1
El comisario de la policía judicial Daniel Trokic tenía los elásticos de la cazadora cubiertos de pedacitos de hielo, los negros cabellos empapados de nieve y el frío grabado en las mejillas. A sus pies se arremolinaban las aguas del arroyo, arrastrando al alejarse un auténtico mar de copos densos y gruesos. Estremecido de frío, contempló al pequeño que yacía en el cauce a la luz de los focos. El niño descansaba en un lecho de ramas por encima de la corriente. Casi todo su cuerpo había quedado enterrado bajo un espeso manto de nieve, pero el viento lo había desprendido en algunas zonas dejando al descubierto parte de un anorak verde y una carita de una blancura tan ártica que se le transparentaban las venas azuladas. Alrededor del cuello, pequeño y fino, llevaba enrollado un sedal que daba varias vueltas, y en el aire gélido se percibía un débil olor a humo, un olor que ascendía del pelo y la ropa medio chamuscados y del sinfín de pequeñas quemaduras que salpicaban las manos del chiquillo.
Trokic se aproximó al cordón policial para salir al encuentro del comisario jefe Agersund, que ya se había agenciado una humeante taza de café en el coche de la científica. Se encontraban a más o menos medio kilómetro del pueblo de Mårslet siguiendo el arroyo de Giber, un lugar desolado desde el que los campos se extendían en todas direcciones, interrumpidos tan sólo por corrillos de árboles aislados cuyas ramas desnudas despuntaban como enormes escobones. Trató de seguir con la mirada el curso del agua, pero estaba muy oscuro. Permanecieron unos momentos en silencio observando trabajar a los peritos y al forense hasta que Trokic tomó la palabra.
—Al parecer se trata de un niño de ocho años de Mårslet —explicó—. Se llama Lukas y desapareció ayer hacia las tres y media de la tarde cuando volvía de unas actividades extraescolares en la ludoteca. Un equipo de rescate salió a buscarlo hacia la hora de cenar y un perro lo ha encontrado hace una hora. Kornelius y Taurup acaban de ir a hablar con sus padres.
—Me cago en todo —murmuró Agersund mientras sacudía de un lado a otro la cabeza de pelo cortado a cepillo como si eso fuera a hacer desaparecer la atroz escena que tenían delante—. ¿Qué es eso que lleva en el cuello?
Trokic dio media vuelta hasta quedar frente a su jefe y se quitó un copo de nieve de los labios con la lengua. La fría partícula se derritió al instante en su boca.
—Un sedal. Dice Bach que le han estrangulado.
—Parece que al asesino le corría prisa deshacerse del cadáver —apuntó Agersund—. Podría haberlo ocultado o alejado un poco más.
—Tal vez. A mí, de todas formas, no me parece tan simple.
Trokic se subió los últimos centímetros de la cremallera de la cazadora negra para evitar el azote del viento helado en la garganta. Acababa de llegar a casa tras una jornada tranquila y había tenido el tiempo justo para descorchar una botella de vino y echarle un vistazo al periódico cuando sonó el teléfono, y ahora se encontraba en medio de un paisaje donde todo parecía encogido por efecto de los focos. Poco a poco fue apareciendo algo azul, una manopla de lana que asomaba del bolsillo del anorak. Más abajo se veía un pie con una zapatilla blanca.
—¿Cuándo ha ocurrido? —preguntó el jefe.
—Bach dice que lo más probable es que lleve ahí desde ayer. Hay rigor mortis, livideces y leves alteraciones de la piel a causa del contacto con el agua, pero no puede ser más preciso. El cuerpo está igual de frío que todo lo demás, de modo que la temperatura tampoco nos puede decir gran cosa.
Por su larga experiencia en el tema, el forense Torben Bach —que estaba en una incómoda postura con medio cuerpo en el agua junto al cadáver del niño— solía ocuparse de los casos de asesinato. Enfundado en el mono blanco, se confundía con el paisaje nevado. Al percatarse de la llegada de Agersund alzó una mano enguantada a modo de saludo.
—La nieve no nos permite ver bien lo que ha ocurrido —prosiguió Trokic—. Nos lo está poniendo muy difícil. Ha tapado todas las huellas y, por si fuera poco, varios coches se han quedado bloqueados y hay gente que no ha podido venir.
Había comenzado la víspera a media tarde. Tras varios días de temperaturas en descenso, las precipitaciones habían empezado a caer en forma de copos grandes y gruesos, al principio lentamente, como un amplio manto, para después arreciar hasta convertirse en una nevada fina y furiosa. En el curso de la noche había llegado a ser una auténtica tempestad y la acumulación de nieve no había tardado en paralizar el tráfico.
