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Senderos bajo los sauces
Una joven, casi una niña, está sentada en un ghat en la orilla del Ganges. El gran río color té con leche corre con fuerza por entre las dos orillas cubiertas de árboles recios y oscuros y delicados templos blancos. Los templos con forma de pagoda parecen flotar entre las nubes de verdor tropical que cubren las laderas de las colinas. Las escaleras amarillentas del ghat descienden en dirección a las aguas. Han colocado allí varias cuerdas atadas a argollas de hierro para que los que se adentran en el río para darse los baños rituales no sean arrastrados por la corriente. Ella sabe que tiene que bañarse vestida. Son las costumbres indias. Los hombres se quitan la camisa y se quedan en dhoti, pero a las mujeres no se les permite quitarse la camisa. Quizá pudiera bañarse en bañador, dado que es una mujer occidental, pero sería considerado una irreverencia y ella misma lo consideraría una irreverencia. Aunque hace calor, un calor pesado y húmedo, el agua está helada. Baja de los glaciares del Himalaya, cuyas faldas comienzan allí mismo, y apenas ha tenido ocasión de caldearse. Conserva todavía esa energía salvaje y joven del torrente montañés, aunque a estas alturas el Ganges es ya un río muy ancho. Es un río joven y alegre que se prepara para su larga travesía a través de la llanura india. La niña desciende por las escaleras y se acerca a una de las cuerdas, se agarra al grueso cáñamo y entra en el agua. Las escaleras continúan invisibles bajo la superficie opaca y ella sigue descendiendo y siente el agua helada en los tobillos, en las pantorrillas, en las caderas. Cuando el agua alcanza la cintura, coge aire y se sumerge completamente sin dejar de agarrarse a la soga. Luego saca la cabeza del agua. Repite la inmersión tres veces mientras canta el mantra. Madre Ganges, dice interiormente, limpia mi pasado. Madre Ganges, llévate mi karma, déjame ligera y renovada. No quiero sostener nada ni mantener nada, no quiero atarme a nada. No quiero defender nada. Rompo todas las ataduras, todos los vínculos, todo lo que me limita y me esclaviza.
Ella sabe lo que le han costado estas palabras. No quiero atarme a nada. Rompo todas las ataduras. Rompo todas las ataduras. Hace una semana que él debería haber llegado y todavía no ha aparecido. Sabe que desde Delhi a Rishikesh se tardan unas horas en coche. Quizá diez o doce horas, aunque apenas hay una distancia de doscientos kilómetros, pero en un día o dos él debería haber sido capaz de llegar hasta allí. Pasan los días y él no aparece, y ella siente un horrible presentimiento. De pronto lo sabe: él no va a aparecer. Le ha perdido para siempre. Por si acaso llama a Madrid. Llama a la casa de ambos, a la casa donde él y ella han vivido durante los últimos años, pero nadie coge el teléfono. Finalmente llama a los padres de él. Habla con su madre, que nunca ha sentido excesiva simpatía por ella. La mujer parece sorprendida, casi conmovida de que ella la llame desde tan lejos. Le dice que él no ha ido a la India, y que no va a ir a la India. Que se ha marchado a Estados Unidos. Ella dice que no es posible, que debe de haber un error. No, le dice la madre de él, que quizá sólo entonces comienza a comprender, no hay ningún error. Lo que sucede es que él no se atreve a decírtelo directamente. No se ha atrevido a decírtelo. ¿A decirme qué?, pregunta ella. ¿A decirme que no piensa venir a la India? No, dice la madre con paciencia, quizá con placer, a decirte que quiere romper contigo. Que ya ha roto contigo. Eso no es posible, dice ella. No es posible. Si no ha pasado nada. Ni siquiera hemos hablado de romper. No hemos discutido. ¿Cómo va a romper conmigo así, de pronto, sin dar ninguna explicación? ¿No ha pasado nada?, dice su madre. Su voz aguda y chillona se hace más aguda y chillona a través