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El comisario recibió a Lisa con la sorpresa pintada en el rostro. Para cuando la inspectora cayó en la cuenta de que si tenía compañía femenina se enfadaría con ella, ya era demasiado tarde. Sin embargo, al verla Trokic abrió la puerta de su pequeño adosado rojo de par en par. Su gato, Pjuske, que se había encaramado a la encimera, levantó la vista. La furia de Lisa se había evaporado apenas montó en el coche y había dado paso a las lágrimas. La impotencia ante la idea de enfrentarse al fantasma de Sinka, tan patente en los pensamientos de su novio, se había adueñado de ella, y sólo después de quince minutos de llanto se había sentido en condiciones de seguir adelante. Jacob tendría que decidir de una vez por todas lo que quería. Si no, fuera. Una vez que esa idea tomó forma y se asentó, se sintió capaz de continuar con el proyecto de la noche donde lo había dejado.
—¿Tienes un momento? —le preguntó—. Deberías ver esto.
Dio unos golpecitos con el dedo en el portátil que llevaba debajo del brazo.
—Pasa.
Lisa esquivó un ratón muerto que había en los escalones de la entrada, probablemente cortesía del gato, y entraron en el salón gris. Se sentó en el confortable sillón y extendió las piernas. Por un instante se sintió furiosa con Trokic, que a su modo era el culpable del dilema de Jacob. Sin embargo, después se dominó. Tenía todo el derecho del mundo a desear el regreso de su prima y a buscar la verdad. Durante unos segundos consideró la posibilidad de sincerarse con él, pero luego desechó la idea. Ante todo, Trokic era amigo de Jacob. Y su superior.
Al parecer, antes de su llegada estaba enfrascado en una montaña de informes que había apilado por expedientes. No le dio ninguna envidia. Por lo visto, la cantidad de trabajo burocrático iba en aumento a la par que se iba subiendo en el escalafón, y ella no sentía el menor interés por esos temas. El peinado del comisario era un caos total. El remolino del lateral se había hecho con el control y el resto del pelo había decidido atravesarse en una disposición no muy airosa.
Al verlo así, sintió un arrebato de cariño. Trokic sabía vestirse a la última, con un estilo casual, aunque algo monótono; sin embargo, lo del pelo era evidente que lo daba por perdido. Algo parecido a alivio ante la perspectiva de perder de vista aquellas pilas de papeles, por un momento le iluminó el rostro.
—¿Todo bien en Ámsterdam?
—Sí, ha sido muy interesante, pero no he venido por eso.
El comisario encendió un cigarrillo, acercó un cenicero y la observó, expectante.
—Ya, ya suponía. Entonces, ¿qué puedo hacer por ti?
—Puede que te suene algo raro, pero ¿te acuerdas del reloj de pared que hay en casa de la vecina de Lukas Mørk, Jonna Riise?
—Lejanamente. Era azul, ¿no?
—Sí. Gris azulado, para ser exactos. Y tenía la sensación de que no era la primera vez que lo veía. Pues bien, en Holanda he estado con un antiguo compañero del sector tecnológico y eso me ha refrescado la memoria. Me acordé de que ya lo había visto antes en algún sitio y llamé a mi antiguo jefe pare pedirle que me enviara parte del material de un viejo caso.
—Agersund está harto de que andemos metiendo las narices en casos viejos en vez de concentrarnos en el nuevo —le explicó Trokic con la insatisfacción pintada en el semblante—. Pero es interesante, es la segunda vez que Jonna Riise se cruza en este asunto.
—¿Y eso?
El comisario le refirió con detalle su visita a Bent Kornelius y las misteriosas circunstancias que rodearon la muerte de Eigil Riise. La historia hizo que Lisa fuera avanzando hasta quedar sentada al borde del asiento.
—Me suena rarísimo. Y nosotros no creemos en casualidades, ¿verdad?
—No.
—Lo repito: si creemos lo que dicen la policía y varias fuentes más, el hermano de Jonna Riise se quitó la vida a comienzos de los setenta. Era un chico con problemas psíquicos y se acusó a los padres. Y yo por mi parte encuentro unas fotografías antiguas de unos abusos con un reloj de pared igualito al que hay en el salón de Jonna Riise. Pero con una niña. Empiezo a barajar la posibilidad de que los Riise abusaran de sus dos hijos.
—¿La niña de tus fotos tiene edad para ser Jonna Riise? Déjame verlas.
Señaló hacia el portátil. Lisa encendió el ordenador, abrió el contenedor y empujó el aparato hacia él por encima de la mesa.