—¿Habéis localizado a algún testigo en la zona? —preguntó Agersund.
—Aún no. Este sitio está más desierto que el Polo Norte, aunque hay varias casas desperdigadas carretera arriba, así que habrá que mandar a alguien a llamar de puerta en puerta lo antes posible.
—Mierda de tiempo.
Agersund y el invierno eran enemigos declarados. Señaló con la cabeza en dirección a un grupito que hablaba en voz baja y daba pataditas en el suelo para entrar en calor.
—Ya veo que los periodistas esta vez han estado de lo más espabilados.
Trokic se encogió de hombros.
—Pues no tenemos nada que contarles.
—Me gustaría ofrecer una rueda de prensa mañana a primera hora. Díselo, si insisten mucho. Esperemos que mientras tanto no se inventen demasiados disparates.
Hacía un año y tres meses que no llevaban ningún caso extraordinario. El último fuera de lo común había sido el asesinato de una joven que apareció degollada en Marselisborg, en medio del bosque. El asunto había hecho que los periodistas se lanzaran de cabeza a fabricar un mar de teorías sobre crímenes rituales, pero esta vez más les valía que no se armase mucho revuelo. Trokic sólo había pasado un par de veces por Mårslet, un precioso pueblecito de los alrededores de Århus que parecía salido de un cuento. Allí no ocurría absolutamente nada de peso, la delincuencia estaba en punto muerto y ni siquiera los ladrones de casas se movían por esas latitudes. El policía local controlaba la zona él solo sin necesidad de que interviniera nadie. En otras palabras, el pueblo era la perla de la región y Trokic suponía que eso no iba a hacer que los titulares de los periódicos fueran precisamente más pequeños.
—Joder, Daniel, se parece a mi chaval cuando tenía esa edad —murmuró Agersund al tiempo que le clavaba en el hombro un dedo áspero y rechoncho, como si pretendiera hacer personalmente responsable de ello a su subordinado.
—Ocúpate de esto; quiero una reunión para que me pongáis al tanto a las veinte cero cero.
Y, tras decir estas palabras, le endosó a Trokic su taza a modo de despedida y se alejó por el campo a largas zancadas que la nieve estorbaba.
El comisario titubeó un instante y después regresó a la escena del crimen. Los peritos de la científica ya habían retirado casi toda la nieve y la habían depositado en un enorme recipiente verde, de modo que el niño estaba prácticamente al descubierto. Derretirían la nieve y la analizarían en el laboratorio. Los cabellos castaños, casi rojos, del chiquillo enmarcaban su carita rígida. Tenía una marca morada de rotulador que le bajaba por la mejilla, y sus labios entreabiertos, como si continuara bostezando después de la última bocanada de aliento vital, descubrían un irregular conjunto de dientes de leche y otros a medio salir. Trokic constató aliviado que alguien le había cerrado los ojos, que a su llegada contemplaban el cielo con expresión vacía. Después pasó a estudiar el sedal del cuello. Se había hundido en la blanca piel del pequeño por varios puntos dejando marcas rojas. Habían apretado con fuerza. ¿Rabia?
El forense se colocó junto a él. Tenía el pelo cano metido debajo de la capucha y sólo se le veía una mínima parte del rostro.
—¿Lo han matado aquí? —se interesó el comisario.
—Psssí —contestó Bach con cara de no tenerlas todas consigo—. Yo diría que lo han echado al agua cerca del pueblo y la corriente lo ha arrastrado hasta que lo han detenido las ramas. No creo que haya sido muy lejos. El abrigo que lleva no es impermeable, por lo que he podido apreciar, y si hubiese absorbido mucha agua se habría ido hacia el fondo.
Hizo un gesto en dirección a la nieve.
—Tenemos que ponerlo a cubierto. Aquí las condiciones son pésimas. He intentado localizar pequeñas hemorragias en forma de puntitos en la piel de los párpados, por el rostro, en la mucosa de la boca y en los ojos, pero, sinceramente, me cuesta verlo con esta luz. Además, me ha parecido que tiene marcas de arañazos en el cuello.
Trokic asintió y recorrió los cinco pasos que le separaban del niño. Una vez más percibió aquel espantoso olor que el frío no llegaba a enmascarar. El pequeño tenía terribles quemaduras, enormes heridas entre rojas y amarillas que le cubrían la parte superior de las manos y los deditos como pequeños abscesos. Era como si se hubiera quemado al tratar de coger algo. El comisario se vio asaltado por un ejército de recuerdos de un país en guerra. El humo denso y asfixiante. Los edificios en llamas y los gritos, el calor y el fuego devorándolo todo con su definitiva fuerza destructora.