del auricular de este teléfono indio, una voz humana saltando de repetidor en repetidor y de allí a un satélite en órbita y luego del satélite de nuevo a la superficie del planeta. ¿Te parece que no ha pasado nada? Tú le has abandonado, le dice. Te has ido de casa. ¿Cuánto tiempo llevas en la India? Llevas allí casi un año. Tú has abandonado a Juan. Esperabas que él se fuera detrás de ti como si fuera tu perrito faldero. Que lo dejara todo igual que tú, que abandonara su trabajo y su carrera y se fuera allí a la… al sitio donde estés, que no sé cuál es ni me importa. Tenías un buen trabajo, Cristina, teníais una situación privilegiada los dos, y de pronto lo has tirado todo por la ventana y has desaparecido dejándole solo durante meses y meses. ¿Qué esperabas que pasara? ¿Qué creías que iba a pasar? ¿Pensabas que iba a abandonarlo todo y a seguirte? Si pensabas eso es que no conoces a los hombres en absoluto. Ella no sabe qué decir. No está acostumbrada a escuchar voces tan agresivas, tan llenas de recriminaciones y de resentimiento. Hasta el acento de Madrid le extraña. Ese estilo español agresivo y sin contemplaciones, que se adentra casi físicamente en el otro con total falta de consideración. Te has metido en una secta, le dice la madre de él. Deberías volver inmediatamente. No sé cómo tus padres no van allí y te sacan del sitio donde estás. No estoy en ninguna secta, dice ella débilmente. Si yo fuera tu padre cogería un avión y te sacaría del sitio donde estás y te traería a España, le dice la madre de él. No estoy en ninguna secta, repite ella una vez más. ¿Por qué me hablas así?, dice casi llorando. ¿Por qué me hablas así? ¿Qué te he hecho yo a ti para que me hables de ese modo? Has hecho infeliz a mi hijo, dice ella. Cristina, ¿cómo quieres que te hable? Has abandonado a mi hijo. Teníais una vida perfecta en Madrid. Teníais una casa, que en vez de tirar el dinero alquilando podríais estar pagando una hipoteca, pero ése es otro tema, teníais un trabajo estupendo los dos, teníais la vida resuelta. ¡Y tan jóvenes! ¿Por qué has tenido que meterte en una secta?
Las conversaciones tan largas resultan carísimas. Cristina tiene que pagar montones de rupias por estas conversaciones transcontinentales. Le llama a él, pero nunca contesta el teléfono. La madre de él le da, un poco a regañadientes, su teléfono y su dirección en Estados Unidos, y ella llama una y otra vez. Las comunicaciones no son buenas. Hay ruidos, y a veces uno oye su propia voz en forma de eco al hablar. Esto le pasa cuando habla por teléfono con su padre o con su hermano. Con Juan Barbarín nunca llega a hablar. Una vez él coge el teléfono y dice: hello? Y ella dice su nombre, y entonces, después de un titubeo, él cuelga. Entonces ella le escribe una carta, dos, tres cartas, a su dirección de Oakland, Rhode Island. Pero no hay respuesta.
Se va a la orilla del Ganges con la esperanza de que el gran río, la gran Madre, le dé una respuesta. Se mete en el agua helada, hace las abluciones. Luego regresa a lo alto de las escaleras, tiritando de frío. Tiritando de miedo, de desolación. Y se pone a llorar. A pesar del frío que siente, vuelve a entrar en el Ganges y hace de nuevo el baño ritual. Y le pide a la madre Ganges que la ayude, que le dé luz, que no le arrebate a su amor. Por favor, madre Ganges, dice la niña llorando, mezclando sus lágrimas con las lágrimas del río de los muertos. Por favor, no me arrebates esto. Sólo esto, madre Ganges, sólo esto déjamelo. Te entrego todo lo demás. De lo demás no deseo nada. Pero esto no me lo arrebates.
Pero las ataduras… ¿no dijiste que querías librarte de todas las ataduras?
Sólo esta atadura, sólo ésta. Por favor, no me quites esto. Quítame todo menos esto… Por favor, madre Ganges…
Sale del agua tiritando de frío. Se sienta un poco más arriba en el ghat, incapaz de contener las lágrimas.