—Sabes que este tipo de material no puede salir de comisaría, ¿verdad?
Ella asintió y trató de adoptar un aire contrito.
—Bueno, vamos a ver.
—No es un espectáculo agradable —le advirtió mientras se daba unas palmadas en los muslos para que Pjuske se le subiera al regazo. El gato la miró con expresión ausente y prefirió encaramarse de un salto al alféizar de la ventana.
—Lukas Mørk tampoco lo fue —replicó Trokic— y no quisiera tener que ver más como él.
El salón quedó en silencio mientras el comisario estudiaba las fotografías. Lisa se sorprendió una vez más. Fuera lo que fuese lo que su jefe estaba sintiendo al revisar aquel espeluznante material, en su rostro no se detectaba el menor asomo de agitación.
—¿Podría tratarse de Jonna Riise? —se decidió a preguntarle en vista de que él había enmudecido hacía ya varios minutos—. Yo no lo tengo muy claro.
—Podría. La niña de la foto tiene el pelo rubio, algo más claro que Jonna Riise, hasta donde yo recuerdo. Pero la calidad no es precisamente la mejor y a casi todo el mundo se le oscurece el pelo con la edad.
—Como ves en el informe, se las incautaron a unos pedófilos que fueron descubiertos hace unos treinta y dos años —le explicó Lisa—. Por aquel entonces las cosas se hacían de otra manera. Sin internet y sus tres «aes», anonimato, aceptación y acceso, todo era más lento. A los pedófilos les costaba más encontrar gente que compartiera sus intereses. Aun así, la policía dio con un círculo de veinte personas repartidas por varios países europeos que se conocían y se reunían para intercambiar imágenes o se las enviaban por correo. No detuvieron a ningún danés, pero estaban convencidos de que las fotos procedían de Dinamarca.
—Pero, si esto tiene algo que ver con nuestro caso, ¿qué es? —preguntó Trokic—. Si los padres de Jonna Riise producían pornografía infantil, tenemos que intentar inculparlos, evidentemente, pero la cuestión es qué relación tiene todo esto con Lukas. No encontramos absolutamente ningún indicio de que el crimen tuviera un móvil sexual.
—Puede que los autores de las fotos sigan activos y secuestraran a Lukas para fotografiarle. Después algo salió mal. Y hay otra cosa, he hablado con mi exjefe justo antes de salir para acá y me ha dicho que han encontrado en circulación unas fotos nuevas muy parecidas a éstas. Necesito comprobarlo yo misma, claro, pero en su opinión el parecido salta a la vista. O las han hecho las mismas personas o estamos ante una imitación.
—Y ¿de dónde vienen?
Le habló del matrimonio de Odense. El comisario hizo una mueca y se aplastó el pelo.
—Como teoría no está mal, pero los Riise ya no viven en el país. Siempre podemos rastrear sus movimientos, pero, para empezar, ya son muy mayores, y, para continuar, tenemos lo de los incendios y las quemaduras de Lukas. No encaja. Además, si hubiesen grabado o fotografiado a Lukas, ¿pondrían en circulación ese material? ¿No sería demasiado arriesgado? El niño ha salido en todos los periódicos.
—Sí —reconoció Lisa mientras se mordía una uña rota—. Hasta los pedófilos tienen algún tipo de conciencia, si es que se le puede llamar así. Lo cierto es que algunos de ellos no quieren cometer abusos y viven en el celibato y otros muchos se limitan a la pornografía infantil y jamás llegan a abusar de nadie. Estoy segura de que prácticamente ninguno aceptaría unas fotos que han acabado en asesinato. El aspecto económico, o al menos el valor de trueque, juega un papel muy importante en todo esto y, dicho así, a lo bestia, la cuestión es colocar el mayor número de fotos posible.
—Tenemos que volver —resolvió Trokic.
Le devolvió el ordenador de un empujoncito.
—Quiero comparar esos relojes. Si son iguales, tendrá que explicarnos de dónde ha sacado el suyo.
—Hay otra cosa. No nos queda más remedio que ser discretos —observó Lisa—. Si se huele de qué va todo esto, tendremos que averiguar qué intenciones tiene. Hay que evitar que hable con quien no debe, de lo contrario podemos perder un material muy valioso a la velocidad del rayo.
—Vamos ahora mismo. Hablas tú.
—Pero si son las…
Lisa consultó su reloj.
—¿Es que tienes algo que hacer?
—No, pero…
Entonces, Trokic dijo una vez más una de sus frases favoritas:
—Tú igual tienes una vida, pero yo no.