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Mathias Riise aplastó su pelo corto y negro contra la pared donde estaba el póster del Linkin Park y apretó los dientes hasta que le dolieron las mandíbulas. Su cabeza era un hervidero de ideas que le invadían todos y cada uno de los rincones de la mente. El miedo le atenazaba los músculos y su respiración era acelerada y superficial. Habían hablado con Jonna, su madre, y después habían ido a casa de Johnny Poker. Johnny el Marica, con sus elegantes cachivaches de diseño. ¿Cuántas veces pensaba ir la policía a husmear por allí? Ya había habido otra patrulla merodeando la casa el día anterior y Mathias no quería que se metieran en sus asuntos. Esa gente escudriñaba y buscaba hasta debajo de las alfombras. Descubría secretos.

Allí el ambiente era bastante sombrío, y con la muerte de Lukas se había vuelto más negro que un cementerio. No le extrañaba que su hermano Frederick pasara cada vez más tiempo en casa de su amigo Thomas. Desde que había aparecido el tal Thomas, al chaval prácticamente no se le veía el pelo. Por suerte para Frederick, su amigo se movía con gente del mejor Mårslet. Peor lo tenía su hermana Julie, que paseaba sus rizos rubios por el barrio en soledad, al menos ahora que su amiguito Lukas había desaparecido del panorama. Algo raro le pasaba. Tenía una visión de la realidad un poco problemática e iba por la vida mintiendo a diestro y siniestro.

Miró de reojo hacia una carta que había sobre su escritorio. Llevaba allí desde que su madre la había sacado del buzón por la mañana. No estaba franqueada y tenía su nombre escrito en el anverso. Presa de un mal presentimiento, la había dejado sin abrir.

No había querido oír la conversación de su madre con la policía, aunque por el tono de voz de Jonna al abrir la puerta sabía que uno de ellos era un hombre.

Además, no quería que le recordaran a Lukas. Sus recuerdos estaban bien guardados y empaquetados en un enorme cajón oculto en el último rincón de su alma que no tenía la menor intención de vaciar delante de extraños. ¿De qué iba a servir? El crío estaba muerto. Respiró hondo.

Después sacó una bolsita que escondía detrás de la cama. Varios cigarritos de la risa comprados en casa de Johnny Poker en el mayor de los secretos. En realidad, era de lo más inocente en comparación con las botellas de whisky, el éxtasis y el speed, según gustos, que consumían los demás chicos de su edad. Lo único malo era el olor, pero podía permitírselo hasta cierto punto. Encendió uno de sus recién adquiridos porros, apartó una maceta mustia y abrió la ventana de marco morado. El frío del jardincillo donde el peso de la nieve bamboleaba las ramas del manzano invadió el cuarto hasta hacerle jadear.

¿Cómo sería morir estrangulado? ¿Cuánto tiempo se notaría el hilo contra la fina piel del cuello antes de quedar inconsciente? ¿Diez segundos? ¿Dos minutos? ¿Habría sentido frío al hundirse en las gélidas aguas del arroyo? ¿Habría percibido el agua helada como mil agujas clavándosele en la piel? No estaba muy seguro de querer saberlo.

Puso una canción de Nephew muy bajito en el equipo. Su madre no soportaba que oyera música, así que eso era mejor que nada y evitaría que se le presentara allí como una flecha. La hierba le calmaría los nervios, le sacaría de la cabeza aquel torbellino de ideas. La vergüenza se esfumaría. Y olvidaría todo lo que había pasado. Por lo que a él se refería, ya pertenecía al pasado. Ahora era mayor y, por primera vez en su vida, comprendía el verdadero valor de haber dejado atrás el mundo de la niñez.

Contempló el jardín nevado y de pronto le vino a la memoria la imagen de su madre en el exterior de la casa. ¿A qué habría salido la noche anterior a la desaparición de Lukas? Antes de la tormenta de nieve. Llevaba varias prendas colgando de un palo. Con el ceño fruncido, se echó en la cama y lanzó un suspiro. Para ella ya era tarde. Julie y Frederick eran lo único importante.

El porro empezaba a hacer efecto lentamente y Mathias le echó otro vistazo al sobre del escritorio. Sus sentimientos se habían convertido en vaporosas nubecillas de algodón que flotaban a la deriva en los aledaños de su conciencia. Quería abrir el sobre. ¿Sería una carta de amor? Lo cogió con determinación y rasgó un extremo. Una notita salió de su interior y fue a parar al suelo. Incluso a distancia pudo leer las dos frases escritas a lápiz.

SÉ LO QUE HAS HECHO. CONOZCO TU SECRETO.

Se quedó mirando fijamente el papel. Eran unas mayúsculas ligeramente inclinadas que volvían las palabras anónimas. La niebla empezó a cerrarse en su mente con la misma rapidez con la que se había levantado y se sintió invadido de terror. Alguien quería hacerle daño.