Y entonces le ve, caminando por la orilla del río, en medio de un grupo de peregrinos. Es él, va vestido con ropas blancas, un pantalón blanco, una blusa blanca, un chal blanco sobre los hombros y un largo cayado en la mano, pero es él sin duda. Lleva sandalias en los pies, y cojea visiblemente. ¿Por qué cojea tanto? Ella tiembla sentada en las escaleras con toda la ropa mojada y se abraza las rodillas para entrar en calor, y observa como él, Juan Barbarín, camina entre un grupo de peregrinos indios. Luego los otros se van todos juntos y él queda solo al lado del agua. Ve cómo él contempla el agua obstinadamente y parece imposible pero es él, es él. Corre hacia el lugar donde está. Pero no es él. Es un hombre indio que se parece vagamente a él. Un hombre con la señal de los shivaítas en la frente. Un hombre moreno, delgado, con unos almendrados ojos oscuros que le recuerdan a los de Juan Barbarín. Y una sonrisa preciosa. Ella le mira. Él la mira y sonríe. Como ella sigue mirándole, él junta las manos a la altura del corazón y dice «namasté». Ella hace lo mismo. Está temblando, tiene el sari empapado y ahora sopla la brisa y es muy desagradable estar con una ropa empapada que se pega a todo su cuerpo.
—¿Cómo te llamas? —le pregunta al hombre.
—¿Cómo? —dice él—. ¿No me reconoces? ¡Soy yo!
—¿Yo? —ríe ella en medio de las lágrimas—. ¿Cómo «yo»?
De pronto le asalta la duda. ¿Será realmente él? Porque este hombre se parece mucho a Juan Barbarín, aunque no es Juan Barbarín porque es unos cuantos años mayor, y además, cojea y parece que tiene una pierna artificial. Y porque además es indio, un hombre indio de mediana edad que tiene sólo un vago parecido con Juan Barbarín, y al que ya ha visto en un par de ocasiones en las orillas del río. Ya en otras ocasiones ha pensado que este hombre le recuerda a su novio, y seguramente ya han intercambiado miradas y ya se han sonreído, o al menos él le ha sonreído a ella ya varias veces en las orillas del río, en los ghats o en las rocas que hay al pie del ashram o en el arati de la tarde, en la orilla opuesta, cuando todos ponen ofrendas con flores y velas encendidas en las aguas del Ganges y el agua del río se lleva las luces flotantes hacia Benarés. Y ella le ha sonreído también, y entonces él se ha hecho vagas ilusiones y por eso ha regresado y la ha buscado. ¿O es realmente un encuentro casual?
—¿No me recuerdas de otra vida? —dice el hombre sin dejar de sonreír. Tiene ese delicado, precioso acento de los indios al hablar inglés. Esa música caprichosa, esas extrañas erres que recuerdan vagamente a las españolas.
—No, no te recuerdo.
—Entonces, ¿por qué me miras y me sonríes? ¿Por qué me saludas si no me conoces?
—¿Tú me recuerdas de otra vida? —pregunta ella.
—Pues claro —dice él—. No de una, sino de muchas. Hemos vivido muchas vidas juntos, dice él.
—¿Muchas vidas?
—Muchas —dice él—. Muchas muchas.
—¿Éramos marido y mujer?
—Sí, señora —dice él—. Con todo respeto, hemos sido marido y mujer muchas veces en otras vidas.
El hombre cojea dolorosamente y ha de apoyarse en su cayado para andar. Es esbelto, fuerte, atlético, pero la cojera le da el aspecto de ser un pobre inválido. Y eso es precisamente lo que es, un pobre inválido. Un peregrino shivaíta inválido que ha subido hasta Rishikesh para pasar algunas noches en el patio de un ashram, bañarse en el río, comer lo que le den y luego seguir su peregrinaje al siguiente ashram, al siguiente festival sagrado, a la siguiente celebración shivaíta.
Un mendigo caliente, como están todos los mendigos, como están todos los que se aburren. Por eso quiere hablar con ella. Desea acercarse a ella y tocarla un poco, como intentan hacer tantas veces los indios. Ven a una occidental y se acercan a ella y le tocan en las piernas, en el pecho. Esto sucede en el cine, en los trenes por la noche. Están convencidos de que a ellas no les importa, de que las occidentales son impúdicas. En estos momentos a ella tampoco le importaría, aunque él sea un mendigo, aunque esté sucio. Lo cierto es que, a pesar de su pobreza, no parece sucio. Parece misterioso y encantador, y ella adivina debajo de su cansancio y de sus ropas usadas un antiguo refinamiento de jardines de polvo y rosas en lugares de sol. Le pregunta si es un mendigo o si tiene un trabajo. Él le dice que fue durante muchos años abogado en Nueva Delhi, y que finalmente decidió abandonar su carrera y convertirse en un sadhu, en un renunciante. Le pregunta si está casado, si tiene hijos. La pregunta es casi ociosa en la India, donde todo el mundo se casa y donde se considera algo muy extraño que alguien, especialmente un hombre con una carrera, no tenga esposa. Le dice que sí, pero que su esposa murió, y que no tuvieron hijos porque ella era estéril. Ella le dice que lo siente mucho.
