¿SUPERESTRELLAS?

A menudo una observación o teoría importante de un gran científico de décadas o siglos pasados tiene que ser ampliada o modificada. Pero de vez en cuando hay que renunciar a la ampliación y reconocer que a fin de cuentas el científico tenía toda la razón. Uno de estos casos de volver a donde estábamos sucedió en 1988.

La cosa empezó con el astrónomo británico Arthur S. Eddington, que en los años veinte formuló la siguiente pregunta: ¿Por qué la enorme atracción gravitatoria de una estrella como el Sol no le obliga simplemente a contraerse formando una pequeña bola de átomos apretujados?

La respuesta parecía ser que el calor interior del Sol lo mantenía dilatado contra la atracción de la gravitación. Eddington empezó a estudiar el equilibrio entre la atracción gravitatoria y el calor interior, y dedujo que el núcleo del Sol tenía que estar a una temperatura de millones de grados C.

Esto era importante para explicar la naturaleza de las reacciones nucleares dentro del Sol y la manera en que éste y otras estrellas obtenían la energía necesaria para brillar durante miles de millones de años.

Eddington descubrió que cuanto mayor era la masa de una estrella, más intensa era su atracción gravitatoria y más alta tenía que ser la temperatura del centro para equilibrar aquella atracción. Cuando la estrella tuviese entre sesenta y cien veces la masa del Sol, ya no sería posible mantener el equilibrio.

Para evitar que la estrella se colapsase, su temperatura interior hubiese debido ser tan elevada que la estrella habría estallado.

Por consiguiente, concluyó Eddington, no podían existir estrellas con una masa mucho mayor de sesenta veces la del Sol.

Y ciertamente, durante medio siglo, no hubo razón para pensar que estuviese equivocado. No se encontraron estrellas de una masa mayor.

Pero en los años ochenta se descubrieron estrellas que parecían tener una masa varios cientos y hasta más de mil veces la del Sol. ¿Cómo eran posibles estas «superestrellas»?

Había que revisar y modificar el trabajo de Eddington para explicar estas enormes estrellas. (En realidad, hace varios años escribí un ensayo sobre estas superestrellas y cómo estaban cambiando nuestras ideas acerca de la física estelar.)

Pero entonces se partieron, casi literalmente.

Por ejemplo, hay en la Gran Nube de Magallanes una estrella llamada Sanduleak. Se sabía que su distancia era de unos 160 000 años luz, y brillaba tanto a esta distancia que debía tener una masa de al menos 120 veces la del Sol para producir aquella luz.

Sin embargo, a principios de 1988, se observó y fotografió con telescopios más modernos y mejores. Entonces se analizó la imagen de la estrella con las técnicas más actuales y se vio que el brillo variaba de una punta a otra. Resultó que la estrella no tenía un brillo uniforme y que por tanto no era una sola estrella. En realidad era un enjambre muy apretado de al menos seis estrellas. A la gran distancia de Sanduleak, este enjambre parecía fundirse en una sola estrella al ser vista en condiciones telescópicas ordinarias.

Gracias a esta técnica, otras estrellas muy brillantes, y por consiguiente con mucha masa, han resultado ser apretados grupos de estrellas, ninguna de las cuales parece tener una masa sesenta veces mayor que la del Sol. Dicho en otras palabras, Eddington tenía toda la razón y las superestrellas se han desvanecido en el cielo.

¿Tiene esto alguna importancia, aparte del hecho de que Eddington podrá descansar tranquilamente en su tumba? De hecho la tiene. En primer lugar demuestra una vez más que los científicos tienen que estar investigando y sometiendo constantemente a comprobación sus conclusiones, ya que sus descubrimientos pueden estar sometidos a cambios.

En este caso, la confirmación de las teorías de Eddington tuvo más importancia que la simple existencia o inexistencia de superestrellas. El descubrimiento de enjambres de estrellas hizo que los científicos revisasen sus cálculos acerca de las distancias a que se hallan las galaxias de la Tierra.

Para los astrónomos, es importante calcular la distancia de las galaxias de luz débil, con el fin de tener una idea general de la dimensión total del universo. Para ello prueban diferentes técnicas, determinando las distancias a las galaxias más próximas, empleando éstas para calcular las de otras más lejanas, y así sucesivamente.

Una técnica fue estudiar las galaxias que estaban tan próximas que podían distinguirse estrellas individuales en ellas pero tan lejos que las únicas que podían verse eran las muy brillantes. Se supuso que estas estrellas «muy brillantes» en aquellas galaxias lejanas proyectaban tanta luz como la más brillante de nuestra propia galaxia. Sabíamos a qué distancia estaban y el brillo que tenían las estrellas brillantes de nuestra galaxia. Por tanto era posible calcular lo lejos que estaban las galaxias distantes, calculando que sus estrellas más brillantes no lo pareciesen más de lo que eran.

Pero puede ser que nos hayamos estado equivocando.

Puede ser que así como vemos las estrellas de nuestra galaxia con bastante claridad para estar seguros de que son estrellas individuales, las más brillantes de las galaxias lejanas en realidad sean enjambres que, en su conjunto, brillan mucho más de lo que podrían hacerlo las estrellas individuales.

Si es así, algunas galaxias distantes podrían estar dos o tres veces más lejos de lo que pensamos, lo bastante para que un enjambre de estrellas tenga aproximadamente el mismo brillo que tendría una sola si estuviese más cerca. En este caso, el universo sería mucho más grande y antiguo de lo que creíamos, y esto haría que los astrónomos tuviesen que revisar sus cálculos.

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