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Joseph Langdon. Efectos del accidente
La mayoría de los fallecidos tuvieron una muerte inmediata a consecuencia de contusiones en zonas vitales, tales como traumatismos cráneo-encefálicos. Muchos murieron aplastados por los asientos o por los módulos de equipajes desprendidos del techo, o bien perdieron el conocimiento. Ante la falta de sangre oxigenada el cerebro comienza a enviar señales, potentes en un principio, para que el corazón reaccione, pero el corazón no puede hacerlo, señales al corazón y a los pulmones cada vez más débiles, y es necesario aplicar un masaje cardíaco para reanimar al afectado y evitar que se produzca un paro cardíaco. Esto debe hacerse inmediatamente, ya que después de tres minutos sin oxígeno, el daño cerebral comienza a ser irreversible. En otros casos, la persona inconsciente puede mantenerse con vida entre treinta y cuarenta minutos, aunque morirá si no recupera el conocimiento. Resulta difícil distinguir a una persona fallecida de una inconsciente. Roberta volvió al avión con un fonendoscopio para auscultar a las víctimas inmóviles e intentar capturar señales de un corazón todavía funcionando. Así logramos salvar unas cuantas vidas, aunque muchos de los que creíamos haber salvado en esos primeros momentos murieron en las siguientes horas o en los días siguientes. En muchos casos se produjeron heridas sangrantes y fracturas abiertas. Los asientos de un avión no son otra cosa que hierros atornillados al fuselaje. En un accidente, se convierten en armas letales que rompen el fémur o la tibia, atraviesan la espalda, rompen la cavidad torácica atravesando un pulmón o se incrustan en el vientre produciendo heridas penetrantes. En los casos de heridas en los miembros superiores o inferiores, lo que resulta crucial es hacer un torniquete. Si hay alguien cerca con sentido común, o el herido cuenta con ayuda médica pronto, se le puede salvar la vida. Cuando un vaso se rompe, un montón de plaquetas sanguíneas se dirigen al lugar de la ruptura para cerrarla. El cuerpo humano está bien diseñado y tiene una maravillosa capacidad de autocuración. Fue entonces cuando aprendí que muchas hemorragias se cortan en apenas dos minutos por el simple expediente de tapar y comprimir bien la herida. En los casos en que se ve afectada una arteria importante como la femoral, por ejemplo, la víctima se desangrará sin remedio, pero en caso de una hemorragia menos grave, si se aplica presión a la herida, nos explicó Joseph (y todavía oigo su voz calmada, implacable, imparable, en medio de los gritos y los lamentos), era posible lograr que el herido llegara con vida a la playa. Aunque muchos heridos necesitaban atención inmediata, no era posible atenderles dentro del avión. Era necesario trasladarlos a tierra firme, y muchas veces el traslado en la balsa se demoraba más de lo que hubiéramos deseado. Muchos morían en la balsa, que acabó llena de sangre, sangre oscura que se mezclaba con el agua de mar y que dejó marcas indelebles sobre la cubierta de goma.
El accidente produjo además numerosas hemorragias internas que no eran visibles a simple vista y que en muchos casos ni siquiera eran percibidas por los que las sufrían, que pensaban que habían resultado ilesos. Al sufrir un fuerte golpe tal como el impacto del avión sobre la superficie marítima, los ligamentos que unen el hígado, el intestino, los pulmones y los otros órganos a la cavidad abdominal o torácica se cizallan, se avulsionan. Por lo general estas lesiones producen síntomas como un ligero dolor, un mareo leve, un cierto malestar, una sensación de debilidad que muchas veces, como decía, pasan casi inadvertidas en los primeros momentos. Los afectados lograban llegar a tierra, donde se tendían en el suelo presas de un malestar y una debilidad inexplicables. Existen mecanismos de regulación en el cuerpo que comienzan a operar en estas situaciones. Los afectados no pueden casi moverse, porque apenas tienen sangre intravascular circulando, pero pueden sobrevivir entre seis y diez horas. Había otros que morían ante nuestros ojos en apenas sesenta minutos. Éstos tenían rasgado algún vaso importante y no había nada que pudiéramos hacer por ellos más que colocarles en un lugar cómodo y cogerles la mano mientras morían. Tenían una muerte dulce, iban perdiendo el conocimiento poco a poco, desvaneciéndose como una vela que se apaga. Otros fueron muriendo a lo largo de la tarde y durante la noche. En total, unas veinte personas de las que lograron llegar a la playa murieron a lo largo del día, muchos de ellos sin heridas ni traumatismos visibles. Otras personas con hemorragias internas lograrían sobrevivir después de pasar varios días de intensos dolores. Pero los casos más graves eran aquellos en que se producía una perforación del tracto digestivo. El tubo digestivo, el estómago, los intestinos, me explicaría Joseph más tarde, están llenos de aire. Cuando se rompe la pared intestinal, se produce una salida masiva de gérmenes que produce una infección generalizada, peritonitis, que produce la muerte en un período de tres a cinco días. Éstos eran los peores casos, porque los dolores eran muy intensos, y lo único que Joseph podía hacer por ellos era darles analgésicos para aliviar sus sufrimientos. Uno de estos casos fue el de Noboru Endo, que contaré con detalle más abajo. Cuando se declara la peritonitis, la muerte está asegurada. Las piernas se ponen blancas, el vientre se endurece como si fuera de piedra, los dolores son insoportables. La agonía puede durar días.
En cuanto a las heridas y contusiones, la ausencia de higiene y de asepsia era nuestro principal enemigo. Encontramos antibióticos en el avión y también botiquines de primeros auxilios con los que Joseph y sus ayudantes curaban y cosían heridas abiertas, aunque varios de los heridos morirían a los tres o cuatro días a causa de las infecciones. Joseph mantenía muchas veces las heridas abiertas, asegurando que si las tapaba se contaminarían con gérmenes anaerobios. En otros casos, ante la sospecha de que la herida pudiera estar infectada, la abría para impedir que se declarara la gangrena.
Había algunos que necesitaban ser operados, aunque Joseph no tenía medios para hacer una operación en condiciones y ni siquiera cuando encontramos anestésicos, como se verá, podía dormir completamente a sus pacientes, de modo que en algunos casos se produjeron escenas verdaderamente escalofriantes, escenas más propias de la carnicería, horrores medievales. En el quirófano, el anestesista no sólo duerme al paciente, sino que le administra un analgésico que le quita el dolor y también un relajante muscular, derivado del curare (en efecto, la misma sustancia que utilizan los jíbaros amazónicos para inmovilizar a sus presas), que le deja completamente inmóvil y previene las contracciones musculares y las sacudidas involuntarias. En las condiciones precarias en que nos encontrábamos, Joseph hizo lo que pudo, y en muchos casos mucho más de lo que parecía posible hacer. De todos los que sobrevivimos al accidente, una cuarta parte, aproximadamente, murieron en los días siguientes.