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Llevaba aquel extraño gorro gris con orejeras colocado exactamente igual que la primera vez que había ido a visitarla, aunque en esta ocasión le había incorporado un adorno que parecía una garra de oso.
—¿Te apetece un té?
Magdalena ya había acercado amenazadoramente la tetera a la taza que le había puesto delante. ¿Sería una ofensa rechazarla? ¿Exasperaría con ello al sinfín de espíritus sentimentalmente inestables que protegían la casa? Correría ese riesgo. A Trokic no le hacía ninguna gracia ingerir sustancias indefinibles en forma líquida por muy buena que su fabricante se considerara en sus artes. En sus años mozos había probado un hongo euforizante que le había hecho ver montones de cochinillas verdes con unos dientes grandes como motosierras y después salir al balcón de su madre, en un cuarto piso, en un intento de deshacerse de un compañero de fechorías al que de repente se le habían puesto ojos de serpiente. Desde entonces había aprendido a valorar la realidad.
—No, gracias —contestó con firmeza.
—Pues yo voy a tomar una taza —replicó la infatigable vocecilla de Magdalena.
Colocó un poco mejor su enorme e informe tocado y se sirvió.
—Es una mezcla de mi invención a base de hinojo, ororuz, cola de caballo, hojas de abedul, margaritas de los prados y un montón de cosas ricas más. Pero dime, ¿en qué puedo ayudarte esta vez?
Trokic titubeó. ¿Cómo sacarle el mayor partido posible sin estropear la validez de su respuesta? No deseaba influir en su memoria al exponerle lo que sabía.
—¿Recuerda a Eigil Riise? Dicen que fue usted quien lo encontró en el arroyo hace ya muchos años. ¿Era guía?
—¡Jesús! Si eso fue en el año de la polca, ¿por qué te interesa?
—Sólo estoy comparando ese caso con el de ahora —le explicó el comisario.
—No puedes —objetó la bruja—. En mi opinión, el pobre Eigil se suicidó. Aunque, claro, corrieron muchos rumores de que había sido un asesinato o una desgracia y durante mucho tiempo los niños del pueblo tuvieron prohibido acercarse al arroyo.
—Pero también dijeron algo del nivel del agua, ¿no?
La bruja observó su té como si en aquel líquido verde se ocultase toda la historia.
—Uf, hace ya mucho tiempo. Pero sí, era muy bajo, creo. Cuando lo encontré estaba boca abajo con la cara hacia el fondo, pero es posible que la corriente lo hubiera arrastrado un poco desde una zona más honda.
—Pero ¿no es difícil ahogarse en ese arroyo?
—Sí. La verdad es que yo creo que es imposible. A no ser que uno fuera Eigil.
—¿Y qué tenía de especial ser Eigil? —preguntó Trokic con cautela.
—Me refiero a que estaba decidido a acabar con todo.
—Uno de mis colegas me ha contado que conocía usted muy bien al pequeño.
—Sí. Siempre bajaba al arroyo y yo suelo recoger muchas de mis hierbas y mis plantas en esa zona. Solía hablar con él y contarle cosas de la naturaleza. Creo que por eso sé que fue él. Ese niño estaba pasando un calvario.
—¿En el colegio, en su casa? ¿Dónde?
—No lo sé, pero tengo la sensación de que en su casa. En mi opinión estaba enfermo, algo psíquico, pero entonces de esas cosas no se hablaba. Estaba hecho un palillo, tenía las mejillas descarnadas como un prisionero de un campo de concentración y siempre le veía con unas enormes ojeras. Casi siempre le temblaban las manos y cuando se ponía nervioso empezaba a tartamudear.
Trokic miró por las ventanitas con aire pensativo. Se veía una capa de nieve que probablemente escondía un maravilloso jardín lleno de árboles frutales, arbustos y plantas perennes. Un jardín de cuento, de los que ya no quedaban.
—¿Y nunca le dijo exactamente por qué lo pasaba mal?
Magdalena sacudió la cabeza de un lado a otro.
—No, pero yo suponía que sus padres eran muy duros con él. Ya sabes, entonces las cosas no eran como ahora, que todo el mundo sale disparado hacia asuntos sociales en cuanto agarras a un niño con un poco de firmeza. La gente se ocupaba de sus asuntos. Además, el chico parecía muy tímido, como si se avergonzara. Yo, de todas formas, se lo comenté a su maestro un día que me lo encontré haciendo la compra, pero él le restó importancia y dijo que era un chiquillo «de naturaleza débil». A lo mejor sólo estaba protegiendo a un compañero, al fin y al cabo el padre del niño también trabajaba en el colegio.
—¿Conocía usted a sus padres?
—No, no se relacionaban mucho con la gente. Vivían en una casita a las afueras del pueblo y muy de cuando en cuando se veía a la madre cuando bajaba al pueblo a comprar algo. El padre jamás hacía vida social. No sé si sabe que aquí el trato es toda una tradición y tenemos un montón de asociaciones de vecinos. Por aquel entonces pasaba lo mismo. Nos manteníamos unidos. Por eso se les tenía por un matrimonio algo raro, aunque en realidad nadie sabía nada concreto de ellos.
—¿Y la hija? La hermana pequeña de Eigil, Jonna. ¿La conocía?
Su anfitriona volvió a hacer un gesto negativo.
—No. Aún no había empezado a ir al colegio en aquel momento y se pasaba el día en casa, con su madre. Pero ahora sí sé quién es, vivimos en un pueblo muy pequeño.
Trokic se tragó la decepción. Esperaba haber encontrado una explicación, haber averiguado qué había impulsado a un niño de once años a ver la muerte como su última salida. Pero claro, en ese caso también lo habrían sabido entonces. De todos modos, sentía que ahora conocía un poco mejor a Eigil. La cuestión era si su huida de la vida tenía alguna relación con el caso que le ocupaba.
—Sabemos por el policía que llevó la investigación que un hombre llamado Gabriel Jensen puso una denuncia contra los padres. ¿Le conoce?
—Yo no, pero Eigil sí. Una vez me contó que había estado en su casa. Vivía algo aislado y Eigil le tenía un poquito de miedo. Decía que hablaba feo. Y que tenía una colección de insectos. Eso no le gustaba.
—¿Una colección de insectos, dice?
Trokic se encontró de pronto de vuelta en Skellegården, en el cuarto de Lukas, y sintió un escalofrío, como si las ventanitas ya no fueran capaces de seguir manteniendo a raya el frío.
—¿No sabrá usted qué había en esa colección? —preguntó.
—Sí, Eigil me lo contó. Coleccionaba escarabajos. Muchísimos escarabajos.