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Lisa Kornelius apartó un gigantesco pegote de mayonesa y terminó de comerse un trozo de pan con huevo y gambas.

—Puf, qué asco; menudo pringue —murmuró con repugnancia.

Luego se levantó y siguió al comisario hasta su despacho, al final del pasillo. Jasper Taurup y ella se habían ofrecido a revisar las cintas de vídeo, lo que significaba despedirse de buena parte de sus horas de sueño.

La música alemana —Rammstein— que Trokic escuchaba casi siempre seguía sonando como un suave gruñido y Lisa se estremeció al oír sus rudas notas. Por más que se esforzara, no alcanzaba a comprender qué le aportaba a su jefe aquel sonido.

A pesar del desagradable descubrimiento del día, no se apreciaba ningún cambio en los ojos de color azul oscuro del comisario. Le dejó dos hojas sobre la mesa.

—Son unas listas de delincuentes sexuales que me ha pedido Agersund.

Trokic tomó asiento y, para alivio de la inspectora, apagó los agoreros ritmos que salían de la minicadena y llenó una taza de café. A pesar de que acababan de terminar las vacaciones, su escritorio ya era un desbarajuste de papeles, tazas, cajas de discos y bolígrafos. Como si trabajara mejor con cierto caos. Ella sonrió para sus adentros. El desorden la hacía sentirse como en casa.

Llevaba ya casi medio año trabajando a las órdenes de Trokic en el Departamento A y, a pesar de sus tropiezos iniciales, habían acabado por tenerse cierta simpatía. Bien es verdad que ella seguía pensando que en ciertos aspectos era un auténtico cabezota, además de una calamidad en las relaciones sociales. De hecho, era tan reservado que Lisa aún no sabía mucho más allá de que rozaba la cuarentena y vivía en un adosado con su gato en algún punto del sur de la ciudad. Jamás se llevaba su vida privada al trabajo ni la compartía con sus compañeros y, como consecuencia, siempre era objeto de todo tipo de especulaciones en el departamento. Pero ella estaba más que dispuesta a soportarlo siempre que le permitieran formar parte del Departamento A a tiempo completo, y no le cabía la menor duda de que eso se lo debía a Daniel Trokic. Lisa tenía un pasado en la policía de Copenhague, donde por espacio de tres años se había encargado de perseguir delitos informáticos; de uno de sus cometidos, desarticular redes de pedofilia, ya había quedado saturada. Y él lo sabía.

Tampoco cabía la menor duda de que Agersund sentía un inmenso aprecio por Trokic, a pesar de que los arranques de autonomía de éste en muchos casos eran del todo inaceptables dentro de la policía, uno de cuyos valores clave era el trabajo en equipo. Por lo visto tenía un sexto sentido para encontrar patrones en el comportamiento de la gente que hacía de él un hombre excepcionalmente dotado para la investigación.

De modo que con el tiempo, y a pesar de sus diferencias, habían llegado a una especie de estado de mutuo respeto. Además, Lisa se había autoimpuesto la tarea de regar en su ausencia la planta que el comisario tenía en su despacho, una bandera blanca que una administrativa con mirada esperanzada le había regalado por su cumpleaños. Aunque era una planta muy resistente, no llegaba al nivel de estar a prueba de idiotas y sin Lisa habría pasado a mejor vida hacía tiempo.

Trokic echó una ojeada a las dos hojas, se pasó una mano por los cabellos y se aplastó el remolino de la frente. Un gesto familiar. Las vacaciones le habían sentado bien, pensó Lisa. Hacía mucho que no presentaba tan buen aspecto, con algo más de carne en aquel cuerpo suyo tan alto y flaco y el pelo más o menos bien colocado en bonitos mechones; hasta color en la cara traía. Aunque una investigación dura podía dar al traste con todo ello. Sabía que en unos meses cumpliría cuarenta años y dudaba mucho de que fuera a celebrarlo.

—¿Te apetece un café? —le ofreció Trokic.

—No, gracias.

Ocupó la silla que había frente a él y dio unos golpecitos con el dedo en los papeles que acababa de entregarle.

—Agersund dice que podemos husmear un poco. La primera lista tiene máxima prioridad. Viven en un radio de diez kilómetros de Mårslet.

—Pues sí que eres rápida. ¿Cuántos tipos de esos tenemos?

—Cuatro, pero yo creo que a dos podemos excluirlos porque están más que entrados en años. Dudo de que tuvieran fuerza para hacer algo así.

—¿Qué edad tienen?

—Noventa y uno y ochenta y dos.