—Pero tú —le dice él—. ¿Por qué estás tan triste? ¿Por qué esos ojos tan tristes, Deepali? ¿Dónde está tu esposo?
—No tengo esposo —dice ella.
A él le extraña y le pregunta por qué. No comprende cómo ha podido ella viajar tan lejos estando sola. No comprende que una mujer esté sola en un país extranjero, completamente sola. A todos los indios con los que se encuentra les extraña.
—Estoy sola —dice ella—. Estoy sola.
—Eres muy hermosa —dice él—. No lo comprendo. ¿Eres muy pobre?
—No, no soy muy pobre.
—¿Entonces? ¿Estás enferma?
—No, no estoy enferma —dice Cristina, casi riéndose a pesar suyo.
—Perdóname, Deepali —dice él. Cuando sonríe, ella observa que tiene una punta de uno de los incisivos rota.
—¿Deepali?
—Ése era tu nombre antes. Cuando éramos marido y mujer.
—Me estás tomando el pelo.
—Es la verdad. Ahora tienes otro nombre porque eres cristiana, sólo por eso.
—Yo no soy cristiana.
—¿Cómo que no?
Ella no quiere discutir.
—¿De verdad tú no me recuerdas? —dice él—. Nos hemos visto más veces cerca del río. Y tú me has sonreído. Pensaba que me recordabas, igual que yo a ti. Pensaba que me sonreías por eso.
—No, es que me recuerdas a un amigo.
—¿Lo ves? —dice él—. Yo sabía que tú también me recordabas.
—No, no —dice ella—. Quiero decir que tu cara me resulta familiar. Que te pareces a un hombre que conozco.
—Así es como se produce el recuerdo —dice él—. Si observas con atención a las personas con las que te encuentras, siempre te parece reconocerlas. Casi todos los rostros son familiares, incluso los que nunca habías visto antes. Eso se debe a que los conoces de otras vidas.
—Nunca me ha pasado una cosa así —dice ella.
—¿No? Mira. Mira a tu alrededor. Elige a una persona, hombre o mujer, no importa, y obsérvala con atención. Verás como enseguida empiezas a reconocerla. Enseguida tienes la sensación de haberla visto antes. Si profundizas más, verás que es tu hija, tu madre, tu hermana, tu padre, tu tío, o la persona que te mató, o la persona a la que mataste. La persona a la que engañaste, la persona que te engañó…
—Y eso ¿no será porque todos somos seres humanos? —pregunta ella—. ¿No se deberá eso a lo parecidos que somos unos y otros?
—No lo sé —dice él encogiéndose de hombros de forma muy cómica—. ¡No lo sé!
—O a lo mejor es que todos somos realmente de la misma familia. Que todos somos, en realidad, la misma persona, multiplicada millones de veces bajo diferentes aspectos.
—Así es, Deepali —dice él—. Atcha. Atcha. Así es.
Quedan los dos en silencio.
—Querida Deepali —dice el hombre poniéndose serio—. Ahora soy un sadhu y practico brahmacharya. He renunciado a los placeres y a la familia. No tengo bienes. Ni siquiera tengo casa. Me gustaría ser capaz de ayudarte en tu tristeza, pero no puedo.
—Lo comprendo.
—Pero te propongo algo —dice él—. Ahora no puedo estar con una mujer, ni tampoco pensar en desposarte. Pero en el futuro te buscaré.
—¿En otra vida? —dice ella.
—Espero que no sea en otra, porque tú me olvidarás, Deepali —dice él—. Siempre me olvidas. Siempre, una y otra vez.
—Lo siento —dice ella.
—Pero nunca me olvidas del todo, Deepali.
—Como ahora —dice ella.
