porque se había manchado la ropa en casa de Thomas y no queríamos que mi madre se enfadara. Cuando terminamos vino la madre de Lukas para que la ayudásemos a buscar a su hijo. Estaba muy preocupada por él e insistió tanto que no pudimos decirle que no.
—¿Estuvisteis ayudándola toda la tarde?
—Sí, luego llegó mi madre, no me acuerdo de a qué hora. Paramos un rato para cenar unas pizzas que había en el congelador.
—Muy bien, pero, volviendo a lo de antes, entonces el único que puede confirmar dónde estuviste entre las catorce cuarenta y cinco y las diecisiete es Nikolaj, ¿no? —preguntó Trokic.
Mathias se encogió de hombros y se dejó caer en el respaldo de la silla como un trapo.
El comisario hizo una breve pausa mientras digería lo que acababa de oír. La explicación era la misma de la última vez, aunque el enfoque había variado un poco. Algo bastante habitual cuando se contaba lo mismo dos veces.
—¿Y el lunes entre las once y las doce de la noche? ¿Dónde estuviste?
—¿Por qué?
—Porque a esa hora murió quemada una anciana —contestó Trokic.
—Estaba en la cama durmiendo, pregúntele a mi madre.
—No estoy seguro de que sea suficiente, en teoría podrías haber salido sin que se diera cuenta después de darle las buenas noches. Supongo que no se pasaría la noche vigilándote, ¿no?
El chico sacudió la cabeza de un lado a otro y sus hombros descendieron unos centímetros. El comisario se recostó en su asiento, entrelazó las manos y apoyó la cabeza. Empezaba a hacer calor en la sala y se arrepintió de haberse puesto aquel jersey grueso de color azul marino.
El muchacho tragó saliva ostensiblemente y la mirada empezó a vacilarle. Se sentó sobre las manos como si tratara de evitar que le temblaran.
Trokic se estaba preguntando cuál sería el modo más indicado de hacerle saber que conocían los vídeos de internet cuando se abrió la puerta y Jasper Taurup asomó la cabeza.
—¿Puedo hablar contigo un momento?
El comisario se levantó y le fulminó con la mirada. Jasper sabía perfectamente que no soportaba las interrupciones en medio de un interrogatorio.
—Supongo que será importante.
Apagó la grabadora que había sobre la mesa.
—Lo es —contestó el inspector.
Le hizo salir al pasillo.
—Acabamos de recibir una orden que nos autoriza a registrar la habitación del chico…
Trokic le escuchó atentamente mientras rellenaba la cafetera.