El niño había luchado contra el fuego. Había sido una de las últimas cosas que había hecho en su vida. Pero ¿dónde? Campos y árboles yacían sepultados bajo un gigantesco manto blanco de algodón y no se veía nada en kilómetros a la redonda.
2
Daniel Trokic lanzó su cazadora empapada hacia el perchero, puso de un manotazo a Rammstein en la minicadena que había sobre el escritorio y se dejó caer en la silla. Al instante empezaron a retumbar por el despacho Morgenstern y sus tristes riffs y, como de costumbre, aquella música densa como el cemento generó una especie de orden en su interior.
No hacía ni dos días que había regresado de pasar las navidades en Croacia y, a su manera, se alegraba de estar de vuelta en casa, en Dinamarca. O al menos en su ciudad, por más fea que estuviera en esa época del año con sus calles repletas de nieve parduzca y gris, sus autobuses sucios y sus chillonas gaviotas hambrientas a la caza de un trozo de pizza. Århus en enero no dejaba de tener sus encantos, y haber dejado atrás la Navidad y el Año Nuevo era uno de ellos. Ya sólo faltaba que retiraran las guirnaldas de la calle principal y se llevasen el árbol de la plaza del Ayuntamiento para que la normalidad quedara restablecida casi por completo y los niveles de estrés de la cara de la gente volvieran a sus cotas habituales. Trokic llevaba en la ciudad la práctica totalidad de sus casi cuarenta años y la conocía mejor que cualquier otro lugar del mundo. Y la prefería con su aspecto corriente. Al otro lado de la ventana, el tráfico vespertino avanzaba a paso de tortuga. Había tenido suerte en el camino de vuelta, porque varias de las arterias principales continuaban cortadas a causa de un accidente y de la nieve que aún quedaba por retirar.
Agersund le había dejado una nota sobre la mesa: «Léelo antes de la reunión». Bajo la nota había un montón de papeles, el primero de ellos acerca de un concurso de bolitas de chocolate rellenas. No parecía muy probable que formara parte de la lectura, pero a alguien debía de parecerle importante.
Al apartar la hoja encontró el informe de los primeros efectivos que habían llegado al lugar de los hechos, los informes de la búsqueda redactados por el agente local en un lenguaje lacónico y formal y los primeros interrogatorios. En un punto indicaba que Lukas Mørk tenía ocho años. Ocho y medio, decía en otro. ¿Se seguían contando los meses a esa edad? Medía cerca de un metro y treinta centímetros. Sostuvo entre sus dedos la fotografía de un niño risueño de cabellos castaños y ojos de color verde claro. Tenía la nariz fina y salpicada de pecas. La expresión era irónica y algo burlona. Una foto del colegio, según se leía al dorso. Se entretuvo en contemplarla un segundo más de la cuenta. Al ver aquella sonrisa que desde los labios se contagiaba hasta los ojos del niño percibió el instante de alegría que había vivido. Colgó la imagen en su pizarra con un imán. Los peritos aún no habían terminado su trabajo en la escena del crimen y también le faltaba el informe del levantamiento del cadáver que tenía que hacerle llegar Bach. Lo más probable era que la autopsia quedara aplazada hasta el día siguiente; eso esperaba.
Los cerca de veinte agentes del Departamento A de la Jefatura de Policía de Århus que se habían congregado en la sala de reuniones esperaban en silencio a que Agersund localizara un rotulador que no estuviera seco, pero tras la superficie de todos aquellos rostros crepitaba una llama, una mezcla de rabia y energía.
–Bueno, pues a tomar por culo –murmuró el jefe dejando lo del rotulador por imposible–. Formaremos los grupos habituales y ni que decir tiene que se suprimen las noches y los fines de semana. Tal y como están las cosas ahora mismo, no debe de haber un solo padre ni una madre en todo Mårslet, ni seguramente en el resto de Århus, que respire tranquilo.
Observó a aquel grupo variopinto y se rascó la nariz. Rondaba ya los sesenta años, llevaba tres divorciado y tenía dos hijos adolescentes. Su guardarropa había conocido tiempos mejores antes del divorcio y por lo visto aquel día se había quedado sin prendas que conjuntaran. El polo de color cardenillo que llevaba estaba curiosamente deformado y tenía toda la pinta de, en el mejor de los casos, haberse secado encima de un radiador.
—Daniel Trokic queda a cargo de la investigación —prosiguió—. Por eso hay que presentarle copia de todos los informes todos los días. Trokic, ¿quieres hacer el favor de recordarnos lo que se sabe hasta ahora?
