UN SUEÑO HECHO REALIDAD

En 1865, un químico resolvió un problema en un sueño, y un siglo y cuarto más tarde los científicos han examinado al fin la materia de la manera más directa posible y, quién iba a decirlo, la solución del sueño resulta acertada.

La cosa ocurrió de la siguiente manera. A principios de la década de 1860, los químicos estaban estudiando el modo en que se combinaban los átomos para formar moléculas. El sistema que empleaban explicaba las propiedades de las moléculas en términos de sus conexiones atómicas. Unas pocas y sencillas reglas sobre la manera en que se encajaban las diversas clases de átomos produjeron modelos que parecían de juguete y ponían en claro una enorme cantidad de observaciones químicas.

Al frente de esta investigación se hallaba un químico alemán llamado Friedrich A. Kekulé, que se había atascado en un importante problema que los modelos de juguete parecían incapaces de resolver.

Se trabajaba con un compuesto llamado benceno. Kekulé sabia que cada molécula de benceno estaba compuesta de seis átomos de carbono y seis de hidrógeno, pero parecía que no había manera de ajustarlos adecuadamente. Se juntaran como se juntasen, el resultado hubiera debido ser una molécula muy activa, que combinase fácilmente con otros átomos y moléculas. Pero por desgracia el benceno no se comportaba así en la vida real. Era un compuesto muy estable que sólo se combina muy difícilmente con otros átomos y moléculas.

Mientras existiese esta discrepancia, todo el sistema resultaba sospechoso, y a los químicos no les entusiasmaba tener que buscar una nueva clase de modelo.

Kekulé pasó años trabajando sobre este problema. Disponía los átomos de carbono y de hidrógeno de todas las maneras concebibles, pero no podía encontrar un modelo satisfactorio. La solución llegó de una manera inesperada. Había tomado un tranvía tirado por caballos, que le llevaba lentamente por las calles de Gante, Bélgica, hacia la Universidad donde estaba enseñando en aquella época. Estaba cansado y, desde luego, pensaba en el problema del benceno, que era su mayor preocupación.

Se quedó dormido, pero incluso mientras dormía siguió pensando en el problema. Soñó en cadenas de átomos de carbono, retorciéndose a un lado y otro mientras se unían a átomos de hidrógeno. Y en este sueño, una cadena de átomos se curvó de pronto, de manera que un extremo se enganchó con el otro y formó un pequeño hexágono de átomos de carbono, girando sin parar.

Se despertó sobresaltado y se dio cuenta de que había dado con la solución. Todo el mundo daba por seguro que seis átomos de carbono formarían una línea recta con átomos de hidrógeno sujetos aquí y allá. Pero ¿y si los seis átomos de carbono formasen un anillo?

De nuevo en su laboratorio, consideró una molécula de benceno consistente en un anillo de seis átomos de carbono, con un átomo de hidrógeno sujeto a cada uno de aquellos.

Semejante disposición era de gran simetría y debería conferir una estabilidad considerable a la molécula. Consideró las maneras en que otros átomos podían adherirse a tal anillo y vio que la predicción coincidía exactamente con la manera en que se comporta la molécula en la realidad. Por ejemplo, había precisamente tres maneras en que dos átomos de cloro podían sustituir a dos átomos de hidrógeno, tanto en el modelo como en la realidad.

A partir de entonces ha sido aceptado el anillo de seis átomos de carbono.

Desde luego, el anillo por sí solo no explicaba del todo la estabilidad; pero a principios del siglo XX se descubrió que los átomos se componen de pequeños núcleos rodeados de ligeros electrones. Son los electrones los que actúan recíprocamente entre sí para formar enlaces entre los átomos. En 1939, Linus Pauling descubrió que en el caso de moléculas como las del benceno, la interacción de los electrones produce una situación muy estable.

Pero aunque todas las propiedades químicas del benceno descubiertas desde los tiempos de Kekulé apoyaban la hipótesis de que cada molécula de benceno era un anillo de átomos de carbono en forma de un pequeño hexágono, las pruebas eran indirectas.

Por último, en 1981 fue inventado en IBM un aparato llamado microscopio de efecto túnel, consistente en una aguja sumamente fina de tungsteno que emite electrones en el vacío.

Estos electrones rebotan en la superficie del material. A base de la reflexión de estos electrones, un ordenador puede calcular el aspecto de la superficie reflectante. La superficie se ve con tanto detalle que incluso pueden distinguirse los propios átomos.

Sería interesante hacer rebotar electrones sobre una superficie de benceno sólido, pero se necesitaba algo que condujese electricidad, y el benceno no tiene esta propiedad. Además las moléculas de benceno se mueven tanto de un lado a otro, incluso en forma sólida, que la imagen era demasiado borrosa para poder mostrar gran cosa.

El benceno se combinó con monóxido de carbono, para mantenerlo estable, y el conjunto se hizo rebotar sobre metal de rodio, que es conductor de la electricidad. Y por fin se obtuvieron imágenes en 1988. Mostraron anillos de carbono en forma de hexágonos. Los científicos pudieron ver al fin el sueño de Kekulé. Era correcto.

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