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Conozco a Cristina
Una tarde de primavera de principios de los años setenta (yo debía de tener entonces unos once años), mis padres y yo fuimos a Pozuelo para conocer a unos nuevos amigos. Juan Villar, un viejo amigo de mi padre, acababa de regresar a España con su familia después de vivir varios años en Inglaterra, donde había sido profesor en la Universidad de Leeds y, creo, también en la de Birmingham. Hacía años que mi padre y él no se veían. Tampoco sé exactamente dónde ni cuándo se habían conocido. Supongo que en Inglaterra, en los años en que mi padre estudiaba en el Fircroft College, en Birmingham.
Juan Villar era físico teórico, y mi padre sentía por él una admiración sin límites porque, según nos contaba, Juan Villar era capaz de comprender la Teoría de la Relatividad, una hazaña reservada a muy pocos y que, de acuerdo con mi padre, le ponía en la categoría de los genios. Se había casado en Inglaterra con una mujer llamada Marianne y tenía dos hijos aproximadamente de mi edad: una niña dos años más pequeña que yo y un niño un año menor que ella. Vivían en Pozuelo, donde habían alquilado un hotelito muy grande de estilo moderno (que yo relacioné nada más verlo con las fotos de edificios de Frank Lloyd Wright que había visto en los números de Life que había por casa) rodeado de un amplio jardín, casi media hectárea de césped perfectamente segado en el que había rosales de rosas blancas y amarillas (a Marianne no le gustaban las rosas rojas), unos cuantos abedules y un pequeño huerto en el que Juan Villar cultivaba lechugas, judías verdes, tomates y calabazas.
Cuando llegamos, los niños no estaban. Nos explicaron que todavía no habían regresado de su clase de esgrima. A mí me sorprendió que los niños Villar fueran a Madrid a aprender a luchar con espadas, algo que todos los niños suelen aprender fácilmente sin que nadie les enseñe, pero estaba claro que en aquella familia nada era normal. Los niños no acababan de llegar (luego nos enteramos de que Patricia, la vecina, que les llevaba en su coche, había tenido un pinchazo en la autopista) y yo no tenía nada que hacer en aquella reunión de mayores. Pero no me importaba, porque estaba fascinado con Marianne, la dueña de la casa. Tan fascinado que, literalmente, no podía apartar los ojos de ella. Marianne debía de tener entonces veintinueve años, dieciocho más que yo, y estaba embarazada de seis meses.
Era una mujer muy alta y muy rubia y me pareció la mujer más hermosa que había visto jamás. Estaba envuelta en ese aire de calor y de salud que impregna muchas veces a las embarazadas, su belleza multiplicada muchas veces por los signos de la preñez. Tenía los pechos hinchados, los labios rojos, las mejillas arreboladas, los ojos húmedos, brillantes de una misteriosa tristeza, signos de feminidad acentuada que me causaron una impresión que todavía hoy no puedo acabar de comprender, ya que normalmente los niños de diez años no sienten el menor interés por las señoras embarazadas de treinta, y porque yo, hasta aquella tarde, jamás había dado muestra alguna de precocidad sexual. Recuerdo que no podía apartar los ojos de los opulentos pechos de Marianne y de la forma en que se apoyaban suavemente sobre su vientre prominente y redondo. Llevaba uno de esos vestidos de embarazadas muy amplio y vaporoso que no hacía sino resaltar la rotundidad de sus formas, y una rebeca de punto color beis de la que sólo podía abrocharse un botón. Yo la miraba tanto que ella no paraba de sonreírme y servirme nuevas raciones de tarta y de helado, y yo me lo comía todo por timidez y acabé casi empachado.
Quizá por apartar mis ojos de Marianne y no estar espiándola todo el rato, concentré entonces toda mi atención en la colección de discos de Villar. Yo jamás había visto tantos discos juntos, ni imaginaba tampoco que uno pudiera tener tantos discos. Nosotros teníamos en esa época, quizá, veinte o veinticinco discos (y eso teniendo en cuenta lo mucho que les gustaba la música a mis padres), pero Villar tenía cientos o quizá miles, una pared entera llena de discos. Me maravilló encontrar allí todas las óperas de Wagner, que yo había empezado a escuchar por esa época, y también todas las óperas de Verdi, y todas las sonatas de Beethoven, y cajas y cajas de cuartetos de Haydn, de canciones de Schubert, de cantatas de Bach, de ciclos de canciones de Hugo Wolf. Había además muchos discos de compositores que yo desconocía como Havergal Brian, Vagn Holmboe, Erich Von Korngold, Sir Granville Bantock, y otros que me obsesionaban y de los que leía sin cesar pero cuya música no había tenido ocasión de escuchar aún, como Hans Pfitzner, Anton Bruckner o Gustav Mahler. Juan Villar se había especializado en compositores británicos, en sinfonistas tardíos y en neorrománticos (con el tiempo yo también llegaría a ser un sinfonista tardío y un neorromántico) y se deleitaba hablándonos de rarezas como el Réquiem por Nietzsche de Vagn Holmboe o El poema épico de Gilgamesh de Martinu o asombrándose, por ejemplo, de que nunca hubiéramos oído nada de Anton Bruckner, que era, según nos dijo, uno de sus compositores favoritos. Me preguntó qué quería escuchar, pero yo estaba tan aturdido que no sabía qué elegir. Entonces cogió la caja de la Octava Sinfonía de Bruckner, la versión de Klemperer con la Orquesta Philarmonia, y puso el Adagio.