El interesado bajó de la mesa de un saltito y se colocó al lado de su superior. Intercambió una mirada con la inspectora Lisa Kornelius y la saludó con un cabeceo. Tenía planes para ella que no iban a gustarle. Ni un poquito.
—Lukas Mørk desapareció ayer por la tarde cuando volvía a casa después de unas actividades extraescolares. Iba a segundo curso y todos los días, después del colegio, se quedaba en la ludoteca del edificio de al lado hasta cerca de las tres y media, hora en que uno de los educadores solía avisarle de que podía irse a casa, un recorrido de aproximadamente un cuarto de hora a su paso. Según su madre, por lo general iba a casa directamente, aunque alguna vez se entretenía y llegaba algo más tarde. Por eso no empezó a preocuparse seriamente hasta las cuatro y media. A esa hora llamó a la ludoteca, donde le dijeron que ya lo habían mandado para casa.
Trokic colgó en la pizarra una ampliación de un plano de Mårslet y la pegó con un trozo de cinta adhesiva. A su espalda oyó que alguien abría una lata de refresco. El chasquido metálico quedó reemplazado por el sonido de una garganta que tragaba y un eructo disimulado.
—Esta línea verde indica el itinerario que solía seguir. Ya veis que no es muy largo. Al salir del colegio pasaba por delante de la iglesia, continuaba por Tandervej y después torcía hacia esta zona de casas, donde vivía.
Lo señaló en el plano.
—Según el personal de la ludoteca, ayer el niño se fue solo. Sabemos que al menos llegó hasta la iglesia porque esta tarde algunos de vosotros habéis hablado con tres padres que lo vieron al ir a recoger a sus hijos, pero después no tenemos mucho más. Su madre nos ha contado que salió a buscarlo y que el padre también recorrió la zona en coche y fue preguntando cuando volvió del trabajo a eso de las cinco y media. La madre dice que pensó que quizá había cruzado la carretera para ir a la cooperativa a comprar golosinas. Al parecer llevaba en el bolsillo veinte coronas que le había dado su abuela el día antes. Por lo visto ya había ocurrido antes, pero en su opinión eso sólo habría supuesto un pequeño retraso. Fue uno de los primeros lugares donde buscó, pero ninguna de las cajeras recordaba haberlo visto. Sin embargo, podría deberse al trajín que había a esa hora.
—¿No tienen cámaras de seguridad? —preguntó una agente joven llamada Anne Marie mientras se pasaba los cabellos rojos por detrás de la oreja.
—Sí, y ya he puesto a alguien a conseguir el material —contestó Trokic.
Ella frunció el ceño.
—¿Y Lukas? ¿No tenía un teléfono móvil?
—Según sus padres, no.
—¿Cómo coño se puede vivir sin móvil? —murmuró un agente joven que estaba en la última fila.
—¿Teniendo sólo ocho años, tal vez? —sugirió otro.
—Pero, sinceramente —insistió Anne Marie—, si fue en uno de los momentos de más ajetreo del día, alguien tuvo que verle.
—Es que no sabemos hasta dónde llegó antes de encontrarse con el asesino —apuntó Trokic.
Después continuó con su exposición.
—Ayer a las ocho de la tarde los padres llamaron por primera vez al policía local, David Olesen, que consideró que la situación era grave por la edad del niño, porque ya había oscurecido, porque había empezado a nevar con mucha intensidad y porque se trataba de un comportamiento nada habitual en el pequeño. Formó una patrulla compuesta por varios vecinos y algunos voluntarios más que peinaron Mårslet sin éxito.
»Al cabo de un par de horas, Olesen llamó a Århus para pedir refuerzos y el mayor número de perros posible. Así fue como reunieron un equipo mucho mayor integrado por agentes y todos los voluntarios que pudieron encontrar. Uno de los perros siguió un rastro que iba desde la ludoteca hasta Hørretvej, es decir, nada más pasar la iglesia, pero ahí perdió la pista.
Hizo una pequeña pausa para contemplar a sus compañeros. Sus rostros parecían cubiertos por un manto de exasperación. Lo que les estaba contando era la mayor de las injusticias y, en muchos casos, el motor que había impulsado a muchos de ellos a ingresar en la policía. Por una vez no se oirían protestas por tener que trabajar horas extra.
—Luego dividieron la zona en varias áreas y las rastrearon con los perros. Ha aparecido hoy hacia las quince cuarenta a las afueras de Mårslet, enredado en unas ramas en el cauce del Giber.
—A lo mejor los perros perdieron la pista porque había demasiada nieve —propuso una agente rubia cuyo nombre había olvidado.