—Te llevaré una señal para que sepas que soy yo. Te llevaré una amapola blanca y roja. ¿Lo recordarás?
—Sí. Una amapola blanca y roja.
—Te la pondré en la mano y te diré: guárdala para dentro de cien años. Así sabrás que soy yo.
Ella se pone a llorar. Él le dice que no llore, que no debe llorar. Y ella le cuenta que no llora por lo que él le ha dicho, sino por otra razón muy diferente. Le habla de su novio, de cómo la ha abandonado, de las llamadas, de las cartas sin respuesta. Él no le hace preguntas. La escucha con atención, pero no hace comentarios. Quizá porque no entiende bien la historia, o porque las cosas que ella le cuenta tienen para él un significado distinto del que tienen para ella.
—A veces hay que esperar, Deepali —dice él, finalmente, mirándola con un inmenso afecto—. Querida esposa. A veces hay que esperar muchos años. Pero yo volveré a ti, y entonces sí me recordarás. Pero tienes que recordar la flor, Deepali.
—¿La flor?
—Una amapola blanca. Blanca y roja. ¿Te acordarás?
—Sí, me acordaré.
Un loco más de las orillas del Ganges, se dice ella cuando regresa al ashram. Un loco más. Las orillas están llenas. Las orillas, los ghats, los callejones aledaños, los patios de los ashrams, están llenos de sadhus un poco locos o locos del todo, fakires con ojos desorbitados, ancianos de barba blanca y bigotes tan largos que han de atárselos por detrás de la cabeza y que duermen en el suelo, entre los excrementos de las vacas y las travesuras de las ratas, locos sagrados que caminan con un tridente de bronce y una escudilla de aluminio. Algunos son verdaderos renunciantes que buscan la iluminación y desean conquistarse a sí mismos; otros son simples mendigos con disfraces estrafalarios; otros, pobres locos que repiten cosas sin sentido y gritan sin parar. Muchas veces es difícil distinguir a unos de otros.
Al día siguiente baja al río para buscar al desconocido y seguir hablando con él. No le ve en parte alguna. Ya no vuelve a verle. Y ni siquiera sabe su nombre.
—¿Por qué lloras? —le pregunto—. Cristina, ¿por qué lloras?
Ella suspira profundamente, se seca los ojos, me mira, pero no puede dejar de llorar. Me mira y sigue llorando, y sus ojos se contraen en un gesto de dolor tan intenso que me recuerda al de las piedades antiguas. Sus labios se pliegan en una expresión de dolor de tal patetismo que siento como si me clavaran un cuchillo en las entrañas. Ella intenta hablar, pero no puede. Entonces me acerco a ella y la rodeo con mis brazos. Sólo deseo abrazarla, tenerla cerca de mí, estrecharla contra mí con todo el amor que me inunda y que ya no puede contenerse. Estamos así un rato, hasta que ella deja de llorar y yo siento cómo su respiración se acompasa, y siento la forma en que el aliento entra y sale de su pecho. Tomo su rostro caliente de lágrimas y la beso en los labios, y ella me besa también.
—Mi amor —dice ella—. Mi amor, mi amor.
—Entonces tú también me quieres.
—Siempre, siempre. Mi amor, siempre.
Nos besamos largamente, apasionadamente. Cualquiera puede vernos en esa terraza, pero es evidente que eso a ella ya no le importa lo más mínimo. Una mujer, un hombre. Isolda, Tristán. Una boca, otra boca. Un rostro, otro rostro. Pasa el tiempo, se deshace el tiempo. Los perfumes de la tarde y los cantos de las golondrinas giran y danzan sobre nosotros. Las nubes pasan sobre el mar. Las bestias de la selva se preparan para la noche. Una nueva estrella se anuncia en el firmamento. Nosotros hablamos en murmullos, nos besamos y hablamos, utilizamos alternativamente la boca y la lengua para hablar y para besarnos, para besarnos y para hablar. Hablamos de amor. Nos besamos y nos decimos una y otra vez que nos amamos, que no volveremos a separarnos. Y respiramos y a veces respiramos el uno de la boca del otro.