—Pues sí, yo tampoco los veo capaces —coincidió el comisario con una de esas fugaces sonrisas, tan poco frecuentes en él, que le iluminaban la cara—. Táchalos. Prefiero esperar a que hagan la autopsia antes de ponernos con los demás. Por el momento no tenemos nada que apunte a un móvil sexual. Ya he visto que Taurup y tú habéis ido esta tarde a comunicarles la noticia a los padres y que te has llevado la impresión de que se trata de una familia estructurada y normal, ¿no?

—Sí, nada fuera de lo corriente por ese lado. Parecían muy normales. La madre trabaja treinta horas a la semana como asistente de un dentista de la ciudad, y el padre es empleado de control de abastecimientos en el puerto. También había un hermanito de pocos años.

—Una noticia difícil de dar —comentó Trokic rascándose la barba incipiente del mentón.

—Sí, la más difícil que he dado hasta el momento.

Recordó a aquellos padres deshechos. Aún resonaban en sus oídos los gritos de la madre cuando le hablaron de la aparición de Lukas. La veía arrancar el hule de la mesa de la cocina haciendo que las tazas de café hirviendo y el azucarero salieran por los aires. Echarlos a empujones a ella y a su compañero en un inesperado arranque de energía y darles con la puerta en las narices. Petrificada, Lisa se había quedado allí inmóvil contemplando la casa, a través de cuyos muros se filtraba un desconsolado quejido animal. Al final había salido huyendo con un nudo al rojo vivo en el estómago y una sensación de impotencia que apenas podía soportar.

—Pero lo cierto es que no creo que los haya pillado por sorpresa —prosiguió al fin, levantando la mirada hacia Trokic—. No después del tiempo que llevaba fuera de casa. Han tenido toda la noche para imaginárselo. Aunque de esperanzas también se vive.

—Oye, ¿cuándo es lo de Ámsterdam? Tengo que apuntármelo para que no se me olvide que no estás.

A Lisa le dio un vuelco el corazón. Con todo aquel ajetreo tan repentino se le había borrado de la mente que tenía que ir a un curso, un polémico seminario sobre técnicas de perfilado criminal.

—El lunes. Pero ahora ya no podré, ¿no? —insinuó levantando ligerísimamente la voz—. ¡Hay que cancelarlo!

—Eso tienes que hablarlo con Agersund, es de su negociado.

Ella abrió la boca dispuesta a decir algo, pero desistió. Tenía razón, Agersund era el responsable de esa parte del presupuesto.

—Mañana iremos a hacerles una visita a los padres —continuó Trokic—. Mientras tanto hay que averiguar si los de asuntos sociales tienen algo pendiente con la familia y también tenemos que hablar con todos y cada uno de los empleados de la ludoteca. Yo me ocupo del historial médico del niño.

—Oye, pero yo no creo que ellos… si hubieras visto la reacción que han tenido…

—Seguro que tienes razón, pero esa pesadez de estadística nos obliga a cerciorarnos de que podemos excluir a los padres. Lo más probable es que no tengan nada que ver con el caso, pero sólo tenemos su palabra de que Lukas nunca llegó a casa, y la verdad es que de allí al arroyo hay pocos cientos de metros de distancia. Como te he dicho, mañana por la mañana te quiero conmigo en la autopsia. Sé que va a ser desagradable, pero me gustaría contar con un par de ojos más. Te recojo abajo a primera hora. Nada de coche patrulla, en el Civich. No puedes decir que no.

Lisa logró ocultar el desagrado que le producía la autopsia y, de paso, no poner los ojos en blanco. Justo antes de Navidad, Trokic se había comprado un Honda Civic. Con caja de cambios i-shift. Él, que normalmente no mostraba interés alguno por los coches y se había pasado la vida al volante de caducas cafeteras en las que la pieza más cara solía ser el equipo de música. Al menos hasta que ese último otoño, en el curso de una investigación, se había visto obligado a trasladar un Honda Civic requisado nuevecito. Después de aquello se le empezó a ver hojeando revistas de coches durante el almuerzo y, más tarde con unos tipos que sabían lo suyo acerca de las prestaciones de ese modelo. La compra final tampoco pasó desapercibida. Un buen día, en la reunión matinal, Jasper preguntó si en Croacia los llamaban Honda Civich, y desde entonces no tuvo otro nombre para sus compañeros.

—Vaya, gracias —contestó—. Pero ¿me dejas que conduzca yo?

—No, claro que no —dijo él entre risas—. ¿Qué tal Jacob?

—Está muy bien.

Al instante, el dolor del recuerdo de Lukas dejó paso a la imagen del policía rubio de rasgos finos. Su novio desde hacía ya casi medio año.

—Vamos a necesitar ayuda de la brigada móvil y, si nos dejan, por supuesto, prefiero que sea él.

—Por mí, encantada —dijo la inspectora con una sonrisa—. Ahora me voy con Jasper a ver esos vídeos.