—Kashmir lo encuentra todo por mucha nieve que haya —replicó a grandes voces el viejo guía que había seguido el rastro con el animal—. Se lo llevaron de Hørretvej en un coche, no hay otra explicación.
—Pero, joder, mirarían en el arroyo, digo yo. Es el primer sitio donde se te ocurre buscar a un niño —apuntó el compañero de Trokic, el inspector Jasper Taurup, agitando un bolígrafo sobre la mesa.
—Sí, claro —contestó el comisario—. Pero ha aparecido a cierta distancia de Mårslet, y ellos se centraron en la parte del arroyo que atraviesa el pueblo y en diversos escondrijos dentro de sus límites. Además, seguimos tratando de encontrar la escena del crimen. Suponemos que le mataron en otro sitio y después echaron el cuerpo al agua. ¿Más preguntas?
—Sí. ¿Cuántos años le caerían al que encuentre al cabrón que ha hecho esto si le mete una bala entre ceja y ceja sin querer? —preguntó Anne Marie.
—Vamos a tener cuidado para que este ambiente prelinchamiento no acabe extendiéndose demasiado —intervino Agersund, que estaba muy pálido—. Todos estamos afectados, sobre todo los que tenéis hijos de esa edad, pero hay que mantener la cabeza fría.
—¿Ya le han hecho la autopsia? —se interesó Lisa Kornelius, que con esa pregunta se acercaba sin saberlo al plan que había urdido el comisario.
—No, creo que será mañana a primera hora —contestó él—. Esperamos que arroje alguna luz sobre el asunto, claro, pero al haber estado sumergido se habrán perdido casi todas las pruebas.
—¿Hay algo que indique un móvil sexual? —preguntó Lisa.
—No sabremos nada hasta que no se haga la autopsia. Lo que puedo decir es que parece que el cuerpo está parcialmente quemado. Torben Bach cree que pudo estar cerca de algún incendio. Mañana intentaremos dar con la escena del crimen. Nos faltan varias cosas, entre ellas su cartera del colegio, de modo que tenéis que estar atentos si encontráis algún sitio donde haya habido fuego y preguntad si alguien sabe de algún incendio por la zona. Lo más probable es que no se lo llevaran muy lejos de Mårslet.
—Como ya he dicho, vamos a trabajar con los grupos de siempre —intervino Agersund, volviendo a asumir la voz cantante—. El superintendente ha prometido que si no conseguimos resultados con rapidez, los demás departamentos dejarán lo que tengan entre manos para venir a ayudar. Por cierto, he convocado una rueda de prensa a las once de la mañana para hacer públicos los detalles de la desaparición del niño. Aún queda alguna esperanza de que encontremos testigos que se fijaran en él cuando salió del colegio, aparte de los padres con los que ya hemos hablado.
Una sonrisa cansada se insinuó en sus finos labios.
—Bueno, supongo que ya estaréis muertos de hambre. Hay smørrebrød[1] en la mesa del rincón. Nos vemos aquí mañana a las dos de la tarde.
En ese mismo momento la puerta se abrió dando paso a Kurt Tønnies —el jefe de la científica—, un hombre que se acercaba a la edad de jubilación. Quienes ya se habían levantado para poner rumbo hacia la comida, volvieron a tomar asiento y observaron al recién llegado con curiosidad.
—Al ver que no aparecíais, creí que estaríais atascados en la nieve —comentó Agersund con una ceja levantada—. ¿Alguna novedad?
Tønnies agitó en el aire una bolsa verde con publicidad.
—La verdad es que no. Se nos ha hecho un poco tarde en el arroyo, pero al volver he ido a hacer una visita a los propietarios de varias tiendas y he conseguido el material de tres cámaras de seguridad. Puede que alguna de ellas grabara a Lukas cuando salió del colegio, así que… hay sesión golfa para los interesados.
—No vale la pena —murmuró a lo lejos el guía canino—. Kashmir le perdió en Hørretvej. Alguien se lo llevó en un coche.
—Vamos a comprobarlo de todas formas —insistió Trokic con amabilidad.
Mientras los demás daban cuenta de la comida con entusiasmo variable, Lisa Kornelius permanecía en su silla con los ojos clavados en el plano y la fotografía de Lukas.
—¿Por qué precisamente él?
Trokic estaba recogiendo sus papeles. Al contrario que sus compañeros, había decidido saltarse aquella improvisada cena de última hora. En algún rincón de su subconsciente seguía habiendo un desagradable olor que le cerraba el estómago.
—Puede que ésa sea la pregunta más relevante de la noche —contestó—. Vas a tener el honor de acompañarme mañana a la autopsia y ayudarme a averiguarlo.