22
Vemos un platillo volante
A la mañana siguiente me despertaron los gritos alborozados de Sheila. Me levanté de mi colchón de hojas y fui corriendo hacia la laguna. Omotola y Gloria estaban sentadas en la orilla del río comiendo blanca carne de coco a modo de desayuno, silenciosas y pensativas. Kunze se bañaba en las oscuras aguas, que le llegaban por encima de las tetillas, aunque por la postura que tenía y por su aire concentrado parecía que estuviera defecando dentro del río. Gwen hacía una postura de yoga a la sombra de un árbol del pan. Jimmy Bruëll leía sentado en la butaca del avión que había colocado frente a su cabaña. A su lado humeaban los rescoldos de una hoguera, sobre los cuales habían colocado en un cordel dorados filetes de pescado puestos para ahumar. Eran las imágenes de la mañana. Un mono capuchino gritó desde lo alto de un árbol, al otro lado del río. Nos observaban siempre, con curiosidad inexplicable, pero jamás se acercaban. Wade, de cuclillas sobre una piedra plana que solíamos usar para esos menesteres, limpiaba con su cuchillo un pez Buda de brillantes escamas verdes y nacaradas al que acababa de eviscerar, y espantaba con la hoja plateada a los insectos que ya se abalanzaban sobre la masa viscosa y sangrienta. Aparté el rostro, asqueado (nunca he soportado ver limpiar pescado) y giré bajo el sol, bajo las enormes hojas abanicantes de los árboles del pan, bajo el rumor de pequeños pájaros verdes y rojos y enormes insectos anaranjados y carmesíes, hasta el lugar donde Sheila y Christian señalaban al cielo. Sheila saltaba de alegría como una niña corriendo por el borde del agua y sus pechos temblaban bajo la ceñida presa de neopreno de su traje de surfista. También otros se dirigían hacia allí y miraban hacia lo alto, donde un enorme platillo volante de resplandeciente color blanco flotaba por encima de nuestras cabezas, a unos tres o cuatro kilómetros por encima de nosotros. Su sombra, me pareció, caía sobre el mar y rozaba la playa. Una inmensa construcción blanca de luminosidad irradiante. Era difícil calcular sus dimensiones.
Sheila y Christian estaban muy excitados, así como Joaquín, el primo de Cristina. No paraban de reír y se abrazaban señalando alborozados el platillo volante, inmóvil en mitad del cielo, haciéndose visera con la mano para proteger los ojos del sol. También Violeta, la señora argentina, miraba hacia el platillo con ojos cansados en los que ahora brillaban la ilusión y la esperanza. Christian dijo que ahora no les quedaba ninguna duda de que en el interior de la isla había una base de platillos volantes subterránea a la que se accedía, sin duda, a través del cráter del volcán central (un volcán que, por lo que nosotros sabíamos en esos momentos de la orografía del lugar, sólo existía en su imaginación). Los extraterrestres que habitaban en aquel lugar, especulaban Christian, Sheila y Joaquín, habían tenido noticias de nuestra desorientación y nuestra angustia y habían enviado a una de sus naves sonda para transmitirnos un mensaje de aliento. Lo cierto era que les había costado comprendernos. Habían tardado muchos días en lograr interpretar nuestros confusos y contradictorios estados psicológicos, ya que para ellos nuestras mentes son demasiado veloces, demasiado inestables. La mente extraterrestre está conectada con la mente cósmica, y les resulta difícil comprender nuestra mente primitiva, dijo Christian. Pero finalmente habían comprendido que estábamos perdidos, que necesitábamos ayuda. Y habían venido. Y allí estaban. También Wade miraba hacia lo alto, sosteniendo en la mano derecha su gran pez eviscerado ensartado en un junco, así como Sophie, Rosana y mis amigos españoles, y los latinoamericanos, y los indios, y Tudelli, y Kunze, y casi todos los demás náufragos. Tudelli observaba el platillo volante con gesto contrariado y el ceño fruncido, como si de pronto le hubieran aparecido competidores en las alturas. Robert Frost y Robert Kelly iban de acá para allá contándole a todo el mundo que los platillos volantes eran parte de las creencias de la religión anunciada por Joseph Smith y que no eran otra cosa que naves habitadas por ángeles que venían de otros planetas para extender por el universo el evangelio de los Santos de los Últimos Días. Yo ignoraba que los mormones, que tantos problemas tienen con tantas cosas, no los tuvieran con los platillos volantes. Pero el mundo, como sabemos, está lleno de sorpresas.
Joseph Langdon estaba allí también, contemplando la escena con los brazos cruzados. Nuestras miradas se encontraron. No había ninguna expresión en su rostro. Me acerqué hacia él caminando sin prisa. Santiago Reina también se acercaba, comiendo mermelada de melocotón directamente de un frasco y rascándose despreocupadamente el trasero por encima del pantalón con la otra mano (nos rascábamos mucho en esa época), mientras contemplaba el platillo volante con gesto crítico. La verdad es que era muy bonito. Perfecto de forma, de un blanco resplandeciente, construido quién sabe con qué aleaciones imposibles. De una blancura maravillosa y conmovedora. Completamente inmóvil en mitad del cielo. Su sombra ovalada sobre el mar casi llegaba a la playa.
—La vaca sagrada —nos dijo Santiago al acercarse hundiendo ahora dos dedos en el bote de mermelada—. ¿Qué les pasa a estos tíos? ¿Están chiflados o qué?
—Están desesperados —dijo Joseph—. Necesitan agarrarse a algo.