Ahora ella está más tranquila y su mejilla ardiente y húmeda reposa apoyada en mi hombro. Acaricio su hombro. Acaricio su pecho. Acaricio su vientre. Todo se llena y se hincha en ella con la respiración: su vientre, su pecho, su brazo. Entonces me cuenta la historia, la historia de lo que le pasó un día en Rishikesh cuando, en un momento de intensa desolación, cuando se sentía sola y abandonada y lejos de todo y perdida y hundida en la oscuridad, encontró a un peregrino en la orilla del Ganges que se parecía a mí, un peregrino al que ya había visto el año anterior y del que, de hecho, ya me había hablado. Era igual que tú, me dice, igual que cuando apareciste entre los helechos, en la fuente que está fuera del cráter, cuando te encontramos, ¿te acuerdas?, el chal blanco sobre los hombros, el largo cayado torcido, la pierna de madera, incluso tienes partido un trocito de un incisivo, igual que él. ¿Cómo son posibles tantas casualidades? Me pregunta de dónde he sacado esa amapola blanca y roja y le digo que un par de días atrás me la dio una niña en el valle. Esta noticia parece alterarla mucho. Me hace muchas preguntas sobre la niña, sobre su aspecto, sobre su ropa, su pelo, si tenía anillos, pulseras o signos de alguna clase, y también me pregunta si me dijo ella que le entregara la amapola y le dijera esa frase, la frase de los cien años.
—Me dijo que la guardara —digo—. Me dijo que la guardara para dentro de cien años.
—¿Eso fue lo que dijo?
—Sí. Hablaba de una forma muy extraña. No recuerdo en qué idioma me habló, pero hablaba con mucha dificultad, como si no fuera su idioma.
—Apareció, te dio la flor, te dijo que la guardaras para dentro de cien años, y desapareció.
—Sí.
—¿Había otros con ella?
—Sí, había unas cuantas niñas. Estaban jugando, y luego se marcharon corriendo.
—¿Has visto otras veces niños en el valle? —me pregunta, mirándome con atención, quizá con alarma, mientras yo sigo rodeando sus hombros con mis brazos y besando su frente, sus cabellos oscuros, su sien palpitante, y recorriendo con ternura las formas de su cuerpo, como para asegurarme de que ella es real.
—Claro que he visto otras veces niños en el valle —digo—. El valle está lleno de niños, sobre todo en la zona deshabitada, por los alrededores del lago. ¿Por qué te extraña tanto?
—Porque no hay niños en el valle —dice ella—. Eso que has visto no eran niños.
—¿No? Pues ¿qué eran?
—Dioses.
—¿Dioses? —digo con incredulidad.
—Dioses, demonios, démones, duendes, siddhe… pensamientos, complejos, pulsiones… cada uno los llama de una forma… aquí, gracias al trabajo de la Universidad, es posible verlos…
»Están en el mundo intermedio. Son parte de nosotros, dimensiones desconocidas de nosotros. Al mismo tiempo, nos vinculan unos a otros. Habitan las dimensiones paralelas, saltan por el espacio y el tiempo, establecen vínculos, crean visiones, sincronicidades, casualidades. A veces nos ayudan, otras veces nos atacan, la mayor parte de ellos se alimentan de nuestra atención… Pero dime, ¿qué significa para ti la frase “guárdala para dentro de cien años”?
—He pensado que nos hemos pasado la vida encontrándonos y separándonos, pero que la siguiente vez que nos encontráramos ya sería demasiado tarde y estaríamos los dos muertos. O quizá que dentro de cien años, cuando los dos estemos muertos, podremos encontrarnos en otra vida y esta vez hacer las cosas bien y lograr no separarnos nunca.
—Entonces es verdad que me quieres —dice ella.
—Sí, es verdad.
Contemplamos el vuelo de las garzas sobre el valle. Las nubes y las garzas se mueven en la misma dirección, y este detalle, por alguna razón, me llena de felicidad.
—Te ha costado mucho encontrarme —dice Cristina.
—Pero te he encontrado.
—Esta vez no vamos a separarnos —dice ella atrapando mi mano y llevándosela a los labios—. Esta vez eres mío para siempre.
—Pero dime —le digo—, ¿si no te hubiera entregado esa flor…?
—Necesitaba un signo —dice ella—. Una señal.
—¿Una señal? ¿Y si la señal no hubiera llegado?
—La señal llega cuando tiene que llegar.
