30
Stefan miraba la negra pizarra sin verla. El sol entraba por la ventana y la tiza flotaba entre sus rayos formando tenues nubes. Susanne, la profesora de matemáticas, había llenado el encerado de quebrados y ecuaciones y él no había entendido una palabra. Parecían misteriosos hechizos de un libro de magia. Su profesora tenía poco más de treinta años y el pelo corto y rubio por debajo de las orejas. Sabía que si se lo apartaba, se veía que le faltaba el lóbulo de una oreja. Les había contado que se lo había arrancado de un mordisco su viejo caballo, Skyggefaxe, cuando era pequeña. A Stefan le caía bien Susanne, que nunca le regañaba aunque a veces tenía que explicarle las cosas tres veces para que él las entendiera. O fingiera entenderlas.
En esos momentos se estaba preguntando si debía sincerarse con ella. Antes de que ocurriera lo de Lukas, ni se le habría pasado por la cabeza chivarse y contarle a un profesor lo que habían hecho. Sí, los mayores decían que lo más seguro era que anduviese suelto un pedófilo por el pueblo, pero ¿y si no era eso? ¿Y si se equivocaban? Por otra parte, ¿a él qué más le daba? Al día siguiente del hallazgo de Lukas el director del colegio había comenzado la jornada con un homenaje y un pequeño discurso, y los profesores habían tenido que dedicar mucho tiempo a tranquilizar a los niños asustados y responder a sus preguntas.
Además, era el gran tema de conversación en el patio. Se habían suspendido las guerras de bolas de nieve y sólo se hablaba de cómo podía haber sucedido algo así en Mårslet.
—Tierra llamando a Stefan, Tierra llamando a Stefan. ¡Despierta!
Varios compañeros se echaron a reír, a alguien se le cayó un lapicero y se oyó arrastrar una silla por el suelo.
Stefan miró a su alrededor y descubrió que Susanne le hablaba a él. No había oído absolutamente nada de lo que estaba explicando, se había limitado a mirar hacia la pizarra con la mente en blanco. ¿Le había preguntado algo? ¿El qué? Algo de las fórmulas.
—¿Qué? —volvió en sí.
—¿Podrías resolver esto que he escrito?
Él observó los números de la superficie oscura. No les veía ni pies ni cabeza.
—No —admitió.
—Vale, ¿sabe hacerlo alguien?
Antes de pasar a la siguiente víctima, le lanzó una extraña mirada. Stefan dibujó una estrella en su pupitre con el lápiz y luego la repasó con el compás. A su lado, Liv le dio una buena patada en la espinilla. No era propio de Susanne dejarle escapar tan fácilmente, había intuido algo. ¿Debería hablar con ella? ¿Ser un chivato y, de paso, descubrirse? ¿Qué pensaría de él? ¿Estaría obligada a contárselo a los demás profesores? No tardaría en saberlo todo el colegio. Y eso, claro, quería decir que se lo contarían a su madre.
Se habían apuntado a un club de internet, así lo llamaban ¿no? Tommy y él se habían pasado de la raya. Habían pegado. Y hecho fotos. Era un auténtico milagro que la niña a la que habían atacado no se hubiera ido de la lengua, aunque Tommy la había amenazado a conciencia para que tuviese la boca cerrada. Pero la verdad acabaría saliendo a la luz.