4
El frío lo llevaban todos dentro, escondido en forma de pedacitos de alma. Así lo veía Stefan Jørgensen a sus quince años mientras paseaba un trozo de lasaña por el plato y miraba de reojo a sus padres, que ocupaban el otro lado de la mesa en su salón de uno de los barrios residenciales de Mårslet. Desde que había oído la noticia del hallazgo de Lukas esa misma tarde, le había acompañado esa sensación que le atenazaba la zona del estómago. Intentaba decirse a sí mismo que se equivocaba, que ese crimen no guardaba ninguna relación con aquella cosa horrible que él y su amigo Tommy habían hecho, pero le corroía una gran duda. La historia de Lukas había salido en las noticias de la noche, y sus padres la habían seguido con el semblante pétreo. Un periodista con el ceño fruncido y los labios temblorosos había explicado que, por el momento, lo que la policía podía contar era bastante limitado.
Los niños de su calle también habían comentado el asunto durante la guerra de bolas de nieve de esa tarde con un pánico latente que iba en aumento. ¿Quién había matado a Lukas? ¿Volvería a entrar en acción en el mismo pueblo? Había muchas teorías, pero la más extendida parecía ser que se trataba de un «robaniños», algo monstruoso e indefinible a lo que todos los pequeños temían, porque ¿qué aspecto tiene un robaniños? También eran numerosas las propuestas al respecto. La mayoría estaba de acuerdo en que tenía que ser un hombre y, además, viejo. Los más pequeños lo imaginaban con bigote, un mono negro y un montón de pelo asomándole por las orejas.
Aunque Stefan Jørgensen era demasiado mayor para creer esas cosas, no había podido reprimir un escalofrío al oír tan pintorescas descripciones y la incipiente histeria colectiva acabó haciendo mella en él. Pero no era ésa la razón de que le doliera el estómago.
—¿Te ocurre algo? —le preguntó su madre mientras se restregaba unos ojos cansados en medio de un rostro anémico. La enfermera que después de cada guardia de día o de noche parecía más exhausta y no dejaba de quejarse de la distribución de los recursos y las condiciones de trabajo en el hospital de Skejby. O El Radar, como él solía llamarla, porque a pesar del estrés y del agotamiento nunca se le escapaba si algo iba mal. Registraba cualquier cambio de humor en su hijo por mínimo que fuera, como si ella misma fuese uno de esos extraños aparatos que había en su trabajo. Alargó el brazo por encima de la mesa, le apartó de los ojos un mechón rubio y le miró de hito en hito. Le inspeccionó. Él trató de evitar su mirada. Sabía que al menor contacto visual, su madre sería capaz de atravesarle las pupilas, el nervio óptico y el cerebro hasta llegarle a las entrañas. Y allí encontraría el invierno. Sintió que las blancas paredes de la cocina estaban cada vez más cerca, como si en cualquier momento pudieran desplomarse y asfixiarle. Lo que quería era encerrarse en su cuarto y tumbarse en la cama a solas con sus pensamientos.
—Es por los problemas de matemáticas que tengo que entregar mañana —mintió—. Son muy difíciles.
Se metió en la boca un tomate cherry y lo aplastó contra el paladar con la lengua. Era ácido y dulce al mismo tiempo, y sabía un poco a verano.
—Ya verás como, una vez que te pongas, no es tan terrible —aseguró ella—. Y siempre puedes pedir ayuda si te quedas atascado. Seguro que papá te echa una mano.
—Claro —murmuró el padre, sin levantar la vista del plato.
Stefan asintió. Sentía la mentira como una enorme larva que le llenaba el estómago. Si de veras hubiera tenido que entregar unos problemas de matemáticas, su padre no habría sido de gran ayuda. Ya después del tercer curso, los ejercicios se le habían puesto demasiado cuesta arriba, hecho que ambos compartían en calidad de un secreto.
Acabó con el último trozo de lasaña que quedaba en el plato azul, cogió una última tira de pepino para cubrir las apariencias, dijo que estaba todo muy rico y se levantó de la mesa. Durante todo el trayecto desde la cocina hasta su habitación, sintió los ojos de su madre clavados en la espalda como dos puntiagudas jeringuillas.
¿Le meterían en la cárcel si decía lo que sabía?, se preguntó al dejarse caer sobre la cama. Lo que Tommy y él habían hecho aquel día solitario del otoño pasado en el campo de fútbol era espantoso, sí, hasta perverso; ahora se daba cuenta. Se habían azuzado el uno al otro y habían llegado mucho más lejos de lo que pensaban. Aunque aquel día, su amigo parecía mucho menos afectado por el episodio que él, hasta Tommy palideció un poco la única vez que lo recordaron. Por las noches, al cerrar los ojos, Stefan seguía viendo el revoltillo de hojas caídas y setas despedazadas, oliendo la tierra empapada de lluvia y oyendo los gritos de la niña. Aquella voz aguda y estridente.
Pero ellos no eran los únicos. Eso había descubierto. En otro rincón del pueblo había quien ocultaba secretos como el suyo. Secretos peores. Sin embargo, decirlo en voz alta implicaba tener que contarle a alguien lo que él había hecho, y antes de sacarlo a la luz necesitaba estar más seguro de que había una relación. Y ¿la había? ¿Cómo asegurarse?
Stefan tenía una buena vida si se comparaba con otros chicos de su edad. Incluso en la escala de Mårslet. Dos años antes, tras su confirmación, le habían cedido el dormitorio más grande de la casa para que tuviera sitio para poner una mesa y su Dell portátil. Su madre era de la opinión de que un adolescente necesita su propio espacio; le ayudó con la decoración y le consiguió un estupendo póster de Eragon y el pequeño televisor que colgaba del techo. Le trataban bien, era consciente. Sus padres jamás le habían pegado y le hablaban con respeto. El único problema era que no estaban allí. Incluso cuando se encontraban a su alcance físicamente y se mostraban preocupados, era como si su mente estuviera en otro sitio. ¿Qué dirían si supieran lo que había hecho? Sólo de pensarlo se le encogía el estómago.
Y la prueba, lo que había hecho, estaba en circulación. Vivía su propia vida en algún lugar, como un mudo fragmento digital de la maldad. Sólo era cuestión de tiempo que volviera al pueblo y alguien lo dijera en voz alta.