—Pero ¿es así como vivís? ¿Esperando señales?
—No siempre. No para decidir si me tomo la sopa o no. Pero en los momentos importantes…
—Estás loca —digo—. ¡Siempre has estado tan loca…!
—Cállate.
Luego nuestras bocas se encuentran de nuevo, y tienen tanta familiaridad una con la otra que siento que hace sólo unas pocas horas o unos pocos días que no nos besábamos. Siento que no ha pasado el tiempo, que yo soy el mismo de siempre y ella es la misma de siempre, y que nos estamos besando en el jardín de su casa, en Pozuelo, al otro lado del muro de arizónicas, en medio del esplendor de gordolobos, de margaritas y de hinojos en flor del jardín abandonado. Y huelo el perfume de madreselvas de la primavera de Madrid, y me parece estar rodeado por grandes matas de celindas en flor y por el distante rumor del tráfico de la autopista de La Coruña. Reconozco su lengua y la forma tempestuosa en que entra en mi boca como una invasión imposible de repeler, y lo delicioso que resulta combatir su lengua cálida con mi lengua, su lengua grande e imperiosa, suave y redondeada. ¿Por qué son tan dulces los besos? ¿Por qué no nos cansamos de ellos? ¿Qué hay en un beso? Ahora ella entra en mí y yo entro en ella, y nuestros cuerpos se unen en sus partes cálidas e íntimas. Pero estas sensaciones sirven para expresar algo infinito y conmovedor. Algo misterioso, grave y profundo. Son la expresión del amor. Su lengua entra en mi boca y yo siento que mi alma atraviesa su alma. ¿Por qué?
—Pero dime —pregunto—. ¿Quién era aquel sadhu de la orilla del Ganges? ¿Era yo?
—Quién sabe —dice ella—. Quién sabe lo que eres tú. Quién sabe lo que somos cada uno de nosotros.
Ahora estamos desnudos uno al lado del otro, y nos miramos con una ligera sonrisa. Ha pasado un año desde el episodio de la amapola blanca y roja. Ella apoya el codo sobre la cama y la mejilla sobre la mano, y su larga cabellera oscura cae paralela a su antebrazo. Tiene los pechos hinchados, pálidos y recorridos por venas azules y moradas. Los pezones están hinchados y coloreados de marrón. Su vientre enorme avanza hacia mí. Es tan grande que tiene algo de cómico. Ya quedan sólo unas pocas semanas para el nacimiento de nuestro hijo. No hay ecografías en este lugar, y no sabemos si será niño o niña. Lo que sabemos es que si es niña, se llamará Amapola. Si es niño, se llamará Erick, en recuerdo de Wade. Esto es lo que hemos decidido. Joseph será quien asista el parto. Se lamenta mucho por no disponer de anestesia, pero los partos son bastante raros en la Universidad, y las pocas mujeres que se quedan embarazadas no querrían una inyección epidural de cualquier modo, sino que optarían por el parto natural. Joseph dice que esto se debe a que será el primer parto de Cristina, y que en el segundo pedirá la epidural a gritos. Ella se ríe y dice que es posible. A pesar de todo, creo que está un poco asustada. Todo lo nuevo asusta. Pero en lo nuevo está lo que deslumbra y rejuvenece.
Voy recorriendo su cuerpo con mis labios. Beso sus senos, beso su vientre inmenso, tenso, curvado como la cúpula de un templo, beso sus ingles, beso sus muslos, beso su pubis cubierto de suave pelusa oscura, cálido y suave como el rincón más cómodo y acogedor de la habitación más cálida y dichosa de una casa grande, cálida, cómoda y dichosa. Toda ella está hinchada, rosácea, madura como una cereza madura. Sus labios, sus mejillas, sus brazos, sus caderas. Sus ojos brillan. Sus cabellos brillan. Hay algo intensamente rojo en ella. También su pequeña nariz está ligeramente hinchada y rosada, así como sus párpados, hinchados y rosáceos, como si ella hubiera bebido un poco de vino. Algo intensamente rojo que me produce un deleite infinito. Una aventura cuyos episodios no cesan de cautivarme. Un gesto que siempre me conmueve y me intriga. Un sendero bajo los sauces. Una historia de amor en medio del mundo. En medio del ruido y del polvo del mundo.