—Pero bueno —dije yo entonces, dirigiéndome a Joaquín y a los chilenos—, vosotros os dais cuenta de que es una nube, ¿no es así?
Joaquín me miró con gesto de estar molesto, y casi haciendo un puchero de disgusto.
—¡No es una nube, Johnny! —me dijo Sheila, hablándome como si yo fuera un rematado estúpido—. Parece una nube, no más. Es una forma clásica de camuflaje. Muchas veces se camuflan bajo la forma de nubes. Los fotografían a pleno día y luego la gente dice: «weón, eso no es más que una nube…».
—¿Alguna vez has visto una nube con esa forma? —se quejó Joaquín.
—La verdad es que yo he visto muchas veces fotos de nubes así —dijo Joseph—. No son muy comunes pero tampoco resultan tan extrañas. Sobre todo en el trópico, donde la evaporación es muy acentuada.
—Se llaman altocúmulos —dijo entonces Gwen—. No creas que se producen sólo en el trópico. Aparecen en todas las zonas del planeta. Estos altocúmulos se llaman lenticulares, porque parecen estar compuestos por una serie de lentes circulares colocadas una sobre otra. La luz del sol crea sombras y les da una sensación de volumen muy definido.
—Y ahora vienen los racionalistas, destruyendo cualquier posibilidad de soñar —dijo Joaquín murmurando entre dientes—. Destrozando toda esperanza…
—Pero Joaquín —dije yo—, ¿para qué quieres creer en algo que no es verdad? ¿De qué sirve eso?
Entre los grupos de náufragos se discutía si lo que estábamos viendo era un platillo volante o una nube. Entonces la nube comenzó a moverse. Lo cual no es extraño, ya que todas las nubes se mueven y están siempre moviéndose. Pero lo que resultaba realmente extraño era la velocidad con que se movía aquella nube, si es que era realmente una nube. Su sombra pasó velozmente sobre nosotros, cubrió la playa, oscureció las aguas de la laguna y luego continuó río arriba, adentrándose en la selva, en dirección al interior de la isla, y luego cada vez más rápido en línea recta hacia las montañas. Me volví a mirar a Joseph, que estaba detrás de mí y vi en sus ojos el mismo gesto de extrañeza que había en los míos. ¿Era una nube o no era una nube?
—No necesitamos más indicaciones ni más señales —dijo Wade—. Ha llegado el momento de adentrarnos en la isla.
—¿Adentrarnos en la isla, tío? —dijo Santiago con gesto de desconsuelo, todavía con los ojos fijos en la nube que se alejaba—. Y ¿para qué va a servir eso? Sólo para que nos devoren los lobos.
—¿Qué pasará si mientras tanto vienen a rescatarnos? —dijo Joseph—. ¿Les diremos que esperen, que un grupo de los nuestros se han ido a hacer una pequeña excursión al interior de la isla…?
Wade miró al suelo sin dejar de sonreír, y por espacio de un segundo, tuve la sensación de que estaba mirando al suelo desde la nube. O que él mismo era la nube. No sé muy bien cómo explicarlo. Seguía sonriendo.
—Joe —le dijo, y creo que era la primera vez que le oía llamarle así—, ¿por qué te cuesta tanto comprender que nadie va a venir a rescatarnos?
—Porque es absurdo —contestó Joseph.
—Sí, es absurdo. Más que absurdo, es imposible —dijo Wade hablando con mucha lentitud—. No estamos en el siglo XVI. Tenemos radares, satélites. Desde el espacio se puede fotografiar hasta un perro orinando en una pared. Pero entonces, ¿por qué no nos ven? ¿Por qué no vienen a por nosotros? En nuestra época, nadie puede estar perdido tanto tiempo. Pero eso mismo debería darte la clave. Si pudieran rescatarnos, ya lo habrían hecho. El hecho es que no pueden.
—¿Por qué no pueden, tío? —dijo Santiago—. ¿De qué estás hablando?
—No sé de qué estoy hablando, Jack —dijo Wade—. No lo sé, te lo aseguro. Pero sé que no vamos a ser rescatados. Sé que sólo nosotros podemos rescatarnos a nosotros mismos.
—Venga ya, Wade —dijo Joseph.
A pesar de todo creo que estaba tan fascinado con las palabras de Wade como todos nosotros.
—Nosotros no somos náufragos, Joe —siguió diciendo Wade—. No hemos tenido ningún accidente y no hemos sufrido ningún naufragio.
—Claro, y esa nube es un platillo volante extraterrestre —dijo Joseph.
—No, Joe —dijo Wade—. Es posible que esa extraña nube sea sólo una nube. Gwen tiene razón. Altocúmulo lenticular, muchas veces confundidos con platillos volantes. Pero nosotros no somos náufragos.
—¿Qué somos entonces? —preguntó Joseph.
—Somos colonos —dijo Wade—. Eso es lo que somos. No, todavía no somos ni siquiera eso. No nos lo hemos ganado. En realidad, somos pioneros. Por eso tenemos que ir hacia el oeste. Por eso tenemos que ir tierra adentro. Como hicieron nuestros padres antes que nosotros, y sus padres antes que ellos.
Señaló al interior de la isla con su cuchillo.
—Tenemos que entrar ahí dentro, Doc —dijo con su gran sonrisa y con los brillantes ojos azules que jamás olvidaré—. Eso es lo que tenemos que hacer. Para buscar a esos niños perdidos. Para buscar a esos niños perdidos.