Anton Bruckner estaba lejos de ser un compositor popular durante aquellos años en España. Mis libros de historia de la música lo trataban con displicencia, como a un tipo raro (Bruckner era, al fin y al cabo, un tipo bastante raro) y aseguraban que sus sinfonías eran demasiado largas, estaban mal orquestadas y carecían de «garra», curioso concepto musicológico que también había visto aplicado al Parsifal de Wagner. Bruckner, decían mis libros de historia de la música, era un compositor religioso, una especie de santo infantil, un niño grande, y se había equivocado al elegir el género sinfónico para expresar su mensaje musical, que era de tipo evangélico y abstracto y no mundanal y épico como el que correspondería a un verdadero sinfonista. «La música de Bruckner», decía uno de mis libros de cabecera, El mundo de la música de K. B. Sandved, «obtuvo un éxito decisivo a partir de 1880, pero hoy todavía no hay acuerdo sobre su calidad. En general, se reconocen su riqueza melódica, sus vivos ritmos y su destreza para combinar unas y otros, pero muchos encuentran difusa su forma, su expresión ampulosa y sus ideas faltas de dramatismo». En Los grandes compositores de la época romántica, uno de los libros de mi biblioteca infantil, Adolfo Salazar habla, al referirse a Bruckner, de las «extensiones artificiosas y baldías que llevaron su terrible peso muerto a la sinfonía postbeethoveniana», de las «informes divagaciones ecolálicas»… Sus obras raramente se tocaban y apenas se grababan.
Yo siempre he sido un solitario. Fui hijo único, un niño solitario y obsesionado con la música y los libros. Desde que Cristina y yo nos separamos, tras mi marcha a Estados Unidos, siempre he vivido solo. Mi casa de Oakland es la casa de un solitario. Los olmos de Oakland conocen bien mi silueta al caer la tarde. A veces paso días enteros sin otra compañía que la de Ballard, mi fiel perro del Labrador. Siempre me han atraído los solitarios y los paseantes solitarios, ya sean los de Rousseau, los de Whitman, los de Wordsworth, los de Adalbert Stifter o bien los de Caspar David Friedrich, que tienen la habilidad de alcanzar siempre cimas gloriosas y de flotar por encima de las nubes. Anton Bruckner, mi compositor favorito, también era un hombre solitario y un paseante solitario que deambulaba por las aceras de Viena contando las ventanas de las casas y procurando no pisar las rayas del pavimento. Era un hombre solo y lleno de manías extrañas. Estaba aquejado de numeromanía, la compulsión de contar todas las cosas que veía, ya fueran ventanas, botones de un traje, árboles de una avenida. Era un hombre angélico. Por lo que sabemos, jamás estuvo con ninguna mujer. Se pasó la vida enamorándose de muchachas jóvenes y sencillas a las que pedía en matrimonio sin apenas conocerlas para ser rechazado por ellas, siempre rechazado, una y otra vez, y así hasta que ya era un hombre viejo de pelo blanco y a pesar de todo seguía enamorándose y declarando sus honorables intenciones a las hijas de sus amigos, a las muchachas con las que se encontraba a diario en sus paseos por las afueras de Viena, a sus doncellas y criadas. «Pero herr Bruckner», le dice una de ellas, «¡si es usted un viejo!». Un hombre viejo y solo. Un hombre solo que camina bajo los tilos soñando con el Emperador.
También el Emperador debía de ser un hombre solo. Pero a mí aquel Emperador nunca me cayó bien porque cuando Bruckner le dedicó su Octava Sinfonía, la música más hermosa jamás escrita, prefirió irse a una cacería a matar ciervos y bisontes en vez de asistir al estreno. ¡Estúpido!
Solus Rex. Un problema de ajedrez.
Solus Barbarinus.
Sólo escuchamos unos minutos de aquella música asombrosa, pero para mí fue suficiente, porque durante aquellos minutos supe que por fin (¡y sólo tenía diez años!) había encontrado mi camino y también mi destino. Luego llegaron los niños en el coche de los vecinos, la casa se llenó de voces y de risas y apareció en mi vida, en mi desdichada vida, la penúltima magia de aquella tarde. Era Cristina.